Ciudad de México, octubre 9, 2024 10:07
Ivonne Melgar Opinión Revista Digital Enero 2023

Entre el Ajusco y los cafés

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“Gracias a la generosidad de los hermanos Beltrán que portaban tarjeta de crédito, nos fuimos a curar aquella cruda vespertina al Sanborns de San Ángel con unos emblemáticos e irrepetibles chilaquiles verdes y ese café de relleno tan necesario en tiempos de tareas”.

POR IVONNE MELGAR

Íbamos en el turno 02 del plantel Sur del Colegio de Ciencias y Humanidades; el horario del jolgorio, las lagartijas y el solecito quemante del fin de año, antes del mediodía.

En enero, de regreso de las posadas, paraíso de lo que llamábamos el faje, algunas compañeras compartían en voz alta aquel gozo, con la creencia de estar enamoradas, en la expectativa de la reincidencia.

Para esa espera ilusionada no había mejor destino que el Ajusco, acaso el paisaje donde los defeños universitarios de los 80 entrábamos por primera vez en contacto con el hielo, una nieve que en trozos algunos emuladores de Aureliano Buendía amarraban en el toldo de sus automóviles como quien muestra  con orgullo una escultura efímera.

Pero en el caso de los ceceacheros y de los estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales esa no era una excursión para todos, sino para aquellos que además de tener carro se arriesgaban a seguir el recorrido de un cerro que, entre la niebla y la oscuridad, podría convertir la aventura en un susto.

Así que el ritual comenzaba con días de anticipación, cuando el osado conductor o sus más cercanos amigos pronunciaban la convocatoria de vámonos de pinta al Ajusco y se hacía la selecta lista de los posibles invitados al viaje.

Llevaba más de cuatro años viviendo en México y si bien mi madre nos invitó a Sanborns de Los Azulejos en alguna ocasión especial para que disfrutáramos las enchiladas suizas, aquella tarde del Ajusco era como una incursión inaugural a la vida restaurantera con amigos.

Aunque también podía darse el caso de que la iniciativa saltara en medio de una fallida clase larga, una vez que la tardanza del profesor se convertía en evidente ausentismo, y se activaba entre varios alumnos la propuesta de armar la caravana de dos o hasta cuatro carros.

Estando en CCH me tocó escuchar en varias ocasiones cómo se organizaban otros compañeros para el recorrido y ser invitada de soslayo para sumarme a la exploración. Pero no fue sino hasta el inicio del tercero año del bachillerato que me animé a la travesía. 

Todos pusimos para la gasolina del coche de Jorge Chávez y Martín y Manuel Beltrán hicieron una escala en la vinatería La colmena, en el centro comercial de El Relox sobre Insurgentes, donde adquirieron los pertrechos etílicos que terminarían venciendo nuestro ímpetu en un paraje polvoso del cerro. 

De solo recordar aquella mala ingesta en ayunas de vodka con jugo de naranja me vuelve el escalofrío de esa tarde de un enero helado en el que buscamos infructuosamente las emblemáticas quesadillas del “Fajusco”, sin haber atestiguado ni vivido algún pasaje que le hiciera honor al sobrenombre del lugar.

Moríamos de hambre y traíamos las monedas justas para el camión que abordamos en el CCH donde el buen Jorge nos devolvió en calidad de pésimos acompañantes.

Y gracias a la generosidad de los hermanos Beltrán que portaban tarjeta de crédito, nos fuimos a curar aquella cruda vespertina al Sanborns de San Ángel con unos emblemáticos e irrepetibles chilaquiles verdes y ese café de relleno tan necesario en tiempos de tareas para las que ninguna madrugada era suficiente.

Recuerdo cómo me deslumbraron las escaleras hacia el baño de aquel restaurante que parecía replicar una señorial plaza de algún zócalo de la República mexicana. Y la tienda contigua donde a los peluches les seguían las novedades musicales y las editoriales.

Llevaba más de cuatro años viviendo en México y si bien mi madre nos invitó a Sanborns de Los Azulejos en alguna ocasión especial para que disfrutáramos las enchiladas suizas, aquella tarde del Ajusco era como una incursión inaugural a la vida restaurantera con amigos.

Aunque ya en la secundaria técnica número 17 de Coyoacán había incursionado en la feliz práctica de los desayunos con amigas en el Vips de Pacífico, donde pedíamos café y molletes para todas.

Y ese seguiría siendo el menú en las reuniones de equipo en Ciencias Políticas y Sociales cuando nos citábamos en el Vips de Miguel Ángel de Quevedo, el café universitario de la época, junto con el de la librería Gandhi.

Aunque hacia el cierre de nuestros estudios de licenciatura nos volvimos asiduos de los tres sitios que para pasar la tarde tomando únicamente café tenía Coyoacán: el Convento, en contra esquina de La Conchita; Los Geranios sobre Francisco Sosa -ya casi llegando a Centenario- y otro sobre esa misma calle que ofrecía todo tipo de bebidas preparadas, incluyendo un maravilloso cóctel bull al que llegué acaso por alguna fortuita recomendación.

Como reportera de la fuente universitaria, en el arranque de mi oficio la oferta de puntos de encuentro, entrevistas, desayunos y comidas se amplió, sin prescindir nunca del Vips de Miguel Ángel, el Wings del Relox y el Sanborns de San Ángel, sitios donde me creía depositaria de las estrategias del futuro tránsito a la alternancia con mis admirados líderes sindicales de aquellos años: Rosario Robles, Armando Quintero, Rito Terán, Agustín Castillo, Agustín Rodríguez, Nicolás Olivos Cuéllar, Luis Bravo, Alberto Pulido…

Cuando la UNAM era el laboratorio de los experimentos que vendrían a tomar vuelo en el PRD, en el gobierno capitalino, en el IFE y en un renovado CONACYT, la grilla periodística y sus filtraciones fluyeron en La Tasca Monolo y en La Cava, dos comederos que el Distrito Federal se llevó.

Tampoco alcanzaron a ser parte de la actual CDMX Los Geranios, ni el café de la Gandhi donde se hacían recitales y presentaciones de libros, ni la encantadora terraza del bar del Sanborns en San Ángel, a la que me asomé la tarde en que volvimos atolondrados del Ajusco y en la que celebraríamos mi cumpleaños con Martín Beltrán, Gilda Melgar y Jesús Murillo una década después, en compañía del querido Carlos Nolte, en un tiempo en que los lugares con balcón a la calle eran escasos y más si se trataba del íntimo acto de beber y perder la compostura.

Y como en esta memoria compartida nos hemos prohibido la tentación de balbucear que algún tiempo pasado fue mejor, hoy que la pandemia nos hereda la gastronomía de calle en todos los rincones de la ciudad, sabemos que siempre habrá una alternativa que compense la añorada terraza que miraba al parque de La Bombilla.

Y que pronto habremos de olvidar que alguna vez sentimos envidia de las ruidosas y enfiestadas banquetas y calles peatonales de Barcelona o Buenos Aires. 

Aunque no sabemos por cuánto tiempo continuaremos experimentando nostalgia por el Ajusco de las bolas de hielo que la insaciable inseguridad nos robó.

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