La ‘Pequeña Polonia’ en México
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La Hacienda. Fotos: Embajada de México en Polonia.
Durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1943 y 1947, en una hacienda denominada Santa Rosa en las afueras de León, Guanajuato, se albergó a mil 453 refugiados polacos, de los cuales 280 eran niños. Pocos se acuerdan ya de esa historia…
POR REBECA CASTRO VILLALOBOS
Sin siquiera imaginarlo, en mi búsqueda me encontré con una interesante y hospitalaria historia de nuestro país, que sucedió en la ciudad de León, Guanajuato. Resulta que en una hacienda denominada Santa Rosa se albergó entre 1943 y 1947 a mil cuatrocientos cincuenta y tres refugiados polacos, de los cuales doscientos ochenta eran niños.
“Se trataba de menores a quienes la guerra y las decisiones políticas que invadieron su país, les enviaron a un destierro doloroso”, se señala en un texto emitido por la Embajada de México en Polonia sobre del libro “El convenio ilusorio”, de la autoría de Celia Zack de Zukerman y Gloria Celia Carreño.
Durante varios años, hasta que acabó la Segunda Guerra Mundial, los menores, algunos con familiares y otros solos, pasaron como refugiados a las afueras de León en una hacienda, pedacito de su país, creado en el corazón de México al cual llamaban “la Pequeña Polonia”.
Muchos, sobre todo los que llegaron siendo niños, aún recuerdan sus días en la Hacienda de Santa Rosa como los mejores años de sus vidas. En un reportaje de la BBC News México, del 26 de julio del 2020 se entrevista a protagonistas de esa historia apasionante pero poco conocida de solidaridad entre dos países.
La odisea comenzó cuando, tras la invasión del ejército nazi a la zona este de Polonia, en el afán de Hitler de expandir el dominio alemán, la Unión Soviética con su propio interés de expandirse geográfica e ideológicamente invadió un 17 de septiembre la parte oriental de Polonia. De esta forma, señala en el texto de la Embajada, quedaba anulado el tratado de Regia de 1921, en el cual se establecieron las fronteras entre los dos países. Entre el primero y dos de noviembre de 1939, el gobierno soviético anexó formalmente los territorios ocupados de Polonia a las repúblicas socialistas de Ucrania y Bielorrusa.
Así, con una Polonia fraccionada y repartida entre las dos potencias, una arguyendo la supremacía racial y la otra enarbolando los ideales del comunismo internacional, llevaron a cabo operativos de represión masiva, encarcelamiento de disidentes y posibles disidentes, asesinatos masivos y desplazamiento de la población.
La URSS da inicio a la deportación en masa de la población polaca de las zonas anexadas para repoblarlas con rusos. Según Polonia, fueron expulsados unos 1.2 millones de personas, enviados a frías e inhóspitas regiones soviéticas como Siberia. Algunos son obligados a ingresar en el ejército y ciento de miles en campos de trabajos forzados bajo condiciones infrahumanas.
Pero su suerte cambió cuando, años más tarde, Alemania invadió la URSS y el gobierno soviético se incorporó al bando de los aliados con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Una de las condiciones de los ingleses fue que la URSS liberara a los ciudadanos polacos. Había entonces que decidir cuál sería su nuevo destino mientras el país seguía soportando lo peor de la guerra.
Jornadas en condiciones infrahumanas: Frania Pater
Entrevistada por la BBC News México, con 97 años de edad, la polaca Frania Pater recuerda perfectamente cuando el 1 de septiembre de 1939 los alemanes bombardearon la estación de tren cercana a su ciudad, Lwów (hoy parte de Ucrania).
“Pasaban los aviones, hasta seis juntos, y temblaban todas las ventanas. Yo corría al campo y me tiraba al suelo porque tenía mucho miedo”, relata desde su casa en León.
Poco después llegaron los soviéticos y su ciudad se convirtió en el reflejo de lo que ocurría en el resto de la Polonia oriental. De un lado del puente que cruzaba el río, se apostaron las tropas de Hitler. Del otro, las de la URSS.
A las seis de la mañana del diez de febrero de 1940, los rusos entraron a la casa de la familia de Pater. No les dieron más que media hora para recoger sus pertenencias de una vida y dejar todo atrás. Viajes en trineo y cuatro semanas en tren después (“el tren se paraba a cada rato”), llegaron a Krasnoyarsk, en Siberia. Otros fueron trasladados a Uzbekistán o Kazajistán.
