Nadie como Nadia
Nadia en los juegos de 1976. Foto: Especial
“Recuerdo que caminé por los jardines del Molina con la cabeza baja y pensando en lo terrible que era no haber sabido antes que existía la gimnasia”.
POR LETICIA ROBLES DE LA ROSA
Estoy segura que en todo el mundo existe una generación de mujeres que cuando fuimos niñas o adolescentes en los setenta nos sentimos con las ganas de ser gimnastas y llenamos las calles del mundo con piruetas en busca de ser como la mujer que se convirtió en nuestra ídolo: Nadia Comaneci.
Para una niña de primaria cuando la noche 18 de julio de 1976 la pantalla del televisor de mi casa me mostró a una niña muy delgada, con un leotardo blanco, con rayas paralelas en los costados de su uniforme; llena de músculos, con una coleta y un fleco que de pronto tapaba su mirada entre triste y tímida.
Su participación en la competencia de barras paralelas me dejó boquiabierta. ¿Cómo era posible que un ser humano hiciera eso en dos barras y lo hiciera ver tan fácil? Luego, vi cómo el gimnasio se silenciaba atónito al ver que la calificación era 1.00 y cómo estallaba de júbilo cuando fue necesario explicar que se trataba de un 10, pero como jamás ninguna gimnasta había obtenido un 10 en una competencia, pues los jueces tuvieron que improvisarlo.
Recuerdo que sentí una emoción que nacía del pecho y que jamás había experimentado. Una emoción como si fuera yo quien había logrado ese 10 perfecto.
Así es el primer recuerdo que tengo de las Olimpiadas, las de Montreal, Canada, de 1976, que desde el 18 de julio sólo tuvo un gran atractivo para mí: volver a ver a Nadia Comaneci.
Y la vi después en la competencia de salto de caballo, como se llamaba entonces. Ella logró el oro. Uff, pero la competencia en la barra de equilibrio fue casi como una fantasía. Qué manera de guardar el equilibrio. Qué manera de coquetear consigo misma para mostrar que amaba lo que hacía. Qué manera de entrar y salir de la barra. Y otra vez el júbilo por el oro obtenido.
Ah, pero aún me faltaba verla en la prueba de piso. ¡Válgameeeeee! Qué impresionante. Qué graciosa. Qué femenina. Qué musculosa. Qué ágil. Ahí, ganó el bronce, pero para mí ese pasito final, en el que dejaba caer la mano para poner a su rutina fue de ensueño. Y ahí tomé una decisión: yo quería ser como Nadia.
Entonces, en el primer momento posible, me fui al deportivo Eduardo Molina, que estaba a tres calles de mi casa. Ahí pregunté quién podía enseñarme a ser gimnasta. La persona que me atendió, que era una entrenadora, me explicó que por el momento no había instructores de gimnasia en el deportivo, pero que yo ya estaba muy grande para empezar a ser una gimnasta como Nadia.
Me dijo que Nadia tenía 14 años, pero que desde los nueve años ya había comenzado a competir, porque había empezado muy, muy pequeña y yo, con 10 años a cuestas, era demasiado mayor para comenzar.
Ah, qué rabia. Recuerdo que caminé por los jardines del Molina con la cabeza baja y pensando en lo terrible que era no haber sabido antes que existía la gimnasia. Pensaba que mi afición al atletismo estaba equivocada. Que yo debía ser gimnasta, pero pues ni modo. Ya era muy vieja.
Pero mi gran frustración no impidió que yo usara el pasto de Molina para emular a Nadia en su rutina de piso, como tampoco que las orillas de las jardineras fueran mi barra de equilibrio y que los tubulares de la sección de columpios me sirvieran para, según yo, colgarme y balancearme, como si fuera ella, mi ídolo.
Pronto descubrí que el entusiasmo generado por Nadie no era de mi exclusividad. Resulta que en la televisión se dio un boom. Televisa e Imevisión, hoy TV Azteca, comenzaron a darle seguimiento a su carrera. Los campeonatos en los que participó eran reportados en México, con imágenes que nos dejaban ver su grandeza.
¡Ah!, y luego se hizo muy famoso el Tema de Nadia, que en realidad se llamaba Cotton´s Dreams, compuesto por Barry de Vorzon y Perry Botkin, entonces fui muy insistente en pedirle a mi madre que, por favor, me comprara el disco. Lo necesitaba. En ese tiempo, un disco era caro para los bolsillos de la clase media baja en México. Esperé semanas, que me parecieron años, pero mi madre me lo compró y entonces lo ponía en la consola y en la sala hacía mis supuestas rutinas de gimnasia casera.
Y, luego, ¡guau! ¡Vino a México! Era 1977 y su presencia en nuestro país fue todo un acontecimiento. Mucha promoción. Yo insistí en que me compraran un póster que vendían en el puesto de periódicos y cada vez que veía una foto de ella en un periódico, le pedía a mi abuelita que me lo comprara para leerlo.
Desde entonces, he disfrutado cada cuatro años las Olimpiadas. Claro que las de 1980, realizadas en la entonces URSS, las esperé con ansiedad, porque iba a participar otra vez Nadia. Después vino varias veces a México y yo me pegaba a la televisión para no perder detalle de su estadía aquí.
Las lecturas en los periódicos sobre su vida y los frecuentes documentales que pasaban en la televisión me permitieron saber, desde que era niña, de la existencia de países socialistas, como Rumania, donde ella nació, creció y se hizo la deportista más famosa del mundo.
Aprendí que en ese régimen no había libertades, De hecho, ella no era libre como yo. No podía decidir por sí misma, sino que debía apegarse a los mandatos de su gobierno. Ni siquiera podía comer lo que se le antojara, sino lo que le ordenaban. Vi una ceremonia donde el gobierno de su país le dio un reconocimiento y ella se refirió a su presidente, Nicolae Ceausescu, como “compañero”. Ante mi cara de extrañeza, mi hermano mayor me explicó que así se hablaban en los regímenes socialistas: todos era compañeros.
Por supuesto que supe de su huida del régimen rumano. De su asilo en Estados Unidos y en Canadá.
Mis recuerdos de las Olimpiadas me remiten a Nadia, a la gimnasia más hermosa que jamás he visto y a mi primer conocimiento sobre el socialismo.
Ya se imaginarán la enorme felicidad cuando una vez hice un comentario de Nadia en Twitter, hoy Equis, y ella ¡me contestó! y me comenzó a seguir.
Como decían en los setenta: Nadie como Nadia.