Ciudad de México, abril 24, 2024 18:39
Revista Digital Octubre 2022

¡Así se mata en Michoacán..!

Para asistir a las corridas de toros a pesar de la precariedad de sus instalaciones y el escaso trapío de sus bureles, los señores se munían con una botella de brandy español artículo de precio elevado y escasa consecución, y del consabido puro que ante la falta de costumbre, encendían cada rato.

POR CARLOS FERREYRA

La gente escuchaba el grito y se ponía de pie. Sabían lo que iba a suceder: con su gran altura, su cuerpo atlético de anchos hombros y cintura estrecha, pantalón recto y chaquetilla corta, se levantaba de su asiento en los tendidos taurinos.

Los espadas, siempre de importación, ignoraban el ritual y lo más probable es que se lanzaran de cabeza al callejón, se levantarán corriendo y no paraban sino hasta sentir la seguridad del hotel.

Eso, me aseguraban quienes dijeron presenciarlo, fue lo que hizo Luis Procuna que no abandonó su cuarto esperando el automóvil que lo llevaría a Morelia. Nunca más aceptó actuar en ruedos locales. Eso me platicaron.

El autor del grito era el tío Joaquín Barajas Sandoval, secretario de juzgados pueblerinos, fiestero, galán incontrolable, buen tirador y siempre acompañado de su escuadra plateada o de la alterna, pavonada, brillante, parecía una joya luminosa bajo el sol.

Claro, el cinturón piteado igual que la funda del arma y que los estuches donde llevaba un par de cargadores extra. No era agresivo, sólo pachanguero y apreciado por donde lo conocían.

En los pueblos o ciudades pequeñas del estado, en las fiestas patronales o cívicas, las calles se vestían de figurillas de papel picado de muchos colores. Haba vendimia, mercado, comida callejera, juguetes artesanales y en las noches verbena, música, vueltas a la plaza y cohetes de los que truenan y de los cantineros.

Como parte de los festejos, en los meses anteriores se iniciaba la construcción de una improvisada plaza de toros. Con vigas se formaban los asientos, y con piedras y argamasa el ruedo.

Se levantaba el corral donde debían permanecer los bureles en una semipenumbra. La idea era que al lanzarlos al redondel, los gritos y el deslumbramiento, descontrolaran al animal que intentaría escapar y se lanzaría contra todo lo que se moviera.

Una charanga celebraba, “Diana, Diana, conchín chín” cada pase del torero y lanzaba los acordes de los pasodobles de costumbre.

Las bandas de viento consentidas, con sus enormes sacabuches, tubas, saxos y más, las contaban en Pichátaro, Tinganbato o Erongarícuaro, tres pueblos famosos por sus tradiciones musicales.

Para asistir a las corridas a pesar de la precariedad de sus instalaciones y el escaso trapío de sus bureles, los señores se munían con una botella de brandy español artículo de precio elevado y escasa consecución, y del consabido puro que ante la falta de costumbre, encendían cada rato.

Eso sí, en el festejo estelar que culminaba a las novilladas que se trataban con igual formalidad, dando categoría de matadores a jóvenes aspirantes, siempre eran contratados tres espadas de regular prestigio.

Para ellos, desde luego, se compraban bestias procedentes de ranchos de crianza de “toros bravos”.

Abusivos siempre, los vendedores no enviaban a sus mejores ejemplares. Eran, posiblemente, sementales en vía de jubilación lo que generalmente complacía al matador que con ello reducía los riesgos.

Como se trataba de un espectáculo quizá anual y poco visto en la región, lo que se deseaba era presumir al paso del tiempo: yo vi torear a… Juan de las Pitas o quien fuese motivo de buena fama.

La corrida seguía, lo más probable que el toro embistiese al picador pero desistiera al sentir el primer puyazo.

No había necesidad de más. Banderillas, pases largos y evidente agotamiento del animal, provocaba a dar por terminada la faena.

¡Así se mata en Michoacán! Exclamaba sacando una de sus escuadras de la funda y disparando, siempre certero, tres balazos que ponían fin al sufrimiento del toro.

Y aquí venía lo bueno. Luego de tres o cuatro pinchazos, destazando al bovino en forma bestial, surgía el alma noble del tío Joaquín con el grito esperado por la concurrencia:

¡Así se mata en Michoacán! Exclamaba sacando una de sus escuadras de la funda y disparando, siempre certero, tres balazos que ponían fin al sufrimiento del toro.

La gente aplaudía, la banda lanzaba toda clase de resoplidos festivos, los toreros emprendan la graciosa huida y un cuarteto de policías, sus subordinados, lo llevaban a reposar a las bartolinas.

Ya entrada la noche y entre el fulgor de los cohetes, reaparecía en la plaza de armas, sonriente y feliz. Era, y así lo sentía, parte del rito anual del pueblo.

Enviado a Huetamo, lo que narro sucedió en Puruándiro, para supuestamente impedirle hacer uno de sus numeritos escandalosos, enmedio de la plaza principal, a la vista de todo el mundo, el jefe de la Policía le pidió su arma.

El sujeto era objeto de una investigación por el asesinato y robo a una familia campesina.

Cumpliendo las reglas de cortesía entre gente de armas, el tío Joaquín le entregó su pistola para que el sujeto la recibiera por las cachas.

Así fue. Apenas al tomarla se escuchó la detonación. Se arguyó un accidente y el crimen quedo impune. Y el asesino siguió en su cargo.

Y bueno, ¡Así se mata en Michoacán..!

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