Ciudad de México, julio 15, 2025 04:52
Historia Vestigios

Casa Boker, la ferretería que cerró después de volverse historia

Fue fundada en 1865 por Roberto Boker, un alemán con la visión de importar herramientas, cuchillería, máquinas de coser…

STAFF / LIBRE EN EL SUR

Ahí estuvo por 159 años, como un centinela de hierro en la esquina de Isabel la Católica y 16 de Septiembre, en el corazón que ya casi no late del Centro Histórico. Fue más que una ferretería: fue una de esas casas que contaban la historia del país sin necesidad de adornarla. Casa Boker cerró sus puertas definitivamente en diciembre de 2024, y con ello se fue también un fragmento de esa Ciudad de México que aprendimos a querer por sus ruinas vivas.

Fue fundada en 1865 por Roberto Boker, un alemán que cruzó el Atlántico y luego el Golfo con la visión de importar herramientas, cuchillería, máquinas de coser y toda la parafernalia de la modernidad del siglo XIX. El sueño prosperó. A tal punto que, en 1900, se levantó en ese terreno una joya arquitectónica: el primer edificio con estructura metálica en México, diseñado por el despacho De Lemos & Cordes, que también había construido los almacenes Macy’s en Nueva York. La inauguración fue encabezada por el mismísimo Porfirio Díaz. Sí, cuando la modernidad se proclamaba en inglés con acento alemán.

En los días dorados del Porfiriato, Boker era sinónimo de calidad, precisión germánica y aspiración industrial. Se vendían desde sierras hasta máquinas Underwood, cuchillos Solingen, taladros, balanzas, hervidores, juguetes y guantes de trabajo. Pero no era sólo lo que se vendía. Era cómo se vendía. El servicio era tan esmerado que aún hay quien recuerda que el mismísimo Pedro Boker —nieto del fundador— se comunicó con un cliente que había extraviado una pieza de su navaja suiza. Le consiguió el repuesto, sin costo, por el simple hecho de que así se hace cuando una casa es también una causa.

La historia, sin embargo, no fue lineal. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno mexicano incautó el negocio por tener capital alemán. Se lo devolvieron tras el conflicto. En 1975, un incendio devastó el edificio; fue restaurado al año siguiente, pero ya con otro signo: el Sanborns que ocupó parte de sus entrañas fue, durante décadas, su huésped más visible. El letrero original de Casa Boker quedó al fondo, como un apellido que ya no se pronuncia.

Los años lo fueron estrechando. Lo que una vez fue un emporio de cinco niveles se convirtió en una tienda pequeña, casi doméstica, en la planta baja. Y cuando en 2024 el Sanborns también se marchó, la historia quedó huérfana. Nadie explicó claramente por qué cerraron. Algunos apuntaron a la presión inmobiliaria, otros al costo de mantener un negocio tradicional en un centro que cada vez se parece más a un decorado para turistas.

Hoy, donde estuvo Casa Boker hay una tienda de zapatos Dorothy Gaynor. El edificio sigue ahí, claro, como lo haría un abuelo que se niega a morir del todo. Pero su alma —esa mezcla de acero, memoria, y olor a aceite— ya no se siente.

Una ciudad pierde sus raíces no solo cuando talan sus árboles o se desbordan sus ríos, sino cuando cierra sus casas antiguas. Las que no vendían experiencias, sino objetos que hacían posible la vida real. Esa que ahora, dicen, puede comprarse en línea, pero que jamás tendrá el peso de una tenaza bien forjada.

Y Casa Boker, como esas piezas irremplazables, no era solo un negocio. Era una historia de ciudad, de inmigrantes, de herramientas y de nombres que no deberían oxidarse.

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