Ciudad de México, noviembre 21, 2024 10:07
Mariana Leñero Opinión Revista Digital Julio 2023

Eugenia, amanecer y atardecer en mi vida

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Lo que te tocó, te tocó. A Eugenia le era imposible perderme de vista y yo no podía, aunque quisiera, desintoxicarme de las ganas de estar con ella”.

POR MARIANA LEÑERO

Eugenia es mi hermana y también es mi mejor amiga. Siempre hago la distinción porque Eugenia y yo nos elegimos como compañeras de camino sin que la genética lo impusiera.

No hay mejor regalo en la vida que sentirse querida y querer alguien como yo la quiero. Sin dudas y sin miedos.

Un amor de sangre cubierto de amistad, de detalles, secretos, chistes, lágrimas, historias pasadas y presentes. Siempre que pienso en ella me la imagino como cuando el sol pinta el cielo al llegar y antes de despedirse. Con diferentes colores dependiendo de la estación del año.

Pero este amor tan fuerte como una muralla y largo como los kilómetros que hemos recorrido juntas, no surgió desde el primer día que nos conocimos.

En sus primeros cuatro años de vida Eugenia fue la princesa de la familia: querida por la tía, por la prima, por la hermana, por la vecina, por el cartero… Pero un día, como bulto de caca (o así es como me imagino que Eugenia me vio) llegué en brazos de mi madre a patearle el trono.

Cuenta, ahora entre risas, pero por mucho tiempo embarrada por la culpa, que en el primer instante que mi madre me dejó en la cuna, me plantó, en mis colorados y vírgenes cachetes, un pellizco de abeja emputada. Pellizco que daría inicio a una película llena de pleitos, jalones y berrinches.

A nosotros la trama de la película nos valía madres, pero en cambio a mi madre le quitaba el sueño: “pero mijita ¿cuándo se van a dejar de pelear?” –Nunca, pensábamos— aunque el corazón sabía que eso era mentira.

El guión de nuestras peleas era simple: ¡mamá, ella me jaló primero!, ¡papá, ella me empujó después!, que ya te tocó a ti, que apúrate, que me dejes en paz… Pleitos, gritos que, como zumbidos de mosquito de noche, enloquecían a todos los que vivían en la casa.

Con el pasar de algunos años y la llegada la pubertad de Eugenia, la indiferencia tocó a mi puerta. Eugenia se retiró de la batalla. Había cosas más interesantes por las que estar peleando. Mi primer desaire.

Ser ignorada es peor que la batalla misma pero no me resigné y me la pasé jodiendo, rogando por atención y persiguiéndola como perrito faldero. Si ella jugaba con matatenas, yo jugaba con matatenas; si le gustaban los esquites con crema; a mí me gustaban los esquites con crema; si coleccionaba servilletas, yo quería coleccionar servilletas, convirtiéndome así en una estorbosa cópialo-todo que la hacía enojar aún más.

Y fue así como aprendí que el dicho “el que bien te quiere te hará sufrir”, podía ser verdad. Pese a que Eugenia no se interesaba en mí, en la hermandad no hay sitio para pausas o desaires. Lo que te tocó, te tocó. A Eugenia le era imposible perderme de vista y yo no podía, aunque quisiera, desintoxicarme de las ganas de estar con ella.

Dormíamos en el mismo cuarto, usábamos el mismo baño, desayunábamos, comíamos y cenábamos la misma comida, teníamos que cumplir las mismas horas de deberes y aprovechar las mismas oportunidades para ver la tele.

Sin embargo, estoy segura que esta relación impuesta por nuestra condición de hermanas fue sin lugar a dudas un aprendizaje esencial para nuestras vidas: aceptar, tolerar, negociar, perdonar, amar e inclusive odiar sin asustarse… Con Eugenia era imposible cambiar de canal o pasarse a la otra acera. Nuestra relación no se podía romper, había que fletarse los mismos pleitos, las mismas discusiones, los mismos defectos, las mismas virtudes, así, como rueda de la fortuna.  No sabíamos que en ese andar de parecer impuesto y de rutina obligada estaba el encanto de la vida misma. Formábamos nuestra amistad de amaneceres y atardeceres brillantes, nostálgicos, espectaculares y eternos.

En los comienzos de la juventud, nuestra rutina, como el despertar de un sueño, se rompió por nuestras diferencias. Eugenia en el “hit” de su juventud. Yo mientras tanto me cuestionaba si en algún momento podría aspirar a verme algo parecido a ella, aunque fuera un poquito.  No había joven que no se detuviera a verla, no solo por su belleza sino por su carácter fuerte y confiado. Guapísima, con su pelo dorado, cara brillante, con una cinturita  sostenida por unas nalgas mejor formadas que las de Jennifer López. En contraste:  yo, atravesando la edad difícil –no solo de carácter—, eso era lo de menos, sino en  la edad del cachete inflado,  de los bigotes de Pancho Villa, de chichis contrariadas en su proceso de ser o no ser y apretándome el cinturón para ver si se formaba alguna curvita.

Ya ni pensar en pleitos, ni en: “¡mamá ella me jaló primero!, ¡papá ella me empujó después!”   Ahora me tocaba mirarla brillar y aprender de ella.  

En esa época Eugenia me enseñó a no temerle a la envidia. Si bien sabía que carecía de sus atributos deseados y por momentos había querido ser yo ahora la que le apachurrara sus nalgas como abeja emputada, en realidad Eugenia me inspiraba. La admiraba, me sorprendía y me enseñaba otro camino. Aprendí a observarla y a encontrarme en la diferencia. 

Nos separamos. Pero fue paciente nuestro cariño porque nos volvimos a encontrar como si nunca nos hubiéramos ido. Ahora que estamos juntas me sorprende su capacidad de ser agradecida y su facilidad con la que admira los milagros de la vida. 

Cuando Eugenia me dice que no, es no. Me dice la verdad aunque me duela; me acaricia el corazón cuando lloro; me acomoda la canica y nos reímos, ¡ay sí! cómo nos reímos cuando estamos juntas. 

Hemos sido espectadoras y participes de nuestras idas y venidas, de nuestros anhelos, fracasos y logros. 

Eugenia mi hermana y mi mejor amiga. Es amanecer y atardecer.  Estoy segura que estaremos juntas cuando la noche llegue para disfrutar  –como lo hemos hecho hasta ahora— la vida.

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