EN AMORES CON LA MORENA / La Navidad perdida
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.
Foto: Édgar Negrete Lira / Cuartoscuro
“Hoy se da una comercialización de la vida. Predomina la ambición, la competencia con el otro. Estas costumbres han sido apropiadas por la industria”, dice la antropóloga Angélica Galicia.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hubo un tiempo en que los vecinos de “la cuadra” se repartían la organización de las Posadas, esos festejos que recuerdan el peregrinar de José y María en busca de un sitio cálido donde naciera su hijo, Jesús, y que en México tienen una expresión ajustada a nuestras costumbres. Así se reunía la comunidad durante nueve días, desde el 16 de diciembre hasta el 24, unas horas antes de la Nochebuena, para participar tanto del ritual religioso como del gozo fiestero, entre letanías, piñatas, frutas, ponche y colaciones.
Hasta que llegó ese otro día en que, cuando le preguntaron a alguno de los vecinos qué fecha elegía para su Posada, dijo que no más, que ya no le alcanzaba el dinero. Además, de a poco no imperaba el mismo entusiasmo entre los asistentes, que año con año eran menos, pues los hijos quedaban a merced de actividades diferentes, cada vez más alejados de las costumbres religiosas.
Lo dice entristecida Angélica Galicia Gordillo, doctora en antropología e historia. “Fuimos la generación sándwich (aquella de los hijos de los protagonistas del movimiento estudiantil de 1968, que hoy tienen entre 50 y 60 años), nosotros no le dimos continuidad”, arguye con la autocrítica. “Antes nos reconocíamos en la cuadra, un espacio de alta reunión barrial; luego tuvimos que incorporarnos al mercado laboral, hombres y mujeres, en tanto nuestros hijos comenzaron a tener otra forma de entender la vida, con los artefactos electrónicos. Se dio un proceso de desintegración familiar”.
Las consecuencias de ello no fueron solo la pérdida de esa y otras costumbres navideñas hermosas, como los Belenes o Nacimientos, sino también una sociedad más individualista. “Cuando se pierde un elemento cultural, se adquiere otro o desaparece”, explica la especialista del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM. “Y de repente –dice– comenzaron a decir que las piñatas de barro eran peligrosas; yo nunca supe de un accidente por ello. Ahora las piñatas se usan en toda clase de festejos, en los cumpleaños”.
Tiene razón Angélica Galicia. Ahora no conocemos ni a nuestros vecinos. “Más aún: el otro es nuestro enemigo”, añade. “Ya no hay barriadas, ahora en Navidad todo es el arbolito y los regalos”. Con ello, en suma, se ha perdido “la idea de la unidad familiar y regional”.
El cambio ha sido notorio en unas cuantas décadas, cuando se trataba de costumbres ancestrales. Yo todavía viví el encanto de construir mi propio Nacimiento, con las figuras de barro de la colección de mis papás y que me empeñé que no dejaran de tener vida en cada diciembre, desplegadas en montañas formadas con cajas de cartón recubiertas por musgo y heno: pastorcitos y campesinos, muy mexicanos; animalitos, la señora de los panecitos, el labrador, además de los obligados personajes bíblicos. En las romerías de los mercados hoy es prácticamente imposible conseguir esculturitas de barro. “Las figuritas del Nacimiento representaban además nuestras actividades sociales”, algo que también daba sentido de pertenencia, expresa la antropóloga, integrante del Sistema Nacional de Investigadores. Comenta que cada vez que encuentra una figurilla de barro la adquiere, como en una nostalgia.
Y aunque dice que en algunas zonas rurales o semi urbanas del país, como el Valle del Mezquital, donde ella realiza investigaciones, se mantienen algunas tradiciones como la Posadas con piñatas, también son el reflejo de una sociedad mercantilista que deriva en malas prácticas de consumo. “Cuando hacíamos nuestras Posadas, los aguinaldos eran caramelos confitados y las piñatas estaban llenas de frutas. Ahora los chicos reciben puros dulces chatarra, con harinas y químicos”, lamenta. “Hoy se da una comercialización de la vida. Predomina la ambición, la competencia con el otro. Estas costumbres han sido apropiadas por la industria”.
Yo me quedo pensando que lo peor del consumismo es que lo normalizamos y que cada vez somos personas más raras, como grinch, los que lo decimos o no embonamos en esas prácticas. Los gobiernos abonan además a la gastadera, supuestamente para impulsar el desarrollo económico, como el fomento de El Buen Fin, y adelantan el aguinaldo de los burócratas en vez de fomentar el ahorro. Si nos atenemos a la esencia de la Navidad, que surge del amor y la esperanza que simboliza el nacimiento de Jesús, lo que menos tenemos es una fraternidad ni una sencillez, el encuentro entre los seres humanos.
Salirse de ello tampoco es fácil. En diciembre del año pasado entrevisté a especialistas en psicología para entender por qué en la época navideña ocurren tristezas sin cuento, depresiones, enojos, irritabilidades, rupturas, soledades… y hasta suicidios. “En la vorágine navideña nos obligan a favorecer prototipos sociales, lo que es muy confrontativo y la gente termina por ponerse a la defensiva”, me dijo Gerardo Mora, psicólogo clínico especialista en intervención de grupos por la UNAM. Para él no hay “grinch” per se, sino que es resultado de una sociedad de consumo inmisericorde y también del repaso por la historia de la vida propia.
Cuando era niño me fasciné con el Nacimiento del poeta Carlos Pellicer, que se iluminaba bajo una bóveda de una casa de las Lomas de Chapultepec. Desaparecido aquel, hicimos en Libre en el Sur las crónicas de Belenes increíbles próximos a Mixcoac, por donde se dice que los franciscanos los introdujeron a la Nueva España. Uno de ellos, en un garaje de la colonia Actipan, representaba la Biblia completa, que en cada función iba encendiendo uno por uno los diferentes pasajes de sendos testamentos, en algunos casos con figuras en movimiento. Hasta que también desapareció.
De lo que habría que hacer conciencia es que con la Navidad perdida se fue una parte de nosotros mismos.