EN AMORES CON LA MORENA / Inventando un país en Ashbury
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Al paso por Haight Street. Foto: Francisco Ortiz Pardo
‘En mi país está el inside de esos sueños libertarios, la rebeldía que vuelve el cuestionamiento una filosofía de vida’.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Aquellos que vienen a San Francisco
asegúrense de usar algunas flores en su cabello.
Para aquellos que vengan a San Francisco
el verano será un amor allí dentro.
John Phillips.
Ya nadie se acuerda de Janis Joplin. Frente a su casa, un edificio estilo victoriano, que hoy luce impecablemente pintado de rosa, nadie se para a tomar una foto. Hasta allí he llegado por la adivinación, en realidad. A pesar de que la mítica cantante aparece pintada en los muros de este emblemático barrio de Haight-Ashbury de San Francisco, donde predominan establecimientos vintage, cafés con reminiscencias setenteras y tiendas asombrosas de música, nadie acierta con la ubicación. Ni el anciano de tierna sonrisa y ojos rasgados que atiende un negocio de artículos tibetanos ni la artista psicodélica de una galería. Tampoco los que emulan a la rockstar como en una comuna de banqueta, con sus cabelleras largas y despeinadas y tocando la guitarra. Intrigado por verme en una Comala californiana le pregunto a la chica de veintitantos que me sirve un café exprés en un establecimiento mom and pop, si ha escuchado hablar de ella. “No, creo que no”, dice sincera antes de sorprenderse con mi comentario de que se trata de una de las mayores leyendas de la historia de la música popular.
Aunque de acuerdo con algunos estudiosos del tema no es cierto que el movimiento de los hippies detonó con el “verano del amor”, en 1967, pues con su carácter anarquista-comunitario existió justamente en Haight-Ashbury desde un par de años antes, fue en esa fecha cuando San Francisco se convirtió en “la capital mundial de la música”. Esa ocasión asistieron a un festival denominado Human Be-In entre 70 mil y 200 mil jóvenes (según quién lo diga) provenientes de todo Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. De la versión más psicodélica de los Beatles, que además ese mismo año estrenó All you need is love, que se convirtió en un himno, surgió una de las grandes influencias del festival, realizado en el Golden Gate Park, adyacente al barrio. Las fuerzas del orden fueron permisivas ante el proclamado –y practicado— “sexo, drogas y rocanrol”, tal vez el más lejano antecedente que ha hecho a la ciudad de San Francisco un ícono de la libertad sexual y la despenalización del consumo de la mariguana.
Janis Joplin murió en Los Ángeles (oficialmente por sobredosis de heroína) por encontrarse allá grabando un disco, aunque seguía viviendo en Haight-Ashbury. Jimmy Hendrix, el virtuoso guitarrista, también vivió en el barrio y, como ella, murió a la edad de 27 y en el mismo año: 1970. Ellos, junto a bandas como la británica Pink Floyd, fueron íconos del “verano del amor”; y de allí se volvieron una leyenda. Al estar yo parado largamente frente al edificio en Ashbury 635, la casa de La bruja cósmica, trato de entender por qué nadie me acompaña al ritual, que para mí es obligado.
Unos días antes no entiendo aún cómo deambular por San Francisco cuando llego al Golden Gate Park. Me entero después que he tomado la ruta más larga pero que gracias a eso entro directamente a Hippie Hill, el lugar exacto del “verano del amor”. Ignorando eso, me tiro en los prados verdísimos como si no lo pudiera evitar, antes siquiera de dar un buen vistazo. A espaldas de mí queda una especie de palacete de herrería blanca destinado al Conservatorio de las Flores.
Contra la ley de la inercia, después de varios minutos me pongo de pie para recorrer el enorme parque, incluidos esos rincones que son memoriales y un lago con gansos como de cuento. Llego a un sitio prácticamente escondido que resulta famoso, el Shakespeare Garden, donde únicamente la voz suave de una chica que habla por su teléfono compite con el canto de las aves. Parece el lugar indicado para hacer una meditación; pero los rayos del sol se cuelan entre los árboles para dar directo en mi cabeza. Existen otras salidas del parque pero algo extraño me hace volver a Hippie Hill.
