Ciudad de México, diciembre 1, 2025 08:42
Revista Digital Diciembre 2025

¿Nos disfrazamos de papá?

“Ese año habría una invitada: la amiga de Flavia. Y ella, a diferencia de todos los demás, no llegó disfrazada de ningún gusto del abuelo. Llegó vestida de pozo…”

POR NANCY CASTRO

Sentados como cada año, los hermanos Sánchez se disponían a departir alrededor de la mesa familiar, en ausencia de sus padres fallecidos. Esta vez lo hacían un poco antes de las fechas decembrinas, porque para ellos la Navidad no coincidía con el calendario del resto del mundo. Su verdadera celebración era el 30 de noviembre: el día de un sacrificio, el día en que —según repetían— alguien había dado la vida por ellos. Ese día murió el patriarca, y en su honor habían convertido la fecha en una suerte de Navidad privada, una ceremonia destinada a perpetuar el autoengaño y el afecto incuestionable hacia el hombre al que atribuían su educación de valores “intachables”. Era menos una fiesta y más una forma ritualizada de proteger el mito que los mantenía unidos.

“¿Y si nos disfrazamos de papá?”, habían propuesto en aquella primera ocasión los gemelos Tomás y Jano. Así comenzó la tradición que, año tras año, continuaron replicando. Hubo disfraces memorables: el perro salchicha que los acompañó durante una década, la botarga de aguacate —su fruta predilecta— que usaron hace tres años, y otros igualmente insólitos.

Para este año, fue Flavia quien lanzó la idea en el chat familiar: un disfraz libre, pero “sin perder la intención de honrar los gustos del abuelo”. Una consigna amplia, pero suficientemente obediente como para no romper la tradición.

Fueron llegando uno a uno, siguiendo el orden tácito dictado por la experiencia de la mayor Marisol, después Carmina, los gemelos y Rubén el más joven, todos con disfraces y sonrisas impecables. Cada uno con su familia, tomaron asiento bajo la mirada casi ceremonial del resto.

Ese año habría una invitada: la amiga de Flavia. Y ella, a diferencia de todos los demás, no llegó disfrazada de ningún gusto del abuelo.

Llegó vestida de pozo.

La luz compartía la misma sobriedad que el resto de la familia. A la mesa, únicamente contestaba la amiga de Flavia, ajena a sus costumbres como si hubiese entrado por error en un ritual ajeno. El silencio del resto no era simple reserva: tenía un peso antiguo, viscoso, como si cada palabra guardada sostuviera un pacto que nadie se atrevía a romper.

Cada vez que la amiga hablaba, las miradas se tensaban —un parpadeo retenido, un gesto imperceptible—, como si temieran que, con cualquier frase inocente, ella rozara el borde del secreto que mantenía a la familia unida por obligación más que por afecto.

Un destello que los ojos de la  familia evitaban con la misma disciplina con la que se evita mirar directamente a un incendio. Ese brillo parecía contener una verdad que todos, temían tocar, una verdad que, de pronunciarse, podría desprender algo más profundo que el dolor: podría arrancar de raíz la historia que habían pactado no volver a nombrar.

Y entonces ocurrió algo apenas perceptible, un desajuste mínimo en la mesa, como si una corriente fría hubiera cruzado entre los platos. La amiga de Flavia lo notó,  la familia entera se irguió con esa rigidez que solo provoca lo inevitable.

Lo que brillaba —eso que todos evitaban nombrar—parecía condensarse en un punto invisible, un recuerdo , como el reflejo de un objeto que había sido enterrado y aún así insistía en relucir bajo la tierra.

Su disfraz, un cilindro de cartón pintado de gris oscuro, con un borde falso de piedra. En el pecho, sujeto con un alfiler un letrero con letras doradas: el ojo del diablo. Nadie comentó nada, pero la palabra diablo vibró como una cuerda tensada demasiado tiempo.

Fue entonces cuando la amiga de Flavia —que hasta ese momento había parecido solo una invitada más— levantó la cabeza y sonrió con una serenidad extraña, como quien, después de años ensayando un gesto frente al espejo, por fin encontrara el momento exacto para usarlo. No era una sonrisa cálida. Era una llave. Preguntó si a alguien le resultaba familiar su disfraz. Lo hizo con ligereza, como quien comenta un detalle trivial, pero la frase cayó en la mesa con el peso de una piedra.

Los gemelos Jano y Tomás la miraron. Por un instante olvidaron parpadear. La rigidez les subió desde las piernas hasta el cuello. Eran hombres hechos y derechos, pero el miedo les regresó la voz interna de la adolescencia: la del día en que empujaron a su compañero al Pozo del Diablo, ese hueco hondo y húmedo donde el eco devoraba las palabras antes de que tocaran fondo. Lo recordaron resbalar, el golpe seco contra la piedra, el chasquido final que no querían haber oído. Recordaron correr. Recordaron callar.

