Ciudad de México, septiembre 12, 2024 07:32
Deportes Revista Digital Agosto 2024

POR LA LIBRE / Encuentros lejanos

“Recuerdo que vi por televisión  la inauguración de la Olimpiada de México 68, a sólo 10 días del trágico episodio de Tlatelolco que me tocó vivir en carne propia. Estaba demasiado fresca la herida, pero soporté inclusive la declaración oficial de apertura a cargo del presidente Díaz Ordaz…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Debo confesar de entrada que no he sido aficionado a los llamados “deportes olímpicos”, como serían el Atletismo, la Natación, la Gimnasia, el Tenis o el Levantamiento de Pesas. Mi relación con el deporte ha caminado por rumbos bien distintos, particularmente el béisbol.

Les platico que mi única vivencia relacionada con los Juegos de Verano fue bastante amarga. Me refiero por supuesto a los Juegos de México 68, celebrados en el marco de la represión violenta del movimiento estudiantil de ese año.

Recuerdo que vi por televisión  la inauguración de esa Olimpiada el 12 de octubre, a sólo 10 días del trágico episodio de Tlatelolco, que me tocó vivir. Estaba demasiado fresca la herida, pero soporté inclusive la declaración oficial de apertura a cargo del presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Seguí la transmisión en las oficinas del periódico dominical Claridades, de toros y deportes, que circulaba los domingos por la tarde-noche y en el cual yo colaboraba entonces.  Era el encargado —como años atrás lo fue mi padre en ese mismo medio—de transmitir por teléfono la reseña de la corrida de toros de cada domingo, que aparecería impresa y estaría en las calles de la ciudad menos de una hora después de terminado el festejo.  

Por lo demás, como mero espectador distante, me gusta seguir algunos eventos de las olimpíadas, como lo hice el pasado día 28 con la inolvidable inauguración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada en París, histórica por donde se le vea. Y aún nos falta la clausura.

Dicho lo anterior, quiero referirme a mi no muy intensa y menos frecuente actividad deportiva personal. Desde los 11 años, cuando mi hermano José Agustín me llevó por primera vez a un partido de béisbol en el ya desaparecido Parque Deportivo del Seguro Social de la colonia Piedad-Narvarte, me aficioné en serio a ese inigualable juego, bien llamado el Rey de los Deportes. También desde ese primer contacto, me hice fanático, es la palabra, de los Tigres de México (hoy de Quintana Roo) como lo era mi hermano mayor. Y me convertí en asiduo asistente a ese por muchos años  emblemático estadio.

También practiqué el béisbol. La primera vez, cuando iba con mis primos, los Muñoz Pinchetti, a los campos deportivos de la Cervecería Modelo en la colonia Anáhuac, justo frente a la fábrica que hasta la fecha se encuentra entre Lago Alberto y  Río San Joaquín, ya convertido éste en un viaducto.

Éramos simples llaneros, claro, que aprovechábamos sin pedir permiso el terregoso pero plano terreno al que accedíamos desde la avenida Ejército Nacional luego de atravesar un canal apestoso. Mis primos vivían entonces a unas tres o cuatro cuadras de distancia, en la calle de Arquímedes, ya del lado de la colonia Polanco.

Teníamos algunos guantes viejos y un par de bates y como podíamos completando con muchachos que por ahí se acercaban armábamos los dos equipos mochos para jugar algunas entradas. No niego que viví muchas emociones, las que ahora recuerdo con todo y el olor a malta de cebada que impregnaba el ambiente de día y de noche.

Más tarde, también con mis primos conseguimos un entrenador manager que armó un equipo ya más en serio y nos inscribió en una liga amateur organizada que tenía como sede las campos beisboleros de la Alianza de Tranviarios, ubicados por el rumbo de Iztapalapa, justo los mismos en que suele a veces jugar Andrés Manuel con sus cuates. Cada sábado debíamos comprar La Afición para saber la hora, el rival y el campo que nos correspondía, en una lista que se publicaba en ese periódico deportivo en el que por cierto se inició mi padre como cronista taurino en los años treinta del siglo pasado.  Obviamente  era para nosotros un acontecimiento semanal. Se trataba de partidos en serio, con atención estricta de las reglas, un ampáyer, campo reglamentario y, a veces, algún público.

Mi última cercanía con la práctica de mi deporte favorito fue, muchos años después, cuando varios compañeros del semanario Proceso, encabezados por nuestro querido y admirado  subdirector Vicente Leñero, nos organizamos para ir a jugar los sábados en unos campos que nos prestaba la UNAM en Ciudad Universitaria, por el rumbo de Insurgentes Sur. Esa práctica se formalizó más cuando un alto funcionario de la compañía Nestlé, José de Lima, amigo del director del semanario Julio Scherer García, llego de pronto a nuestra oficinas de Fresas 13 con un costal llenó de manoplas reglamentarias, bates, pelotas y un equipo completo de cátcher (careta, mascota, espinilleras, peto) que yo aproveché para mi puesto en esa posición.

Entre los integrantes de nuestro equipo, que a menudo también teníamos que parchar con algún espontáneo, recuerdo (perdón por las omisiones), además del ya mencionado subdirector Vicente Leñero Otero, a mi amigo y colega Gerardo Galarza Torres,  al cartonista Efrén Maldonado, a mi hijo Francisco Ortiz Pardo (que hacía ya sus pininos reporteriles) , al fotógrafo Juan Miranda, a los formadores formador Marco Antonio Sánchez y Salvador Paleo, al administrador Rubén Cardoso, a los reporteros Salvador Corro y Manuel Robles Estrada, al ayudante Ángel Sánchez  y, ocasionalmente, al escritor Federico Campbell. Habremos jugado no más de seis, siete ocasiones, seguramente a principios ya de loa años noventa del siglo pasado.

Nuestra consagración ocurrió una mañana de miércoles cuando el profesor  Froylán López Narváez, encargado de la sección de análisis de Proceso,  consiguió que nos prestaran el Parque Deportivo del Seguro Social, si, la mismísima Catedral del Béisbol, para que jugáramos ahí un partido. Nos enfrentamos a una novena de vecinos del rumbo de La Piedad. Ganamos en seis entradas con un sensacional squeeze play. Así se cumplió nuestro sueño dorado, que para algunos, como dijo Leñero, “llegó demasiado tarde”.

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