EN AMORES CON LA MORENA / Eternidades de octubre
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Foto: Francisco Ortiz Pardo
Eternidad no es no morir. Es mirar el mundo —con sus pérdidas, sus contradicciones, sus luces— y aún tener la delicadeza de no volverse piedra.
Para Marijo, con el abrazo eterno.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
I. El aire que regresa
Cada octubre me recuerda que la eternidad no es un lugar, sino una respiración.
Hay algo en el aire fresco, en ese polvo que se queda suspendido entre las jacarandas sin flores, desnudas, y los gorriones que se despiden del mediodía, que me dice que nada se ha ido del todo.
Las estaciones cambian, sí, pero hay memorias que se quedan vibrando en las ramas, esperándolo todo otra vez.
Saludo a los besos largos, que cada vez se eternizan más.
He aprendido que la plenitud no consiste en el sosiego, sino en la atención: en mirar cómo la vida sigue ocurriendo incluso en su pérdida.
Eso que algunos llaman mindfulness, yo prefiero llamarlo world fullness: la actitud de abrir los sentidos hasta sentir que el mundo también nos mira.
No se trata de paz ni de renuncia, sino de presencia: de oír al viento pasar entre los edificios como si fuera un pensamiento que no nos pertenece, de ver el resplandor sobre una taza, de dejar que la respiración se mezcle con la de los árboles.
No poseer nada, ni siquiera los recuerdos, pero ser capaces de respirarlos.
En las montañas de Vancouver, el viento tiene la textura de una plegaria húmeda; huele a madera mojada, a la paciencia de los bosques que todo lo escuchan.
En Costa Rica, un río caribeño serpentea entre piedras que parecen conocer todos los nombres del agua.
Los maples se incendian en rojos a uno y otro lado de Canadá.
Allí, la caída no es tragedia: es ritmo.
Recuerdo aquel concierto de Amnistía Internacional en Montreal en 1988, cuando todavía creíamos que la música podía salvar al mundo.
Bruce Springsteen, Peter Gabriel, Sting, Tracy Chapman: himnos que nos hacían sentir parte de algo más grande, cuando la palabra “colectivo” todavía no era un eufemismo ni un eslogan publicitario.
Era un tiempo en que la esperanza tenía guitarra eléctrica, y los cuerpos se hermanaban con la voz.
Pienso que debimos vivirlo juntos, cantar esas canciones bajo el mismo aire, antes de que el ruido del mundo nos dispersara en direcciones distintas.
Tal vez en ese escenario de luces y de utopías, nos habríamos encontrado en la multitud sin necesidad de nombres.
Madrid en el octubre de hace 28 años en que no estuve allí porque era mayo.
Y el octubre en Madrid hace seis años, perdidos en una glorieta.
Hay ciudades que regresan aunque uno no las haya habitado del todo.
Cada una respira su propio aire de octubre: la humedad que abre las aceras, el olor del pan de la mañana, el rumor de las plazas donde todo se repite y nada vuelve a ser igual.
Mi ciudad con todas las lluvias posibles y todos los vientos encontrados.
Y el octubre de todos los sitios que no he conocido.
El octubre de aquel rincón de los Viveros que quedó a salvo de nosotros.
II. El mundo que duele y respira
Hay días en que el aire parece más pesado que el pasado.
Días en que el silencio duele más que el ruido.
Pienso en este país que se repite como un sueño entre la esperanza y la pérdida: en las casas que se desmoronan con los temblores y las tormentas, en las familias que pierden todo menos la dignidad de seguir de pie.
En las cifras que intentan disimular la tragedia.
En los números que repiten la mentira del progreso mientras las manos siguen vacías.
Somos el país de las estadísticas: los muertos contados, los pobres medidos, los desaparecidos promediados.
El país que reduce a los vivos a porcentajes.
Y sin embargo, entre tanta cifra, basta detenerse un instante.
Escuchar el aire.
Ver una hoja girar.
El mundo no ha dejado de hablarnos; somos nosotros quienes dejamos de escucharlo.
El world fullness consiste precisamente en eso: en recuperar la capacidad de oír la respiración de lo vivo, incluso cuando duele.
Es abrir la conciencia a lo que está —no a lo que falta—, y permitir que la compasión ocupe el espacio donde antes habitaba la costumbre.
Respirar, no como quien sobrevive, sino como quien agradece.
En el Foro LUCC, una noche de hace treinta años —no, menos, diría el clásico: treinta y cinco—, sostenía una grabadora enorme mientras entrevistaba a Saúl, el de los Caifanes.
El rock todavía era un oficio de supervivientes, una trinchera donde el deseo tenía licencia para ser peligroso.
El humo, el calor, la voz que se quebraba en la penumbra: todo parecía más verdadero, más humano.
Ella quería que desde entonces estuviéramos juntos.
Nos vimos en la imaginación.
Porque lo que sí fue, finalmente, tejió más ilusión que lo de entonces.
Y esa noche lo debimos estar.
Pero incluso eso —esa distancia, esa vida que no fue— forma parte de la plenitud.
Nada se pierde del todo: lo vivido sigue respirando en el aire, como una nota suspendida que todavía vibra.
Porque la plenitud también es eso: aceptar que algunas cosas permanecen, aunque nunca hayan sucedido.
III. El renacer en lo presente
Hace catorce años, en la India, comprendí que todo lo vivo se curva hacia la quietud.
El río Ganges no huye: fluye.
Las oraciones no piden: agradecen.
Y yo, que venía de un país con prisa, aprendí que la eternidad ocurre en el instante que somos capaces de habitar por completo.
Allí el fullness no es consigna espiritual, sino forma natural de existir: un tendero que ofrece flores al amanecer, un perro dormido bajo el polvo sagrado, un monje que sonríe sin razón aparente.
La vida, entendí, no necesita ser explicada, solo acompañada.
Por eso este octubre —aquí, ahora, con el viento del Pacífico Norte acariciando los tejados de San Francisco— me descubro respirando sin prisa.
En esta ciudad donde el horizonte se confunde con el mar, pienso en esa condena a la libertad de la que hablaba Sartre: ese peso dulce y vertiginoso de elegir a cada instante quiénes somos.
¿Qué hacemos con esa libertad que de tan nuestra se nos va de nuestras manos?
Esa pregunta que no puede responder en su película Michel Franco, ni con una reflexión, porque no va por los altibajos de San Francisco sino por una historia trunca en sus sueños.
Todos los Eros femeninos me comunican a través de todas las lunas de octubre.
La vida no siempre se corrige, pero sí se renueva.
El aire sabe devolvernos, aun sin memoria, a lo que somos.
World fullness significa estar disponibles: permitir que la existencia nos toque, sin interpretarla todo el tiempo, sin exigirle explicaciones.
Eternidad no es no morir: es permanecer conscientes.
Es mirar el mundo —con sus pérdidas, sus contradicciones, sus luces— y aún tener la delicadeza de no volverse piedra.
La actitud de existir antes que las esencias.
El viento sopla, la hoja cae, la vida continúa.
Cada respiración es un regreso.
Cada octubre, una promesa.