Ciudad de México, diciembre 17, 2024 21:42
Relatos Revista Digital Diciembre 2024

Navidades a la vista

“Mi padre se asomó lleno de nerviosismo y suma cautela para averiguar lo que había ocurrido”.

POR ALEJANDRO ORDORICA

Enlaza mi memoria al instante dos navidades: Una, perteneciente al pasado, otra mirando hacia el futuro. Una que se fue, otra por venir. Chusca en buena medida la primera, dominantemente sombría la segunda.

Empiezo por la de 1957, cuando en los días de diciembre aún persistía el recuerdo del aterrador sismo registrado cuatro meses antes, que se atrevió a detener el vuelo de nuestro venerado Ángel de la Independencia, —en realidad una angela, inspirada en Niké, la diosa de la victoria, en que Rilke vio poéticamente “una imperecedera recreación del viento griego…”— que suponíamos eterno y nos desencantara cuando amaneció pies arriba, descabezado, quizá anticipando reclamos feministas, en rebelión manifiesta contra el machismo o de plano desacreditando los saberes teológicos de que los ángeles carecen de sexo.

El caso es que su caída, que muchos quisieron interpretar como un despeñadero Luciferino, graficó dramáticamente aquel terremoto que sacudió a la ciudad de México. Y justo, en diciembre de ese año, celebrábamos la Cena de Navidad en casa, como cada año, inmersos en la tradición de una convivencia replegada en la intimidad familiar, con su debida dosis de calidez, fraternidad y no exenta de una especie de mística libertaria, pues en tanto mis padres asumían válidamente su condición agnóstica, evitaron influir en nosotros sus hijos, muy probablemente para que ampliáramos nuestro horizonte de creencias, o tal vez bajo la estrategia de que no fuéramos disfuncionales en un entorno de catolicismo generalizado. Incluso, nos inscribieron a mi hermana mayor y a mí, en sendos colegios confesionales. A ella con las monjas, mientras yo fui a parar al Cristóbal Colón de los Lasallistas, que venturosamente complementaron mis principios humanistas del hogar, con el agregado esencial de los valores cristianos, que hasta la fecha rigen mi vida, más allá de cualquiera de mis imperfecciones. Mi otra hermana y el hermano menor, todavía ni a párvulos llegaban.

La caída del Ángel de la Independencia. Foto: Especial

Encuentros familiares que estaban aderezados por las sabrosuras de la gastronomía navideña, a cargo de mi madre, la gran chef del clan.

Tras una exquisita cena y sobremesa, llena de buenos deseos y bienaventuranzas —donde nunca faltaban los comentarios de los adultos en torno a las noticias y sucesos relevantes del año, especialmente por parte de mi padre y sus afanes periodísticos que no dejaba afuera de la puerta de la casa, o bien sobre libros que introducía mi madre con estudios en el campo de las letras, y el infaltable tema político protagonizado por su hermano, uno de los líderes de la CROM y en ese momento obligadamente diputado priísta— se presentaba la madrugada, la hora de dormir y despedirnos ya tanto en la parentela paterna como la materna, mientras nosotros nos dirigíamos a las recámaras con la inquietud y expectativa de despertar tempranísimo a constatar los regalos que ese enigmático, anónimo y volátil personaje barbado llamado Santoclós, nos depositaría bajo el enorme árbol que acostumbrábamos montar en la  más amplia esquina de la sala, confiados en que de faltar algún regalo de nuestra excedida lista de peticiones, podría ser solventada en parte con la aparición de Los Santos Reyes.

Esther Saavedra Albiter, madre de Alejandro. Foto: Archivo familiar

Mi hermana tenía en ese entonces 12 años y yo un año menos, tiempo en que todavía pasaba, exactamente frente al edificio donde vivíamos en la colonia Santa María la Ribera, el tranvía “La Rosa Zócalo”, estremeciendo le edificación desde los cimientos cada vez que por ahí transitaba.

Ya en nuestras habitaciones, el sueño se imponía como si fuera un somnífero natural, aliado al silencio y la oscuridad, adentrándonos en infinitos placenteros, salvo que no se abrieran paso a codazos las nefastas pesadillas.

Calculo que como a las cinco de la mañana, nos despertó un estruendo espantoso, apenas localizado entre sueños en la mera entrada de nuestro departamento, provocando que despertáramos sobresaltados y enredándose nuestras exclamaciones de un lado al otro del pasillo, donde confluían las habitaciones:

— ¡Está temblando otra vez!.

— ¡Se metió un ladrón a la casa!

—¡ Explotó la estufa…!

Árbol de Navidad en casa de Alejandro. Foto: Archivo familiar

Mi padre se asomó lleno de nerviosismo y suma cautela para averiguar lo que había ocurrido. Y atrás de él, venciendo nuestros miedos, nos arriesgamos a respaldarlo mi madre, mis hermanas, y replegado en su cuna, el menor de apenas tres años de edad.

Al notar lo ocurrido, sobrevino primero el estupor de todos, y una vez repuestos de la sorpresa, respiramos por fin con soltura: El gigantesco árbol de Navidad se había derrumbado, aparecía recostado casi a lo largo de la sala, las esferas esparcidos en pedazos y de paso destruidos los adornos de cerámica y cristal que adornaban la mesa de centro, además del nacimiento semejando el saldo patético de una cruenta batalla campal entre hebreos y filisteos.

Tranquilizados, no quedó más que carcajearnos, expulsar en definitiva las tensiones, proceder al rescate de nuestros regalos y resignarnos a la entrega anticipada en un claro del comedor.

De esas remembranzas, pasé a imaginar la otra Navidad, la del 2024, y lo que nos depararía, tan diferente de aquel episodio anecdótico envuelto entre los ingredientes infaltables de la ingenuidad y el pensamiento mágico de la niñez. Y concluir que, sin privarnos del ánimo amoroso que sobrevive, no deja de sitiarnos el actual contexto social, que en verdad duele e indigna. Y que combatiremos siempre frente a esa cruda realidad que hiere nuestro tiempo: Un México violento, empobrecido, desigual… y peor todavía, con un gobierno desastroso que ha concluído, y otro que inicia siguiendo su huella destructiva, más allá de cuando nos alistarnos algunos en el movimiento que les precedió, al cierre del siglo pasado, creyendo que sería para bien de la Nación, y luego decepcionarnos y hasta oponernos. Gobiernos bajo el sello de un autoritarismo atroz, corruptelas, ineptitudes, opacidad y abusos multiplicados, a la vez que un sistema de salud quebrantado, educación ideologizada, economía de nivel mediocre, democracia traicionada y una diplomacia fallida, englobado todo en la demolición de los valores republicanos y las instituciones, como son los organismos autónomos o los de derechos humanos, entre muchos otros que por décadas erigió ameritadamente la heroicidad ciudadana…

La Navidad entrante, será entonces, más agria que dulce, aunque inmune al derrotismo, y si acaso incorporara algo de música para atemperar el ánimo, como es usual en esta temporada, ojalá sea tan profética en lo concerniente a las elecciones más próximas, o al menos consonante con aquella popular canción alusiva al fin de año que empieza por parafrasear: “Diciembre, me gustó pa´ que te vayas”, junto al deseo ferviente e irreductible de que participemos más, mejor, sin olvidar a la hora del voto “El desastre mexicano de nuestros días”.

Aun así, deseo de corazón que la Navidad les infunda la máxima dosis de felicidad posible.

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