Como el resto de polacos, Pater fue sometida a jornadas extenuantes en condiciones infrahumanas en campos de trabajos forzados. Ella se encargaba de “sacar la goma de miles de árboles y ponerlas en barriles”.
“No había camas, dormíamos en tablas, recordó. Nos daban un kilo de pan por persona para mucho tiempo, así que comíamos puras hierbas. Trabajábamos desde la mañana hasta que oscurecía, yo no sabía ni qué día de la semana era”.
Dos años y medio después de aquello, los polacos fueron liberados y Pater pudo dejar Siberia junto a su madre. Su padre, en cambio, no soportó las condiciones como tantos otros y falleció.
Al dar un giro el curso de la guerra con la invasión de los territorios soviéticos por parte de Alemania y la respuesta de la URSS incorporándose a la conflagración como parte de los Aliados, la suerte de miles de polacos cambio, toda vez que una de las condiciones de Inglaterra para apoyar la estrategia militar de Stalin, fue la liberación de los ciudadanos polacos. Así, Inglaterra convenció al gobierno soviético de crear un ejército polaco dentro de la propia Unión Soviética con los miles de deportados que se encontraban en campos de trabajos forzados y entre los cuales había muchos oficiales y soldados, lo cual dio a esperanzas al gobierno en el exilio constituido en París el dos de octubre de 1939, con Wladislaw Raczkiewic como presidente y Wladislaw Sikorski como primer ministro.
Finalmente el dieciocho de marzo de 1942, Stalin estuvo de acuerdo en reubicar a los polacos a un clima más benigno. Así, 40 mil soldados con mujeres y niños fueron evacuados a Irán. En septiembre del mismo año alrededor de 71 mil polacos fueron evacuados al Medio Oriente. Sin embargo la estancia en Irán no pudo prolongarse y os refugiados fueron llevados a Karachi, en la India. Posteriormente seis países de África Oriental, pertenecientes al Commonwealth Británico ofrecieron refugio a 20 mil refugiados mientras durara la guerra.
Por el reportero de la BBC News se señala que ni Estados Unidos o Reino Unido les abrió las fronteras a los refugiados, por lo que “fue muy llamativo el que México, un país en el otro lado del planeta y con fuertes restricciones ante la inmigración en aquella época, se ofreciera a recibirlos”, indica.
“En nuestro libro, insinuamos que realmente fue una petición del gobierno de EE.UU., que fue un gesto en el que se manifestó la participación de México como parte del espíritu panamericanista de apoyo a EE.UU. en la guerra”, dice la historiadora Gloria Carreño, autora junto con Celia Zack del libro ya antes mencionado. Aquel convenio se firmó a finales de 1942, cuando Sikorski visitó México y fue recibido con honores de jefe de Estado por el entonces presidente Manuel Ávila Camacho.
Los refugiados podrían vivir en México hasta que terminara la guerra. Su transporte y manutención sería posible gracias a un préstamo de Washington al gobierno polaco en el exilio y de organizaciones polacas en EE.UU.
“A diario se moría mucha gente”: Valentina Grycuk
En Karachi, los refugiados polacos tenían que decidir si querían ir a África o a México. La familia de Valentina Grycuk, otra entrevistada, se decantó por América Latina. Ella tuvo que abandonar Novogrudk (actualmente en Bielorrusia) cuando solo tenía dos años de edad. Por eso no recuerda su etapa en Siberia, donde murió su madre. A su padre se lo llevaron al ejército, por lo que quedó a cargo de una tía y sus abuelos.
Pese a ser entonces una niña, a sus 83 años Grycuk aún conserva en la memoria un detalle del viaje rumbo a México a bordo del barco Hermitage, con más de 700 personas a bordo.
“A diario se moría mucha gente, me impresionaba ver los cadáveres amortajados y que aventaban al mar. Ese chasquido que hacían al caer al agua lo tengo tan presente que siempre lo recuerdo cuando estoy en una alberca (piscina) y oigo que alguien se lanza”, recuerda.
Tras paradas técnicas en Australia y Nueva Zelanda, el barco llegó al puerto de San Pedro, al sur de Los Angeles. De ahí a la frontera entre el Paso y Ciudad Juárez, ya en México, hasta llegar a León, Guanajuato. En total, habrían viajado durante semanas a lo largo de más de 22 mil kilómetros.
