EN AMORES CON LA MORENA / Invisibilidades
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Otros otoños. Foto: Francisco Ortiz Pardo
“Quizá la única manera de narrar lo invisible sea esta: dejar que aparezca con pudor, sin adjetivos rimbombantes, como quien abre una ventana para que entre el aire”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay cosas que no se ven porque son pequeñas. Otras porque son demasiado grandes para caber en el campo de visión. Y están las que no se quieren mirar, ésas que se apartan con la misma destreza con la que se aparta el polvo cuando viene visita: se barren hacia una esquina de la conciencia y se cubren con muebles vistosos. Son las invisibilidades.
La indiferencia es una forma de invisibilidad. Es no atreverse a ver. En su lugar se levantan escaparates de cosas concretas: coches nuevos, viajes planeados con prisa, la conversación ruidosa sobre el siguiente gadget, la foto en el restaurante perfecto, con la sonrisa perfecta; la imagen que promete bienestar aunque por dentro haya un derrumbe. Objetos y planes para tapar el hueco. Un hueco que no se llena y que, sin embargo, dicta la coreografía interior: un vacío que come a quien lo niega.
A la necesidad budista del silencio —esa pausa que podría dar sentido y sosiego— se le opone la estridencia de los objetos, que de todas formas guardan ilusiones. En medio de ese vacío nacen también las mitificaciones contemporáneas: relatos simplificados que prometen salvación —la pareja ideal, el éxito fulminante, la felicidad inmediata—. La psicología social las llama creencias compensatorias: narrativas que el cerebro fabrica para soportar la incertidumbre o el miedo. No son solo cuentos ingenuos: son mecanismos colectivos para negar la complejidad. Nos repetimos que todo está bien si compramos, si logramos la foto perfecta, si encontramos “el amor de nuestra vida”, aunque en el fondo solo estemos fabricando un refugio ilusorio para no mirar lo que duele.
León Gieco escribió su canto más conocido —Sólo le pido a Dios— y Mercedes Sosa lo convirtió en himno mundial al interpretarlo. En él se pide “que el dolor no me sea indiferente”. Tal vez intuía que la indiferencia es la primera operación con la que fabricamos lo invisible: apartar lo incómodo para mantener la calma aparente. El Papa Francisco, en su homilía de Lampedusa (2013), advirtió algo semejante: “Hemos caído en la globalización de la indiferencia; nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, ya no lloramos por los dramas ajenos”. Un diagnóstico incómodo para sociedades que prefieren distraerse antes que conmoverse.
En ese mismo vacío se ha ido extinguiendo algo esencial: la compasión. No la lástima superficial, sino la capacidad profunda de hacerse cargo del dolor ajeno. Estudios recientes en psicología social advierten que la exposición constante a imágenes de tragedias y el ritmo acelerado de la vida digital generan “fatiga por compasión”: un cansancio emocional que conduce a la anestesia moral. Cuando el sufrimiento se vuelve paisaje —scroll tras scroll—, la empatía se desgasta. La carencia de compasión no es maldad pura; es agotamiento, pero también una decisión cultural: mirar menos para sufrir menos. Y así, poco a poco, la compasión se sustituye por indiferencia elegante, por discursos sobre resiliencia que culpan a la víctima de no recomponerse con rapidez.
Esta sofisticación alcanza también a los vínculos afectivos. Vivimos en tiempos que Zygmunt Bauman llamó amor líquido: relaciones frágiles, cambiantes, que prometen libertad y ligereza, pero a menudo fabrican nuevas invisibilidades. La parte ciega de ese amor líquido es su disfraz de emancipación: parece liberarnos de compromisos asfixiantes, pero en realidad puede esconder miedo a la intimidad, a confrontar heridas, a mirar la vulnerabilidad propia y ajena. Muchos vínculos se deslizan como agua sobre una superficie pulida; dejan apenas huellas invisibles pero profundas. Y quienes quedan heridos en ese deslizamiento deben ocultar su dolor, porque se espera que sonrían y sigan flotando en la modernidad líquida.
En mi generación, la X, al menos se buscaban respuestas ante la confusión. Nos perdíamos, sí, pero había hambre de sentido: libros subrayados, conversaciones interminables, preguntas incómodas. Hoy predomina una mimetización que justifica la invisibilidad de unas generaciones a otras. Lo visible ha tomado el lugar de la búsqueda; se confunde exhibir la herida con comprenderla. Aparece la victimización como espectáculo, mientras lo esencial —esa sencillez sin adjetivos, el caminar tomado de la mano con alguien— sigue siendo invisible. Y, paradójicamente, ahí reside su belleza.
La invisibilidad, sin embargo, no es solo íntima. Tiene arquitectura social. En estudios de género y sociología, se usa el término para nombrar trabajos y realidades sistemáticamente negadas: el cuidado no remunerado que sostiene la vida cotidiana, la discriminación estructural que se oculta para mantener la comodidad de quienes nunca han sido marginados. En América Latina, organismos como la CEPAL calculan que las mujeres dedican tres veces más horas que los hombres a cuidar a otros sin salario ni reconocimiento, mientras el discurso dominante aplaude su “capacidad de amar” y calla el desgaste. Invisibilidad social.
