Ciudad de México, enero 14, 2025 23:32
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Helados y mandalas

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Habrá que tener compasión por quien usa la cortina de una ‘ciencia’ y una ‘ética’ para ocultar su vocación por la deslealtad y la ingratitud”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Para el padre Álvaro.

En la espiritualidad oriental, existe un microcosmos y un macrocosmos, uno el espejo del otro, algo que también tiene su propia expresión en el cristianismo a través de la historia de Jesús. Un día de enero, como el de hoy, recibí un bulto en el que venía un calendario de lunas, tan bellas como la “luna tranquila”, llena, de estas noches. Incluía la obvia intención de la remitente de mantenerme atado, cuando ella se movía a sus anchas en los fangos de la traición. Enfatizaba en una tarjeta cómo es que mi amor le había cambiado la vida y me orillaba a un compromiso con la expresión de que cada uno de los meses siguientes de aquel calendario ella recordaría cada camino que recorrimos juntos, “de la mano”. Pobre de aquel que estuviese en ese momento a su lado.

Me pregunto de qué está hecha la farsa, cuya trampa es intentar seducirnos con las palabras que queremos escuchar y cómo el (des)amor puede también ser análogo a la política. Y las dudas psicoanalíticas de cómo lo debemos tomar, porque en ello está la trampa de probarnos en nuestra propia nobleza. ¿Cómo si alguien nos habla lindo al oído o nos baja la luna le vamos a dar un rechazo? Por supuesto que el farsante necesita serlo en su sobrevivencia y, cuando es descubierto, intenta llamar la atención con cualquier forma de indiferencia o desprecio, como un bloqueo por el WhatsApp, por ejemplo, la anulación como violencia afectiva: la última y más desesperada forma de castigo para sobrevivir en la misma farsa y con la misma mala vida, pues la prueba de ello es que quien le da amor, no le llena. Y alguien tiene que ser culpable.   

Para mi sorpresa, la triste efeméride de la histeria, en estricta definición freudiana, coincidió con que acabo de recibir un paquete de Amazon, que sin confusión lleva mi nombre, con un estuche con colores, sacapuntas, lápices, borradores. Un extraño regalo para alguien que escribe y sólo suele garigolear en una servilleta de cafetería para aclarar las ideas. Me acordé que, pasado aquel desazón que todo complicó en mi vida con más dolor, mi tanatóloga, Hanae, me había regalado un álbum de mandalas para colorear, impresas en un fino papel. He decidido que permanezca en el misterio la generosidad de quien me mandó el estuche, habida cuenta de que lo importante es el reflejo del afuera para mi microcosmos.

Convertidos como tantas otras cosas profundas en una moda, los mandalas han pasado de la espiritualidad al Instagram. Se trata de unos diseños geométricos que parecen sacados de un sueño psicodélico. Desde tiempos ancestrales, los budistas los usaban para meditar y conectar con lo divino, los hinduistas los veían como mapas del cosmos y los artistas los han utilizado como expresión creativa desde tiempos inmemoriales. Ahora hay mandalas en tazas, camisetas, cojines y hasta en las uñas de tu influencer favorita. Pero lo importante es la serie de beneficios que dan: reducen el estrés, aumentan la concentración y nos conectan con nuestro yo interior. ¿Por qué estos dibujitos tienen tanto poder? La respuesta está en su simbolismo. Cada línea, cada color, tiene un significado profundo que varía según la cultura y la tradición. Para los budistas, un mandala representa el universo y la interconexión de todas las cosas. Para los indios (de India), es un mapa del cosmos y una herramienta para la meditación. Y para nosotros, herederos de la cultura judeocristiana, es una forma de expresión artística y una vía para relajarnos y encontrar la paz interior. Colorear un mandala es para los niños una forma de meditación.

Poco antes de recibir mis colores Álvaro, el carismático párroco del Señor del Buen Despacho, en Tlacoquemécatl del Valle, y de las iglesias de la parte sureña y central de la colonia Del Valle –que ha provocado un verdadero fenómeno comunitario, particularmente entre chavos que hoy retacan sus misas–, en vez de llorar la reciente muerte de su padre dejó en su sermón una “tarea” para los feligreses: que vayan esta semana a comprarse un helado, por sencillo que sea, y lo gocen a la memoria de su progenitor, a quien le encantaba el suculento postre. Conmovido con eso, yo escribí estas líneas:

El helado también era un recordatorio de la transitoriedad de la vida. Al igual que el helado se derretía en sus manos, así se desvanecían los momentos de felicidad. Y sin embargo, esa fugacidad era lo que hacía que cada instante fuera precioso. El hombre se dio cuenta de que la vida terrenal era como un helado: había que saborearla lentamente, disfrutando cada bocado, consciente de que tarde o temprano se acabaría.

Al compartir su helado con un niño que pasaba por allí, sintió una conexión profunda. Era como si, a través de ese pequeño gesto, estuvieran compartiendo algo más que un simple postre. Estaban compartiendo un momento, una sonrisa, una conexión humana. El helado, en ese instante, se convirtió en un puente que los unía, un símbolo de la comunidad y de la solidaridad.

Al terminar su helado, el hombre se sintió renovado. Había encontrado en ese pequeño placer una profunda reflexión sobre la vida, el tiempo y la conexión humana. El helado, más allá de ser un simple postre, se había convertido en una metáfora de la experiencia humana en toda su complejidad. Y así, con el corazón lleno de paz, se levantó de la banca y continuó su camino llevando consigo la dulce sensación del helado y la sabiduría que había encontrado en él.

Cualquiera podrá tener dudas sobre si la fe abate o no la desolación, la desesperanza. Lo cierto es que hay cosas que ocurren sin que nunca vayan a poder ser explicadas. Una de ellas es sobre los contrastes que pasan en nuestra vida de un invierno a otro. Y lo que inexorablemente uno tenga que soportar como un intenso dolor por su enorme capacidad de amar; a veces casi al suicidio. En ese sentido, habrá que tener compasión por quien usa la cortina de una “ciencia” y una “ética” para ocultar su vocación por la deslealtad y la ingratitud. Así que me dispongo a colorear mis mandalas. Y comer un helado de mamey en el parque, mi favorito, de preferencia eligiendo uno de estos días que transparentan los volcanes bajo un cielo azulísimo. Pienso compartirlo en mi cabeza con todas esas mujeres, nobles y solidarias, que he tenido la fortuna de cruzarme en la vida.

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