Ciudad de México, mayo 1, 2024 18:35
Alejandra Ojeda Opinión

Un hombre bueno y honrado

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Cuando acabó la guerra acabó el infierno, pero no la represión. Bajo el mandato de Franco se celebraron los juicios para los republicanos y a Antonio le cayeron nada 15 años de reclusión en casa.

POR ALEJANDRA OJEDA

Antonio López Peláez, como otros muchos republicanos de las Islas Canarias, estuvo preso en varios campos de concentración de los que se levantaron en el archipiélago durante la Guerra Civil Española. Eran el infierno en vida, los represaliados se dividían por bloques: estaban los presos comunes, los presos políticos, los homosexuales y al que él pertenecía, los intelectuales.

Dice Antonio Junco Toral, en su libro Héroes de Chabola, que este último grupo fue el que se llevó la peor parte. Los nacionales les tenían mucha mucha rabia y se reían de ellos por considerarlos incapaces de realizar trabajos de fuerza. Les ponían más peso en las cestas que cargaban, les daban el montón más grande de ladrillos para trasladar y se llevaban el mayor número de latigazos. A la mínima que se retrasaban un poquito en la tarea ¡ras!, recibían tal cantidad de palos que tenían que ser llevados inmediatamente a la enfermería. Pero, si se daba el desgraciado caso de que la víctima no llegase a quedar inconsciente, no tenían excusa para parar y eran obligados a trabajar con la misma fuerza y viveza que los demás presos. Entonces, se acercaban sus compañeros y, corriendo mientras cargaban los sacos de arena, se le acercaban al oído y le susurraban ¡ánimo que falta poco! Arriesgándose a acabar con la misma suerte que el convaleciente.

Tres años pasó Antonio López Peláez, el hermano de mi bisabuela, en esa tortura interminable. Ella le llevaba todos los días un platito de comida caliente y tres años se pasó pensando que por lo menos su hermano no vivía mal alimentado. Pero ¡qué carajo! Tan pronto como ella cruzaba el umbral de la puerta, buen caldo de papas se servía el guardia de turno. Nunca se veían porque los presos no tenían permiso de visita, así que ellos desde su celda colgaban un pañuelito de tela blanca para avisar a su familia de que seguían vivos.

Cuando acabó la guerra acabó el infierno, pero no la represión. Bajo el mandato de Franco se celebraron los juicios para los republicanos y a Antonio le cayeron nada más y nada menos que 15 largos años de reclusión en casa. Por lo menos ahí estaba lejos de la barbarie y leyó y leyó mucho, como a él le gustaba. Era poco hablador, como los hombres de izquierda de mi familia, hablan poco pero ladran mucho y de todo todo pueden hacer un chiste, aunque jamás de los jamases de ellos mismos.

Cuando por fin pudo salir del encarcelamiento, no pudo volver a su trabajo de antes de la guerra, era repudiado por rojo y encima había estado preso. Pero al final consiguió meterse en una compañía de exportación de plátanos. Lo mandaron a Madrid y allí conoció a Emilita, el amor más grande que tuvo en vida. Era de derechas la señorita, una madrileña muy muy católica que dedicó toda su vida a quererlo. Me contaba el otro día Mónica, la nieta Antonio y Emilita, que cuando estaban de novios su abuela estaba muy muy preocupada por la situación, así que fue a hablar con el párroco de su barrio. Tras confesarle su preocupación por haberse casado con un rojo, él le respondió:

  • Pero Emilita, ¿Él te quiere?
  • Sí si, me quiere mucho
  • ¿Y es bueno contigo?
  • Si… es muy bueno y es muy trabajador
  • ¿Fue apresado antes o después de la guerra?
  • Antes, antes…
  • Pues no te tienes que preocupar de nada más. Piensa que si lo apresaron antes, significa que no mató a nadie y que no hizo nada malo. Te estás casando con un hombre bueno y honrado, niña.

Y así fue como pasaron su vida juntos un comunista y una nacionalista en plena dictadura franquista. Fueron un matrimonio plenamente feliz, o eso es lo que ha quedado en la memoria. Cuando supe de esta historia le pregunté a mi abuela que cómo era posible que un hombre que ha sufrido tanto esté con una mujer del otro bando. Ella me contó que hicieron un pacto. Emilita no podía meterse en las conversaciones sobre política que él mantenía con sus amigos, y ella no podía meterse en la educación que le daría a las hijas si las tuviesen. Además, ella seguiría yendo a misa todos los domingos.

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