El ilustre HHH: hache, hache, huarache
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Alumnas del HHH. Foto: Especial
“Entre las casonas porfirianas y de estilo Art Decó, muy propias de la colonia Roma, este moderno edificio con patio central resaltaba como el marco ideal para que las futuras secretarias ejecutivas dominaran el oficio MMC, es decir, Mientras Me Caso”.
A los escritores José Emilio Pacheco y José Agustín.
In memoriam
POR PATRICIA VEGA
Las ciudades se construyen, destruyen y reconstruyen todos los días. En ese devenir transcurre nuestra vida. Es una verdad de Perogrullo, sin embargo y a pesar de ello pocas veces me he detenido a reflexionar sobre las implicaciones de estos cambios en mi vida. Así que cuando me invitaron a escribir sobre la gentrificación de la colonia Roma, los recuerdos enterrados de mi infancia en la capital del país volvieron a ocupar primer plano en mi cerebro, ahora bajo otra perspectiva: lo que para muchos ha sido signo de evolución y modernización de la ciudad, para otros ha sido un proceso que expulsa a los habitantes originales ante la especulación inmobiliaria y el encarecimiento de las zonas urbanas que dejaron de ser residenciales para dar paso a todo tipo de actividades comerciales.
La historia va más o menos de esta manera. Aunque nací en 1957 en Tijuana, Baja California, diez años después mi familia me trajo a rastras, en su traslado, a la ciudad de México y ubicó su residencia en la colonia Cuauhtémoc, la colonia de los Ríos.
Con la educación primaria a medias, ingresé al 4to. año de primaria en febrero de 1967 cuando el año escolar ya había empezado. Así que además de ser la más nueva del grupo era la norteña, la que hablaba con acento y palabras raras que hacían reír a mis compañeras.
Entrecierro los ojos y flotan con claridad las imágenes del rectilíneo y adusto edificio –muestra de la arquitectura funcionalista muy en boga en esa época—en el que durante años se ubicó la escuela inglesa para señoritas Helena Herlihy Hall en la calle de Puebla No. 329, esquina con Cozumel, en la entonces céntrica colonia Roma Norte. Le decíamos cariñosamente “El Helen” o ya más en son de guasa el “hache, hache, huarache” que, junto con el Maddox y el Oxford fueron las instituciones escolares británicas más importantes de la época.
Entre las casonas porfirianas y de estilo Art Decó, muy propias de la colonia Roma, este moderno edificio con patio central, gruesas columnas y largos corredores que daban paso a los salones de clases que se repetían en unos tres pisos, resaltaba como el marco ideal para que las futuras secretarias ejecutivas, bilingües y con acento británico dominaran el oficio MMC, es decir, Mientras Me Caso. Reflejo muy ad hoc de la modernidad a la que México aspiraba en ese entonces.
Era la época en la que se estrenó en el cine Latino la película Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli y la muchachada moría de amor por el actor británico Leonard Whiting y en la radio sonaba el fresísima grupo de rock The Monkeys –competencia chafa de los Beatles– a quienes también veíamos en la televisión con el chaparro David Jones entre sus integrantes y cuyos cromos a todo color tapizaban las paredes de las recámaras de las niñitas bien de entonces. Como estaba en la primaria, esa época la viví en el país de Babia, lejos de los asuntos de las señoritas que aspiraban a casarse con sus jefes.
Durante los recreos jugábamos voleibol en el enorme patio de la escuela que era, también, el deporte de moda para las señoritas bien portadas. La algarabía provocada por los partidos llegaba hasta los edificios vecinos. Será esa la razón de que me marcara tanto el silencio obligatorio que tuvimos que guardar durante el movimiento estudiantil de 1968, ante la posibilidad de que los jóvenes que marchaban por la avenida Reforma llegaran a la escuela en busca de que las alumnas mayores, las de la carrera de Comercio, se unieran a sus filas. Así que al grito de las monjas de “ya vienen los estudiantes” todas nos escondíamos bajo los pupitres en un silencio sepulcral. Ni el zumbido de una mosca se escuchaba. Era como si la escuela estuviese vacía, sin alumnas ni maestras.
Generalmente mi mamá me recogía a la salida de la escuela y nos íbamos caminando a casa. Dábamos vuelta en Cozumel y seguíamos en línea recta hasta atravesar la avenida Chapultepec, seguíamos por la calle que cambiaba al nombre de Toledo y pasábamos entre las oficinas del IMSS y del restaurante italiano La Lanterna. Atravesábamos la avenida Reforma y al seguir en línea recta la calle recibía y lo sigue haciendo el nombre de Río de la Plata y tantán: al llegar a Río Lerma ya estaba a media cuadra de mi casa.
Durante el cotidiano recorrido a pie a lo largo de los tres años finales de la década de los sesenta, pude atestiguar lo que el cronista de la Ciudad de México, Salvador Novo, describió a la perfección en su famosa guía dedicada a la capital mexicana (con magníficas fotografías de Rodrigo Moya) y publicada en 1968 por la casa española Ediciones Destino:
“La Segunda Guerra Mundial atrajo a México inmigración y capitales fugitivos, y provocó con ello un cosmopolitismo refinado en hoteles y restaurantes de lujo. Una disposición gubernamental –las horas corridas de trabajo en oficinas y comercios—modificó radicalmente las costumbres urbanas al abolir la antigua de viajar a casa para una lenta comida con plácida siesta. Se entronizó, para la clase media, el “lunch” múltiplemente ofrecido cerca de oficinas, tiendas y talleres; y para los gerentes la comida de negocios en clubs elegantes […] o en restaurantes con ladies’ bar”.
Ese fue el comienzo de la transformación de la colonia Roma que hoy conocemos…