En psicología y filosofía, la invisibilidad se convierte en ceguera selectiva: un mecanismo de defensa para negar traumas, desigualdades o violencias normalizadas. Quien fue herido guarda el dolor en sótanos interiores para seguir funcionando; pero al no mirarlo, puede reproducirlo sin darse cuenta. Ahí viven los maltratos emocionales silenciosos: la manipulación afectiva, el uso utilitarista del otro como una reparación fallida para luego desecharlo. También ahí se aloja el mandato masculino de no llorar: una norma de género que enseña que mostrar fragilidad es debilidad. Las emociones pasan de invisibles a ocultas, secretas; se vuelven una vida interior encriptada que nadie toca y que termina por doler en silencio.
En yoga existe una práctica llamada trataka, un ejercicio de los ojos que consiste en mantener la mirada fija en un punto —a menudo una llama— y también en desplazarla suavemente de un punto a otro sin mover la cabeza, para ampliar el campo visual y purificar la vista. Estudios en fisiología ocular y psicología contemplativa han observado que mejora la concentración, reduce la ansiedad y favorece la introspección profunda. Pero, como toda disciplina yoguística, no es sólo física: también se trata de entrenar la mirada para percibir lo que normalmente permanece oculto. Y entre esas cosas invisibles están las emociones, que exigen valentía para ser vistas y aceptadas antes de seguir lastimando desde la penumbra.
El aire del otoño —ese que se cuela frío pero amable por las ventanas— es invisible. Sin embargo, uno lo siente entrar a los pulmones, como si llenara de algo especial. Es una sensación que no necesita mostrarse para existir. Así son los dolores del alma: soplos que no se ven pero que oxidan la respiración, que alteran el ritmo de quien los carga.
Quien hiere, muchas veces, desaparece después para volverse más presente en la herida que deja. Se va, pero se queda tatuado en la mente del otro. Esas personas aprendieron a seguir ese mandato silencioso: soltar lo amado, incluso aquellos otoños irrepetibles, de besos largos y reales, donde se podía dibujar un mundo mejor —ese mundo mejor que Octavio Paz describió como una aspiración invisible, presente aunque no se nombre, latente en cada gesto que intenta dignificar la existencia—; y en su lugar claudicar, vivir con lo más visible e inútil de todo, que es lo de utilería, porque vulnerarse es perder poder. Y los que observan, los que podrían tender un puente, se vuelven cómplices por el simple acto de mirar hacia otro lado. Porque mirar exigiría incomodarse; reconocer que quizá uno mismo ha hecho daño o ha permitido que alguien lo haga. Es más fácil callar, distraerse, consumir. El aburrimiento también es invisible.
Hombres que no lloran porque “no se debe”, y que por la misma regla no saben avalar las lágrimas de otros hombres. Mujeres que fueron maltratadas y aprenden a infligir un dolor distinto —más pulcro, más psicológico— a otros hombres que ni la deben ni la temen, porque así sobrevivieron. Y un entorno que prefiere no registrar ese daño porque no encaja con el guion de víctima y victimario que da tranquilidad moral. Todos callan para no ver.
Mientras tanto, seguimos poblando redes con mitos: amores que parecen películas, vidas “plenas” que caben en un carrete de treinta segundos, éxitos que no cuentan el precio. La cultura de la inmediatez convierte lo invisible en ruido de fondo: nos adiestra a no detenernos, a no incomodarnos. Así, la globalización de la indiferencia que denunció el Papa se perfecciona cada día: scroll infinito para no mirar, consumo para tapar, mitos para calmar el vértigo. Y con ella se erosiona nuestra capacidad de compasión, sustituida por un “ánimo” rápido, un emoji y el paso a la siguiente distracción.
Quizás la única manera de narrar lo invisible, que es el tema de nuestra revista digital de octubre, sea esta: dejar que aparezca con pudor, sin adjetivos rimbombantes, como quien abre una ventana para que entre el aire. Atreverse a mirar donde nadie quiere mirar y a poner palabras en lo que parecía solo silencio.
Las invisibilidades no son ausencia: son una presencia negada. Siguen ahí, agazapadas, mientras se sobrepinta la fachada con metas y discursos de fortaleza, éxito, resiliencia (¿puedo decir que es un término estúpido sin ser sujeto al linchamiento en redes sociales?). Ay, las redes sociales: dicen visibilizar pero, en realidad, invisibilizan cada vez más; cubren con ruido la incomodidad de mirar, vuelven espectáculo lo íntimo y entierran en scrolls infinitos lo que importaba.
Nombrar lo invisible no es moda de terapeuta. Es un acto de resistencia íntima y social: mirar al vacío para que deje de devorarnos, porque lo invisible es hermoso aun cuando se trate de un dolor vuelto poesía. Tal vez entonces podamos respirar ese aire otoñal sin miedo, sintiendo que lo que entra es vida y no el recordatorio de todo lo que no se quiso mirar.