EN AMORES CON LA MORENA / El dilema de los perros
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Perro suelto en el Parque Hundido. Foto: Francisco Ortiz Pardo
Una preocupación que comparto con la urbanista es que la falta de aplicación de la ley enfrenta a los vecinos, al grado de haber aquellos capaces de colocar alimento con veneno para matar perros en los parques. Inaceptable.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Yo tenía un perrito, mitad maltés y mitad french, que parecía detectar mi tristeza. Recuerdo particularmente un día en que, en ese trance difícil que es la adolescencia, me miró detenidamente con sus ojitos, cristalinos como si copiara los míos con lágrimas, para luego acercárseme y decirme de alguna forma, no sé ni cómo, que él me acompañaba. Era blanquito, peludito. No comía nada especial y, aparte de que le aplicaran sus vacunas, solo tuve que llevarlo una vez con el veterinario, cuando le daban ataques que lo ponían boca arriba y estiraba las patitas y a mí me daba una terrible angustia de perderlo. Pensé que estaba en irremediable agonía a causa de algún virus. Lloré también por él.
Se llamaba Ludwig. Le puse así porque cuando iba con mi papá en el camino rumbo a casa de mi abuelita para recogerlo (había sido entregado por una vecina que lo encontró extraviado en el Viaducto), escuchábamos una pieza de Beethoven en el radio. Rápidamente me conquistó su ternura y su mirada inteligente. Y casi desde el principio me agarró la medida, como se dice. No pude dejarlo en el patio, que es donde habíamos tenido otros perros y así se acostumbraba, con su casita como de caricatura. Como los perros se parecen a los dueños, según dicen, pues fue un rebelde como yo y ni siquiera fue posible mantenerlo lejos de mi cama cuando yo dormía. Eso sí: Entendió que su espacio era entre mis pies. A la hora de la comida, demandaba una ración extra a sus croquetas cuando tenía prohibido comer otras cosas después de la etapa de sus ataques. Lo que fuera. Actuaba para dar lástima, sentadito y meneando la cabeza de un lado a otro, lentamente, sin dejar de mirarme como diciéndome: “Dame un poquito”.
Salvo cuando al abrir la puerta se “escapaba”, Ludwig fue un perrito que aprendió a disfrutar el espacio público bajo las reglas cívicas. Al chiflar una melodía que me inventé y que decía “cadena, cadena, en dónde está la cadena”, él mismo iba por ella y me la entregaba en la mano. Sabía que era la condición para salir. Ni por asomo se me habría ocurrido nunca soltarlo, ni por él ni por los demás, perros o humanos. Eran los tiempos en que surgía una conciencia incipiente acerca de recoger las heces y no permitir que las mascotas dañaran el entorno, incluidos los jardines. Y aunque era un animal pequeño, de cualquier forma evitaba que pisara el césped o las plantas, jalando la cadena de manera leve. De eso hace más de treinta años y, aunque parecíamos de lento aprendizaje, la verdad es que el tiempo nos hizo tontos.
Lo digo porque no salgo de mi sorpresa cada vez que veo a un grandulón musculoso sentirse más salsa paseando con su perro suelto por las banquetas o aventándole la pelota en medio de las flores de un parque, como para que juegue el niño y eventualmente desplace… ¡a los niños! Y el problema es que, me lo dijo un perrero que se sinceró conmigo hace como diez años: “Todos decimos que nuestro perro no muerde hasta que muerde”. Cuando en un tiempo se dieron casos de muertes de infantes por el ataque de perros, yo pensé que la cosa cambiaría. Pero no: La vida “libre” de los animales en las ciudades parece legitimarse, en detrimento de lo que se llama “bien común”. Los parques son convertidos en la extensión de un departamento que no tiene jardín. Y lo lamentable es que quien no piensa en el prójimo lo hace como si ese parque fuese para su uso exclusivo. Creo suficiente la historia de Ludwig para sostener que los perros me parecen hermosos y nobles y no menosprecio que cumplen en la comunidad una función social (sobre todo frente a la soledad) y también emocional.
¿La ley es la ley? “Y a ti qué te importa”, “a ver, hazle como quieras”, “no son los perros los que destruyen las pistas para correr, es que son de mala calidad”, “todos lo hacen”, “nadie cumple la ley”,
“El espacio público es de todos y de nadie”, me ha dicho la urbanista Claudia Donají Jiménez, maestra en Arquitectura del Paisaje en la UNAM, al hablar sobre este tema. En eso está su complejidad, acota. Y si bien considera que los animales de compañía dan ese soporte emocional, también es cierto que otros tantos los padecen, de manera física y emocional también. Para ella no cabe duda de que la responsabilidad civil recae en los dueños de las mascotas y en el ejercicio de la autoridad para hacer cumplir las leyes de Cultura Cívica y de Protección Animal. En ese sentido, sostiene, nada justifica que los animales no traigan correa o que quien los pasea no levante sus heces fecales, que está por demás decir que son un foco de infección que también pone en riesgo la salud.