Ella sabía todo eso.

Era la sobrina del muchacho caído. Lo había amado como solo se puede amar a un tío que ejerce de padre, de cómplice, de refugio. Él leyéndole cuentos cuando niña, le había enseñado a nombrar las sombras para que no le temiera a la noche. Y, ya adulta, un día en que la respiración se le quebraba, le contó la verdad: no había sido un accidente el que lo había dejado sin caminar. Había sido empujado. Habían sido ellos, los gemelos Sánchez. Pagaron por su silencio, por las burlas que los gemelos le habían infligido durante años, por el acoso cotidiano al que lo sometieron simplemente porque no era como ellos. Pagaron por el silencio, la impunidad que los había protegido, por una libertad ficticia: se fueron a estudiar lejos, bajo el llanto de la súplica de su madre pidiendo al patriarca que hiciera algo por sus hijos. Se fueron lejos del pozo, lejos del eco de aquel golpe. Lejos, pero no lo suficiente como para escapar de sí mismos.

Cuando él murió, ella cargó con el silencio como con una herencia amarga. No buscó justicia: buscó dirección. Y esa dirección la llevó, años después, hasta la familia de Flavia. Estudió sus rutinas, sus costumbres, sus grietas. Se acercó a la hija menor porque era la única que no guardaba la misma disciplina férrea del resto. La única que aún podía mirar el mundo sin medir cada palabra.

Flavia no entendía qué estaba ocurriendo. Solo alcanzaba a sentir cómo la tensión se acumulaba, en el mueble que sujetaba las copas; espesa, casi física, como si alguien hubiera cerrado todas las ventanas sin que ella lo notara.

Los gemelos reaccionaron al unísono: sus ojos se abrieron apenas, un gesto mínimo pero suficiente para delatarlos. Volvieron a deletrear con la mirada, “el ojo del diablo”, y el recuerdo que habían intentado sepultar bajo años de rituales familiares emergió con una claridad cruel.

La amiga de Flavia apenas se movió. Su disfraz de pozo se mantenía inmóvil, como si cada palabra no dicha fuese una piedra cayendo al fondo.

Entonces Flavia se levantó de la mesa. Su disfraz —pantalón, chaleco, corbata, saco y sombrero— replicaba con una precisión inquietante la silueta de su abuelo. No era solo una imitación: era una aparición. Por un instante, los más viejos de la familia, contuvieron el aliento, como si vieran levantarse al patriarca desde su ausencia, convocado por la fuerza de esa fecha que insistían en llamar Navidad.

La amiga la miró con una expresión indescifrable, algo entre sorpresa y confirmación. Los gemelos, en cambio, dieron un paso atrás, como si la figura de la sobrina, la más pequeña de los Sánchez, vestida así, los enfrentara de golpe con la sombra del hombre al que tanto justificaban. Flavia ajustó el sombrero. La luz del comedor se quebró en el ala de fieltro y proyectó una sombra que cayó directamente sobre los gemelos, como un juicio silencioso.

—¿Les pasa algo? —preguntó Flavia, sin comprender todavía el espesor del ambiente. Sintió que algo la atravesaba, como un pensamiento que no había invitado pero que, de pronto, se adueñaba de su respiración. Miró a su padre primero. Él evitaba su mirada. Era un hombre acostumbrado a torcer la verdad hasta convertirla en utilidad. Un experto en acomodar silencios. En negociar culpas. En pagar por despejar los rastros. Tres rostros se movieron al mismo tiempo, como si la pregunta hubiera sido un disparo. Los disfraces reaccionaron antes que los cuerpos. La botarga de sidra de Marisol se infló como un globo a punto de reventar; ella retrocedió, torpe, como si algo desde dentro empujara hacia afuera.

El suéter de Rubén comenzó a apretarle el torso, el tejido contrayéndose, adhiriéndose a su piel como si quisiera asfixiarle la mentira.

Las luces del vestido de Carmina titilaron con desesperación hasta apagarse, dejando su disfraz convertido en un árbol muerto, despojado de brillo. Los más jóvenes de la familia reaccionaron como un piano descompuesto que desafina justo cuando entra la voz cantante. Sus movimientos eran erráticos, sus expresiones discordantes, incapaces de seguir el ritmo oscuro que ahora marcaba el comedor. Mientras el resto se tensaba en silencio, era  como si el ojo del diablo, hubiese pulsado la tecla equivocada, haciendo que toda la estructura familiar entrara en disonancia.