Hay unas sillas verdes de madera pero yo prefiero sentarme en ese césped perfecto en la pendiente, a la sombra de un altísimo eucalipto, a unos pocos metros de donde un par de hombres descamisados broncean sus espaldas. Allí mismo invento mi micronación, el lugar más adecuado para vivir con el aire más puro y el cielo y la mente más despejados. Estipulo el amor romántico, en la confianza y lejano de la deslealtad; es en el que cada quien, como en la canción, lleva algunas flores en el cabello sin que el otro tenga derecho a expropiárselas con sus celos ni con sus afanes posesivos.
Aquí no hay demagogias sobre lo moralmente correcto desde el lado de la disidencia. La frustrada anarquía hippie es recompensada con la libertad que termina en el derecho de los terceros, como no tirar basura o no llevar a los perros sin correa; puedo sonreírle a una mujer, espontáneamente, sin que ella responda de otra forma que con una sonrisa despojada de suspicacias. Todo es música y también todo es silencio. En mi pequeño país nadie se mete en lo que no le importa ni lo que hacen las minorías es exaltado porque no hace falta. Sentado sobre estos prados sintetizo una geografía con lo mejor que esta ciudad le ha legado al mundo con gente de todo el mundo: Ese mural psicodélico de colores, sabores, costumbres, sonidos e imágenes; santuario de perseguidos políticos y exiliados del hambre, el maltrato doméstico y la injusticia social; los derechos conquistados por toda esa comunidad que no es la heterosexual. Y, sobre todo, la hermandad que los hippies tomaron de la mejor tradición de oriente y la esparcieron por toda la urbe y su bahía.
En mi país –donde por supuesto se proclama el rechazo a cualquier guerra— está el inside de esos sueños libertarios, la rebeldía que vuelve el cuestionamiento una filosofía de vida: la duda permanente en la reinvención del ser y el estar y también de la colectividad. Por eso no quiero un país perfecto, sino uno que reconozca las imperfecciones de todos, donde esos todos suelan darle cotidianas cachetadas a los egos. Y donde nunca se piense que la libertad de unos consiste en la opresión o la marginación de otros, ni por su condición social ni por sus ideas: ni tres ni cuatro deben ser pisoteados.
Por uno de los andadores miro pasar un hombre moreno y una mujer rubia de treinta y pico, con un perro de raza pequeña. Se ven especialmente contentos, derrochando el tiempo en plena mañana de este jueves de inventar un país. Entonces abro una ventanita que da a la calle, donde transitan todas las culturas y sus subculturas, que parecen multiplicarse y confundirse. Quiero que mi país tenga una muy buena relación con ese outside, no el del consumismo ni el de las infames formas del descarte humano.
Apenas he esbozado esta pequeña nación, es cierto, cuando siento la humedad del pasto en la parte trasera de mi pantalón; me levanto para continuar mi camino.
Un palacio de lámina blanco ilumina el sol frente a los prados de los que ponen su amor en sillas verdes.
Un piano mal tocado de quien grita en español que ella llorará, disgusta al silencio de los que derrochan el tiempo en inglés.
El viento frío el que engaña al otoño sin que caigan la hojas, cuando yo voy a saludarme al Golden Gate Park de San Francisco.
La penuria no llega aquí por la desdicha sino por quien se come a besitos por los otros, sin el menor pudor ante la avaricia.
Hay una diadema de flores de explicaciones sensatas, rodeando a los gansos y los peces que ya no dicen nada .
“Obviamente”, dice ella mientras toma esa foto, agarrado su cabello con una oración; camina cada dos pasos en busca de un destino.
Todos somos chinos de cualquier lugar del mundo Y es un día cualquiera cuando yo voy a saludarme al Golden Gate Park de San Francisco.
Mil perritos pasean encadenados por sus dueños libres. Las bicicletas andan sueltas sin que nadie pedaleé.
Memoriales esconden los jardines, refugios de los dolientes que los visitan. Los recuerdos se graban en placas de las bancas.
Cada segundo de las tres horas que medito, transcurre al paso de parsimoniosos corredores de la vida, sin que nadie se percate, todavía.
No es diferente a todo lo que siento; pero en el Golden Gate Park de San Francisco me saludo con un poco menos de capricho.
Como imaginando un país propio. Una serie de relatos de Libre en el Sur.