Jiménez reconoce que la mascota es hoy en día parte de la familia. Ella vive sola con un perrito, y lo sabe de cierto. Pero describe su experiencia como la de una persona que adoptó casi accidentalmente al animal y cuando decidió quedarse con él asumió que debía aprender, ponerse a investigar sobre su cuidado y el de los demás, amén de proteger a terceros. “Hay que aceptar –dice—que la naturaleza de un perro no está hecha para una ciudad”. Y por tanto, el animal desarrolla conductas que no son “naturales”. Por eso ocurre que “cuando un dueño irresponsable se va, el vecino la paga”. En ese sentido, el perro también puede ser un generador de ruido, una contaminación auditiva, y en el espacio público los niños son los más susceptibles a los riesgos, pues incluso cuando los canes, por jugar, los pueden arrollar.
Me lo dijo un perrero que se sinceró conmigo hace como diez años: “Todos decimos que nuestro perro no muerde hasta que muerde.
La especialista considera como un avance que se haya procurado un espacio confinado para los perros en los parques y jardines, aunque matiza con el hecho de que no siempre están bien diseñados, como cuando están ubicados cerca de las áreas de juegos infantiles. “Hay una ausencia de educación cívica, una adopción sin conciencia”. Y no solo de quien tiene perros. También lo discute en el caso de los gatos que, recuerda, muchas veces salen de las casas sin ningún control “y muchos accidentes pueden derivarse de ello”.
Cuando se le pregunta si es viable tener perros cuando no se les puede cuidar, ella considera que debe haber un “cambio de paradigma”, más que abstenerse de tener animales de compañía (incluso conejitos, hamsters, cuyos, conejos o hasta cerdos). Recuerda la historia de que por una moda en tiempos del confinamiento en Barcelona, se adoptaron centenares de chanchitos que supuestamente eran de una raza que se mantienen chicos. Pues no: resultó que crecieron enormes y entonces la gente los “liberó” y por las calles transitaban los marranos, como una escena de peli de Buñuel, hoy definitivamente rebasado en su imaginación.
Si el can no socializa con otros perros se convierte en huraño y egoísta, probablemente como su dueño. Hay perros de cristal.
Una preocupación que comparto con la urbanista es que la falta de aplicación de la ley enfrenta a los vecinos, al grado de haber aquellos capaces de colocar alimento con veneno en los parques. Inaceptable. Más cuando, como dice Claudia Donají, eso también pone en riesgo mortal a niños. “Estoy por un equilibrio”, concluye ella. “Cómo conciliamos el derecho de los animales a existir, y a convivir con otros seres de su misma especie, bajo la premisa de que si los dueños incumplen las reglas o provocan daños, los deben reparar”. Esa responsabilidad, precisa, incluye la conciencia de que a su mascota debe dedicar recursos materiales y también de tiempo. Para ello hay cursos, incluso gratuitos impartidos por ejemplo por el gobierno capitalino, sobre higiene y condiciones para tener un animal en casa.
“Antes el perro vivía en el patio y comía las sobras”, recuerda. Y si bien esta especie ha acompañado al hombre desde que se volvió sedentario, en un contexto de modernidad todo cambia y debemos entender lo que implica. Por ejemplo, si el can no socializa con otros perros se convierte en huraño y egoísta, probablemente como su dueño. “Hay perros de cristal”, dice ella, y no en broma.
Que conste que he sido moderado y aun así espero el ya tradicional embate de las redes sociales. No hablé de los abusos de los “paseadores de perros”, que retacan los espacios que tienen esos animales en los parques, por omisión de quienes quieren perros pero no están dispuestos a hacerse cargo. Tampoco de la nueva vorágine consumista, con tiendas que venden toda clase de productos, tan necesarios como comer algodones de azúcar. Claro y perdón: En un mundo en que millones de niños tienen hambre. Y no le entramos a calcular el daño al medio ambiente, el impacto social, provocado a través de desechos tanto orgánicos como inorgánicos, justamente por ese exceso.
¿La ley es la ley? “Y a ti qué te importa”, “a ver, hazle como quieras”, “no son los perros los que destruyen las pistas para correr, es que son de mala calidad”, “todos lo hacen”, “nadie cumple la ley”, son respuestas comunes ante la falta de policías que debieran presentar ante el juez cívico a cualquier persona que traiga su animal suelto. Otras veces uno se queda callado en favor de la sobrevivencia personal cuando los brazos musculosos del dueño con cara de malo en camiseta sustituyen la autoridad. Y así, hasta que la siguiente desgracia sea mayor que la anterior y por un tiempo –solo por un tiempo— la irresponsabilidad de los dueños de los perros sea nota o denuncia en las redes sociales en vez de hablar del amor por los animales.