La marcha contra la violencia que incendió el aire y tiró el ‘muro de Claudia’
Foto: Francisco Ortiz Pardo
Uniformados se defienden con extinguidores, gas pimienta y hasta piedras lanzadas
Tras una hora logran derribar enormes vallas metálicas; después, manifestantes y policías se dan la mano.
FRANCISCO ORTIZ PARDO
La multitud que se manifestó contra la violencia del narcotráfico comenzó a avanzar desde el Ángel de la Independencia. Bajó por Paseo de la Reforma como un río que se abre paso incluso cuando la ciudad intenta cerrarle los cauces. Siguió por avenida Juárez, donde el tráfico se había rendido desde temprano, y luego se encauzó por la calle 5 de Mayo, que absorbía a todos como un embudo natural hacia el Zócalo.
Los cortes viales estaban por todas partes. Reforma tenía tramos segmentados por barreras. Juárez era un tapón inerte. Madero —siempre peatonal, siempre ancha— apareció cercada también, cubierta con las mismas vallas metálicas que blindaban Palacio Nacional. No era toda la ciudad, pero sí una parte significativa del Centro Histórico convertida en corredor vallado.
Las consignas contra la inseguridad y lo que llaman “narcoestado” –muchas de las cuales eran lanzadas por quienes alzaban cartulinas, banderas de México y de la hoy célebre calavera con sombrero, asícomo retratos de Carlos Manzo, “nuestro mártir”, según alguien definió– se escucharon a lo largo del recorrido. Se repetían con una mezcla de enojo y desahogo:
“¡Fuera Morena, fuera Morena!”
“¡Fuera Claudia!”
“¡Fue un error votar por Obrador!”
Las consignas terminaban por sumarse en la exigencia de que la Presidente Claudia Shienbaum “renuncie”, algo no considerado en la Constitución. Y, entre gritos esporádicos, aparecían también los nombres de Adán Augusto y de Fernández Noroña, en ocasiones acompañados de epítetos que la multitud coreaba sin matices.


La marcha no fue exclusivamente de veinteañeros. También iban sus padres y sus abuelos: familias enteras, parejas adultas, adultos mayores que avanzaban con paso lento pero firme. Era, en gran parte, una clase media que desde hace años se ha acostumbrado a ser opositora y que ahora caminaba junto a los más jóvenes sin distinguir fronteras generacionales.


En el Zócalo, el muro ya se había convertido —desde los días previos— en un símbolo del autoritarismo denunciado por quienes convocaban a la marcha en redes sociales y también por partidos políticos de oposición. No era solo un cerco: era un gesto político interpretado como señal de cerrazón y miedo.

La atmósfera cambió cuando apareció la primera humareda. Un polvo químico blanco, luego grisáceo, se elevó frente al cerco presidencial. Apretó gargantas, irritó ojos, volvió el aire denso. El Zócalo se convirtió en una silueta desdibujada, como un teatro envuelto en niebla industrial.

El choque con el “muro de Claudia”
Un grupo de jóvenes —sin cubrebocas ni vestimenta táctica— se acercó a las enormes vallas metálicas. Eran chicos y chicas comunes, con mochilas de prepa, tenis claros y ropa cotidiana. No tenían una estrategia definida: golpeaban las uniones del cerco con tubos, con un martillo pequeño o con pedazos de poste arrancados de quién sabe dónde. Era más una reacción inmediata al muro que una acción planificada.
Grupos anarquistas también participaron, identificables por su ropa negra y los guantes gruesos, pero no predominaban. Lo que más llamaba la atención era la mezcla: jóvenes comunes empujando, anarquistas (supesutamente del llamado “bloque negro”) colaborando en algunos tramos y, alrededor, un público diverso observando.
Ese público —familias, adultos mayores, oficinistas, curiosos— terminó alentando la escena. Aplaudían cuando la valla se movía unos centímetros y celebraban cualquier avance, por mínimo que fuera. Era un reflejo compartido por varias generaciones que coincidían en un mismo hartazgo.
La respuesta policial fue irregular.
Primero, extinguidores apuntados directo al cuerpo.
Después, gas pimienta extendiéndose en una nube irritante.
Y finalmente, piedras lanzadas desde distintos puntos —registradas por numerosos teléfonos— que cayeron a pocos metros de los manifestantes.
No muchos notaron un detalle que incomodó: el gobierno de la ciudad había colocado a mujeres policías en la primera línea, justo detrás de las vallas, recibiendo los empujones del cerco. Los varones permanecían un par de filas atrás.
La violencia escaló con torpeza. Hubo jóvenes descalabrados. Piedras lanzadas volaron en ambas direcciones: algunas desde la multitud, otras desde el lado policial, donde prevalecía la improvisación y la ausencia de un protocolo claro. Varios jóvenes resultaron descalabrados.
Alguien dijo en voz alta, con humor oscuro: “¿No que abrazos y no piedrazos?”
La frase se regó rápido.
Ante cada nueva ráfaga de gas o polvo químico, la multitud comenzó a entonar el Himno Nacional. Una voz, luego cien, luego miles. “Mexicanos, al grito de guerra…” surgió una y otra vez, sobre todo cuando la humareda se volvía insoportable.
Llamó la atención la resistencia de muchos jóvenes. El químico les irritaba los ojos, les ardía la garganta, varios tosían sin control, pero seguían ahí. Y el público que los rodeaba —padres, madres, adultos mayores que habían acompañado la marcha— tampoco se dispersaba. Observaban, animaban, permanecían.
El punto de quiebre llegó cuando, tras casi una hora de golpes y humo, las vallas cedieron. Primero de un lado, luego del otro. Se vencieron torcidas, abiertas como una puerta forzada. La plancha respondió con vítores, aplausos y teléfonos al aire.
El coro surgió de inmediato: “¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo!”
El “muro de Claudia” quedó inclinado, fatigado, simbólicamente derrotado.

Ya pasadas las dos de la tarde ocurrió lo inesperado. Algunos jóvenes se acercaron a la línea policial. Intercambiaron palabras breves, pidieron disculpas, explicaron su enojo. Los uniformados respondieron con frases cortas: “Cálmense”, “Cuídense”, “Ya estuvo”. Y un grito muy conocido: “¡Policía escucha esta es tu lucha! Además, ofrecieron a los agentes agua y hasta chicles.
Y entonces, con cansancio visible en ambos lados, se dieron la mano. Fue un gesto mínimo, pero suficiente para marcar una tregua tras la confrontación.

La marcha se dispersó como había comenzado: espontánea, multitudinaria, intergeneracional, sin voceros, casi cuatro horas después de haber comenzado.
El saldo oficial: 100 policías y 20 civiles heridos, además de 40 detenidos. La primera vez que esas enormes vallas fueron derribadas.

















