Ciudad de México, noviembre 21, 2024 10:40
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Identidades

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‘Por los que se quedaron, por los que se fueron, por los que ya no están’, dedica Branagh en la historia que reivindica el derecho de los católicos –ante la compasión de una familia protestante– a permanecer en su lugar porque lo único importante es ser ‘una buena persona’.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Justo ahora que se habla del perdón que, según el presidente López Obrador, nos debe pedir España por los abusos de hace 500 años, es que aparece una película ibérica que hace referencia a la identidad extraviada de quienes fueron muertos en la guerra civil española, sus fosas una incógnita y la herida para sus familiares sin poder cerrar. Se cruza la historia de Pedro Almodóvar en Madres paralelas, que ganó el premio Goya a mejor película y su protagonista Penélope Cruz fue nominada al Oscar como mejor actriz, con un melodrama con acentos cómicos, muy propios de ese director, que juega con la idea, improbable para los tiempos modernos, de un intercambio de bebés en un nosocomio: una confusión de identidades.  

El problema es que justamente existen muchos tipos de identidad. Una de ellas tan humana en esencia que parece no importarle a Almodóvar: La de los menores que son adoptados por padres amorosos y que les es forjada, no como secundaria por no ser consanguínea, ante la imposibilidad de conocer el nombre de sus progenitores. Y bueno, claro que la identidad biológica es importante para el que sí la puede tener, y también para el que no sabe dónde quedó el cuerpo de su padre o su abuelo, sangre de su sangre. Pero es el mismo Almodóvar el que se encarga de destazar su propia historia y la vuelve inconsistente, donde no se entiende porqué tardíamente, casi como un parche de compromiso, retoma el drama de los desaparecidos de la República una vez que terminó la telenovela de las “madres”.

La película es efectista, más no efectiva, y en eso hay cosas buenas, como una acertada dirección de actores. Lamentablemente, de la importancia del dolor sufrido por los españoles víctimas de la guerra y el franquismo solo queda una escena pretendidamente impactante por su fotografía pero que, por ser decorada por el cliché y la moralina ideológica, aborta las emociones y se evapora… la identidad.  

Más arribita, en la Europa que hoy es conmocionada por la invasión rusa a Ucrania (un drama de la vida real que abrirá nuevos capítulos de creación acerca del tema de la identidad de los muertos y los desaparecidos, de los exiliados que se llevarán el alma a cualquier rincón del mundo), el director británico Kenneth Branagh ha producido Belfast una cinta de discreta belleza que invierte solo por momentos la vida al color con retazos de películas antiguas que sorprenden a los propios personajes.

El guión fue escrito por él mismo como una semi autobiografía que le ha valido ganarse el Oscar. Cuenta desde la mirada de un niño de nueve años los prolegómenos de la guerra civil de Irlanda del Norte, a mediados de 1969, en sucesos que finalmente desataron la ira terrorista del Ejército Republicano Irlandés, y que obligaron a su familia a mudarse a Londres.

Antes y después, como lo dice una abuela cuya ternura provoca el lagrimeo, exiliados irlandeses han llevado sus tabernas a buena parte del planeta. “Por los que se quedaron, por los que se fueron, por los que ya no están”, dedica Branagh en la historia que reivindica el derecho de los católicos –ante la compasión de una familia protestante– a permanecer en su lugar porque lo único importante es ser “una buena persona”.

Tuve un bisabuelo italiano que llegó acá azarosamente y, aunque no se halló en México y se deprimió y siempre quiso volver, nunca volvió. De haber vuelto, que así son las cosas, yo no sería. La pasión que explota a la hora de los debates familiares –y que resuena hasta las inmediaciones de Lugano, en la Suiza italiana–, así como el risotto de menudencias de pollo y hongos secos en el paladar de quienes lo hemos podido disfrutar, queda como huella imborrable de su paso por aquí… y de nosotros mismos.

También tuve un bisabuelo español, de la tierra de Cantabria, que se vio forzado a dejar su patria, huérfano de padre y en situación económica difícil su madre, a emprenderla apenas cumplió la mayoría de edad para “hacer la América”, a principios del siglo pasado. Nunca le inculcó nada a los suyos de lo suyo, es decir de su identidad. O eso creyó. Porque no pudo evitar que este bisnieto se encontrara un día en un lugar que no estaba en el itinerario y que hasta su regreso se enterara que fue allá, en Santillana del Mar, donde los arenques se salan y desecan para hacer las anchoas, el lugar originario de los Pardo.

De nuestras identidades, complejas identidades, nadie debe pedir perdón.     

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