Desde León, Grycuk le cuenta con orgullo a BBC Mundo lo que recuerda de la bienvenida que le dio el país que acabaría siendo su hogar.”Fue maravilloso. En la estación había muchísima gente con flores, dulces para los niños, música y mariachis. Fue muy cálido”. Un segundo grupo llegó a León el 2 de noviembre de 1943. En total, fueron mil 453 los refugiados polacos que encontraron en la hacienda Santa Rosa su nuevo hogar
Aquella finca, habitada en mayor parte por mujeres y niños (muchos huérfanos), funcionaba organizada como una pequeña población. Debían vivir en el espacio de la hacienda y tenían prohibido trabajar fuera, por lo que sus labores eran para su propia subsistencia: plantación de hortalizas, granjas o talleres artesanales. Había clínica, capilla y mercado. Los adultos aprendían oficios y los niños estudiaban en la escuela siguiendo el sistema educativo polaco, ya que la intención era que regresaran a su país al acabar la guerra.
“Fueron años maravillosos. Como niña que era para mí era todo alegría. Vivía con mis abuelitos, no me faltaba de nada, tenía colegio, teníamos que comer… hasta funciones de teatro. Yo era muy feliz allí”, recuerda Grycuk.
Según la historiadora Carreño, “los mexicanos estaban contentos con la presencia de los polacos. En todas las fiestas populares, les invitaban a que participaran en los desfiles con sus trajes típicos polacos. Fueron muy integrados a la sociedad de León”.
A ello contribuía que, aunque oficialmente los refugiados no podían salir del campamento, con permisos especiales sí podían organizar excursiones a León o Ciudad de México, lo que les permitió interactuar y conocer a la sociedad mexicana.
E igual que los polacos se las arreglaban para salir, también los mexicanos se las ingeniaban para entrar a la finca. Al respecto Pater refiere:”Estaba prohibido que los mexicanos entraran al centro, pero él le dio unos zapatos al guardia y así tenía libre todos los días para que le dejaran entrar. Ya ve, con dinero baila el perro, cuenta riendo. Aquel hombre se convirtió en su marido y el principal motivo por el que, después de acabar la guerra y de que la hacienda de Santa Rosa fuera oficialmente clausurada al terminar 1946, Páter decidiera quedarse para siempre en México.
Cuando se anunció a los refugiados que tenían permiso para instalarse y trabajar fuera de la finca o mudarse, la mayoría eligió como nuevo destino EE.UU., especialmente la ciudad de Chicago, donde había gran presencia de diáspora polaca. Muchos tenían la ilusión de volver a Polonia, aunque su país -entonces bajo dominio de la URSS, la misma que los había expulsado y llevado a campos de trabajos forzados- ya se parecía poco al que guardaban en sus recuerdos.
“En Polonia ya no tenía nada, nos quitaron todo: la casa, los terrenos… nos quedamos sin nada”, lamenta Pater. Quienes sí decidieron regresar fueron un centenar de polacos, a quienes siempre se conoció en su país como “mexicanitos”
Otros intentaron establecerse en México, aunque no a todos les resultó fácil y acabaron marchándose. Pero Pater, al igual que Grycuk formaron familia con mexicanos y se quedaron para siempre.
La historia me la corrobora mi mamá, quien a sus noventa años todavía recuerda que estudiando en la Universidad de Guanajuato, conoció a dos jóvenes polacas de las que si bien no tuvo mucho contacto sabía que se reunían con otras connacionales en una casa de huéspedes. Posteriormente, ya madre de familia Rebeca, se encontró en algunas ocasiones con una de esas mujeres, en el elevador de un condominio médico al que acudía a llevarnos con el doctor de cabecera.
Santa Rosa se consideró completamente liquidada el 16 de mayo de 1947, pero como todavía quedaban 106 niños en edad escolar y 99 adolescentes se decidió establecerlos en la Casa Hogar de Tlalpan, auspiciada por el Polish Roman Catholic Union of America que funcionó hasta 1950. La antigua finca de Santa Rosa, testigo silencioso de aquel apasionante episodio de la historia del que ya solo los mayores en León se acuerdan, funciona actualmente como internado de reintegración para grupos de jóvenes y adolescentes.