Ciudad de México, noviembre 11, 2025 17:41
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Molotov y el Hijo del Poder

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Molotov volvió a desafiar al poder y reavivó la vieja batalla entre el rock y el sistema: la música como la última carcajada frente al autoritarismo.

STAFF / LIBRE EN EL SUR

El jueves 30 de octubre de 2025, Molotov volvió a incendiar el Palacio de los Deportes. Lo que debía ser una celebración por sus treinta años terminó convertido en un acto político. A mitad del concierto, Paco Ayala lanzó una frase que partió la noche:

“¡No estamos alineados a ninguna Cuarta Transformación! ¡Que chinguen a su madre! Somos mexicanos y queremos este país, aunque cada vez nos vaya peor”.

El público rugió. Pero, como siempre, el poder se dio por aludido. José Ramón López Beltrán, hijo del presidente, escribió en X: “De flojera los críticos desubicados y convenencieros. Hace rato que Molotov dejó de ser relevante. Nuestro pueblo está mejor que nunca y muy feliz con la 4T”. Fue una torpe provocación.

La respuesta llegó sin cortesía. “Ya vi que nos escribió el panzón millonario”, replicó Ayala. “De mega fan a chairo idiota. Todos los políticos valen madre, pero tu papá más que todos juntos.”

En cuestión de minutos, el hijo del poder se volvió meme, caricatura y trending topic. Pero lo que se disputaba no era una riña virtual: era la vieja batalla entre el rock y el poder.

Muchos de quienes hoy gobiernan pertenecen a la generación que se formó al ritmo de esas guitarras. Son los mismos que, a finales de los ochenta, brincaban en los conciertos semiclandestinos, que compraban casetes pirata en el Tianguis del Chopo, que creyeron que la música podía cambiar algo. Lo olvidaron.

Después del Festival de Avándaro, en 1971, Luis Echeverría decretó que el rock era un pecado civil. Se clausuraron foros, se prohibieron conciertos, y las bandas se refugiaron en bodegas y talleres: los hoyos fonky, con cables pelones, cervezas tibias y policías vigilando. Era el subsuelo literal del país, donde el ruido era la única forma de existir.

A principios de los ochenta, la ciudad empezó a respirar distinto. Surgieron foros donde el rock volvió a mirarse con luz de escenario y no de cateo.

Rockotitlán, en la colonia Nápoles, fue el pionero, aunque tuvo su antecedente en la Rock-ola, en Coyoacán, un terreno improvisado con techo de lámina y un pequeño templete de madera donde se mezclaban músicos, estudiantes y curiosos. No era un bar: era una trinchera. Entre luces prestadas y bocinas recicladas, la Rock-ola ofreció algo que la ciudad había olvidado desde Avándaro: el derecho al ruido. Ahí tocaron Trolebús, Botellita de Jerez, Ritmo Peligroso y Las Insólitas Imágenes de Aurora —la semilla de Caifanes— cuando tocar rock seguía siendo casi un acto de resistencia civil.

Rockotitlán heredó ese impulso y lo amplificó: escenario pequeño, murales, cerveza barata, público universitario y la sensación de estar participando en algo que por fin tenía futuro. Ahí debutaron Caifanes, Maldita Vecindad, Café Tacvba y Santa Sabina: los nombres que transformarían la rabia en estética.

Más al norte, en Lindavista, el TuttiFrutti fue el refugio del punk y de lo alternativo: un sótano humeante, de techos bajos, luces parpadeantes y energía salvaje. Cada presentación era una prueba de resistencia. Ahí el rock volvía a ser peligroso, como debía ser.

En San José Insurgentes, en la calle Perpetua 4, el artista Víctor Pérez “Poro” fundó La Última Carcajada de la Cumbancha, el legendario LUCC. El nombre aludía a una canción de Agustín Lara, La Cumbancha, y a la idea de que la alegría podía ser un gesto de rebeldía. “La última carcajada” era la ironía de Poro frente a la solemnidad cultural: una fiesta del fin del mundo, una risa antes del silencio. Ahí no solo se tocaba rock: convivían el teatro marginal, el performance, el reggae, la trova y el jazz. Era un templo precario y luminoso donde artistas, estudiantes y soñadores se mezclaban bajo una misma carcajada.

Y en Paseo de la Reforma, casi esquina con Niza, el Rock Stock representó el paso a la modernidad: buen sonido, transmisiones por Rock 101 y un público que ya no era solo de barrio sino también de oficina y universidad. Era el tránsito del subsuelo al centro, del anonimato a la ciudad visible.

Para 1995, cuando apareció Molotov, el rock ya no era delito, pero seguía siendo sospechoso. La televisión continuaba fabricando ídolos plásticos —Fey, Kabah, La Onda Vaselina— mientras el país apenas se asomaba al desencanto democrático. Entonces cuatro tipos con humor ácido y riffs sucios gritaron lo que otros pensaban y callaban: “Gimme tha Power”.

Treinta años después, ese grito volvió a retumbar en el Palacio de los Deportes, y otra vez el poder se ofendió. La historia se repite, pero ahora con Wi-Fi. Los hijos del sistema olvidan que fueron criados por la música que hoy desprecian. Lo que más les duele no es la grosería, sino el espejo.

Porque lo que unifica a todos aquellos foros —Rock-ola, Rockotitlán, TuttiFrutti, LUCC y Rock Stock— y a las bandas que pasaron por ellos es su espíritu libre e indómito, su negativa a obedecer. El rock mexicano fue, durante décadas, la conciencia emocional de un país sin voz. Acompañó marchas, huelgas, campañas; sonó en radios pirata y en patios universitarios; inspiró el voto rebelde de 1988.

Por eso resulta grotesco que hoy el hijo del poder intente domesticarlo con un tuit. Porque el rock no busca relevancia: busca verdad. No pretende complacer: pretende recordar. Y cada vez que el poder se ofende, el rock revive.

Molotov volvió a desafiar al poder y reavivó la vieja batalla entre el rock y el sistema: la música como la última carcajada frente al autoritarismo.

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