Y por primera vez, los más jóvenes  —que habían crecido entre rituales sin sentido, entre silencios disfrazados de tradición— notaron la grieta. Notaron que los mayores no sabían qué hacer. Notaron que algo oscuro se movía entre ellos. Notaron que el disfraz de pozo miraba.

Una de las más jóvenes, señaló a la amiga de Flavia.

—El pozo está escuchando algo— dijo con una sinceridad que heló el comedor entero. La amiga sonrió apenas, y su disfraz, el pozo pareció hundirse un milímetro. Y en ese gesto imperceptible, supo que el momento había llegado.

El pozo ya no era solo un disfraz. Era el ojo del diablo.

No el nombre escrito en el cartón, no la ocurrencia de una invitada, sino la forma material que había adoptado una verdad demasiado tiempo contenida. Algunos se pusieron de pie con brusquedad; otros avanzaron hacia ella con palabras a medio formar, como si la cortesía fuera un disfraz improvisado que ya no lograba cubrir la ferocidad del miedo. Era evidente que no sabían qué hacer, pero sí sabían una cosa: esa mujer sabía demasiado.

Sin embargo, la amiga de Flavia no retrocedió. Ni siquiera pestañeó.

Estaba preparada.

Había estudiado sus ritmos, sus gestos, su forma de cerrarse sobre sí mismos como un puño. Sabía que intentarían expulsarla, negarla, reducirla al papel de una intrusa inconveniente. Había previsto esa exacta reacción, como se prevé una tormenta que viene con un cielo densamente oscuro.

—¿Van a aventarme como a mi tío? —preguntó con una calma que heló la sangre de todos.

Los hermanos se detuvieron a medio paso. Sus rostros se deformaron en un gesto entre  espanto y  rabia contenida.

—¿Qué significa esto? —preguntó Flavia.

Pero la voz que salió de su garganta no parecía suya. Tenía un timbre grave, familiar, casi cadavérico. Ante la mirada de los hermanos Sánchez, Flavia era la viva representación de su padre. O peor: del abuelo. La postura, la sombra que proyectaba el sombrero, incluso la forma en que ladeaba la cabeza… todo evocaba al patriarca preguntando lo que nunca se había atrevido a preguntar en vida.

Los hermanos se quedaron paralizados. Fue como si la figura del abuelo, reencarnada en Flavia, hubiese abierto un hueco en el tiempo. Nadie podía mirarla sin sentir un tirón en el estómago, como si una mano invisible les arrancara el aire.

Los gemelos fueron los primeros en reaccionar. Escuchaban la pregunta —esa pregunta imposible— y sus cuerpos se encorvaron todavía más, como si sintieran el peso del pozo físicamente sobre la espalda. Sus rostros, endurecidos durante años, ahora tenían expresiones infantiles: las mismas que habían mostrado el día del accidente, cuando regresaron empapados de miedo y mentira.

Flavia dio un paso hacia ellos.

—Díganme a qué se refiere, papá. —La voz ya no tenía duda—. Digan su nombre.

Jano abrió la boca, pero solo salió un sonido ronco, como un gemido que llevaba décadas atrapado. Tomás retrocedió, tambaleante, llevándose una mano al pecho como si algo hubiera despertado allí dentro y empezara a rasguñarlo desde el pasado.

El ojo del diablo ya estaba abierto.

—Si no son capaces de responder —dijo una voz que surgía del pozo—, honren con sus vidas a quien tuvo más valor que ustedes.

Flavia replicó con claridad:

—Si él soportó lo que ustedes nunca pudieron, nosotros podemos mostrar lo que nos queda de humanidad.

Lo que ocurre en torno a una mesa de comedor siempre es un ritual y esa noche los hermanos Sánchez ofrendaron más que palabras. Atrapados entre la deuda y el mandato, actuaron en un delirio grotesco: cuchillos y tenedores en mano, Carmina y Marisol, las mayores no soportaron la sentencia y hundieron el tenedor directo al corazón. El resto quedó como piezas de ajedrez inamovibles, congelados en la última jugada del pozo. Los gemelos, se mutilaron los pies, las piernas y los ojos obedeciendo a una lógica que solo el pozo parecía comprender.

Los cuerpos de los hermanos Sánchez yacían en una geometría que parecía calculada, una disposición que recordaba a un tablero de juego. El comedor olía a metal y recuerdos podridos; las luces titilaban como si quisieran escapar del horror contenido en cada esquina. El 30 de noviembre, su última cena de Navidad se transformó en altar de ofrenda y condena. Cumpliendo  finalmente la espera, el ojo del diablo parpadeó satisfecho. El pacto había sido cumplido.

Flavia los observó, vestida con la sombra del abuelo. Y lo último que dijeron los gemelos, con voces destrozadas y mirada vacía, fue:

—¿Nos disfrazamos de papá?

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