A sabiendas que mañana tendré que caminar más de mis 10 mil pasos, dobletear mis ejercicios en la bicicleta estática y otros aparatos, espero ansiosamente la dicha de consumir dos de los “timbales”, y no resentir la ausencia de la mentada “guajolota”.
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Inicio este texto en pleno Día de la Candelaria, en que se conmemora la presentación del Niño Jesús en el templo, pero más que referirme al significado religioso, lo haré por el lado alimenticio. Sí, es el día que por tradición se comen tamales de todos colores y sabores. En lo personal confieso que soy adicta a los salados, de preferencia verdes de queso con pollo. Pero además, mi muy refinado paladar me exige que los prepare como la muy calórica “guajolota”.
Si, a sabiendas que ese placer se contrapone con mi hábito sano de mi ingesta diaria de alimentos, acostumbro este día a tener listo un bolillo para degustar el pedazo de masa que casi siempre ofrecían en la oficina burocrática y el cual, yo despistadamente guardaba dos para llegando la hora de mis sagrados alimentos, casi siempre por la noche, devoraba esa excéntrica torta. En el momento, no había remordimiento, sino hasta el día siguiente de haber cometido mi fechoría.
Mi afición por las “guajolotas” proviene de mi estancia de casi cinco años en la ciudad de México, cuando estudiaba y era regla no escrita, mínimo una una vez por semana, pasar con mi amiga Sonia al puesto de tamales en la esquina de la YWCA y deleitarnos con ese manjar, aunque se nos hiciera tarde para llegar a nuestras respectivas escuelas. Creo que fue de las pocas temporadas que no contaba calorías, ni era tan aprensiva con mi peso.
Todo esto viene a relucir porque mientras escribo en la estufa a fuego medio está una pequeña vaporera que, precisamente para consumir verduras sanamente cocidas, adquirí hace ya algún tiempo. Dentro de la misma se encuentran cociéndose unos “timbales”, (aunque la palabra en sí es el nombre de un instrumento musical, desconozco porque aquí en mi terruño tiene ese nombre); en fin, es un platillo que se asemeja al tamal pero, a diferencia de él, no lleva manteca y va envuelto en hojas de acelga, que se comen, y se sirve recubierto con una salsa de tomate.
A sabiendas que mañana tendré que caminar más de mis 10 mil pasos, dobletear mis ejercicios en la bicicleta estática y otros aparatos, espero ansiosamente la dicha de consumir dos de los “timbales”, y no resentir la ausencia de la mentada “guajolota”.
¡Eso no está padre!, seguro que dirá mi hermana Patricia, si reconozco que mi obsesión por la báscula me llevó desde los doce años a someterme a dietas y regímenes alimenticios prescritos por afamado endocrinólogo de esa época, al cual al paso del tiempo me doy cuenta que al margen de prescribir solamente una alimentación baja en calorías y recomendar el ejercicio, su receta médica incluía anfetaminas, diuréticos y no sé qué tantos otros medicamentos.
Claro, con tanta “ayuda” llegué a bajar hasta más de ocho kilos en un mes, mismos que se reflejaron en mi estado de ánimo, al grado que mi adorado padre, a quien siempre convencía de que pagara mi consulta médica, me puso un alto afirmando que prefería tener una hija gordita, sonriente y feliz, que a una malhumorada flaca que nada me contentaba por lo cual dejaría de costearme el tratamiento.
Bajo dicha advertencia, y ciertamente viendo que ya estaba más abajo de mi peso, inicié la cuesta arriba, “pecando” en las noches con las por mucho tiempo gustosas piezas de pan dulce que nunca faltaba en la casa de mis padres y que, por cierto, se encontraban en una bolsa de papel de estraza que mi hermano Arturo hacía “perdediza” si se topaba con el panadero que la entregaba diariamente en el domicilio.
Así, inició un sube y baja de la báscula por muchos años. La última vez que acudí con el mentado médico para quitarme el sobrepeso que adquirí durante mi estancia de un año en los Estados Unidos, cuyo resultado fue que mis padres, al darme la bienvenida al aeropuerto, pasaran a mi lado con el ramo de rosas… sin ni siquiera reconocerme.
En esa última ocasión que caí con el mismo galeno, me la llevé muy tranquila, dejé medicamentos de apoyo y aunque tardé, pero alcance los kilógramos deseados, de acuerdo a mi estatura y edad, logrando mantenerlos durante varios años, hasta que el estrés del trabajo, mi mal hábito de comer solo una vez al día, y mal, ya cuando estaba afuera de la oficina, provocó que la báscula marcara los casi cuarenta y cinco kilos.
Afortunadamente, gracias al médico familiar, primero en atender mis primeros estados de pánico y ansiedad, además del exceso en mi comportamiento como fumadora, me mandó de urgencia a tratamiento psiquiátrico argumentando anorexia y bulimia.
Actualmente, con diez kilos de más, los cuales unos pocos se los debo a la tostona edad, me preguntó qué pasaba por mi mente; ¿se trataba de seguir los estándares de la moda, de ese entonces, cuando la delgadez extrema era la condición ideal para lucir como modelo de pasarela o de afamada actriz?
Hace unos meses, Paco y yo seguíamos la serie The Crown (la Corona), concretamente la última temporada, y cuando pasaban las imágenes de la Princesa Diana, arrodillada frente al retrete de alguna habitación, retrocedí en el tiempo pidiendo nunca más recaer en esas peligrosas manías.
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