Ciudad de México, diciembre 21, 2024 10:14
Relatos Revista Digital Diciembre 2024

El olor de mis Navidades

Gracias a mi amada abuela, Esperanza, tuve una infancia con temporadas navideñas llenas de felicidad: de posadas, bailes, dulces, limas, jícamas y cañas”.

POR LETICIA ROBLES DE LA ROSA

Las mamás y las tías comenzaban a organizar a los niños. Formarlos a todos detrás de Los Peregrinos y darles las velitas con forma de espiral que debían encenderse cuando empezara la procesión del Ora Pronobis, en medio de una algarabía tan ruidosa que por momentos parecía no poderse controlar hasta que la voz de la anfitriona sonaba contundente: “ya, empecemos”.

Entonces, las dos personas que cargaban el portal de madera, por lo regular construido con material de huacales de frutas y verduras, que llevaba las figuras de María y José comenzaban a caminar, mientras las decenas de niños, ya con las velas encendidas, emprendían la marcha rumbo a la casa donde se realizaría la posada.

Fui una de esas niñas ruidosas e inquietas que se desesperaba, porque los adultos no se ponían de acuerdo para empezar la peregrinación, y que todos los días se quemaba las manos con la cera que escurría de las velas que se derretían mientras caminábamos por la calle de Bondojito, en la colonia Michocana, para llegar a nuestro destino: la casa de los vecinos anfitriones de la fiesta.

Mis recuerdos de esos días siempre me remiten a uno de los momentos más felices de mi vida. Los recuerdos no sólo incluyen la sensación de desesperación por el retraso en la partida de la peregrinación o la quemada de las manos por la cera, sino que abarca el observar la calle con cordones que atravesaban de un lado a otro, donde eran colgaban los farolitos de papel y mechas de heno gris para que todos notaran que en esa calle ya estábamos en modo navidad.

Mis recuerdos también me llevan al olor de la colación que nos daban a los niños después de portarnos bien y cantar el Ora Pronobis y “pedir posada”, porque era una obligación cantar todos juntos y por eso nos entregaban un cuadernillo de papel revolución, que se podía comprar en el mercado o en la iglesia de La Salud, para que no nos equivocáramos. Y también nos regalaban  lucecitas que, al encenderlas con el fuego de las velas, comenzaban a verse como estrellas.

“Eeeeennnn en el nombre del cieeeeeloooo, oooossss pido posadaaaaa…”, era el cántico como la señal de que sólo faltaban unos minutos para comenzar con la fiesta más esperada del año: las posadas.

Entonces, cuando los anfitriones decían la frase mágica –“¡entren santos, peregrinos…”— la algarabía estallaba. Los niños volvíamos a ser ruidosos y apagábamos las velitas para formarnos y que nos dieran la colación: ay, ¡y el olor a naranja y canela de algunos de esos dulces que yo imaginaba como borreguitos!

Y ese olor se mezclaba con el aroma del ponche que inundaba la casa de los anfitriones cuando lo comenzaban a repartir para que los peregrinos entráramos en calor antes de uno de los momentos más emocionantes de toda esta tradición: la piñata.

Las piñatas que existían en los setenta era de ollas de barro cubiertas con papeles luminosos, tanto china como lustre, en forma de estrellas, que se llenaban de jícamas, cañas, mandarinas, cacahuates, limas y tejocotes. No existían piñatas en forma de personajes de caricatura ni se llenaban con juguetes o dulces: sólo estrellas llenas de fruta.

Llevaba hasta media hora lograr que alguno de los que pasábamos con los ojos vendados pudiéramos romperla. Sólo se permitían tres golpes por participante. Y, de pronto, cuando se escuchaba el estallido del barro había que aventarse al piso rápidamente para recoger la fruta; ganarla, sin importar que a veces el barro cortara levemente las rodillas o las manos.

Había que correr a robarse un pico de la piñata para usarlo como un contenedor de la fruta ganada. Luego venía la piñata para los adultos, en la que los niños no podíamos participar, por nuestra propia seguridad; pero la verdad es que sí nos aventábamos para ganar más fruta.

Luego, mientras los adultos se preparaban para ofrecer la cena, los niños hacíamos recuento de triunfo: cuánta fruta habíamos ganado y la mayoría de las ocasiones había un trueque natural: “no me gustan las cañas; te doy una y me das una lima…”. Y así todos quedábamos satisfechos con los manjares preferidos.

Luego llegaba la fiesta, propiamente dicho, en la que todos debíamos bailar. Niños y adultos. No había pretexto. Era una obligación, como cantar la letanía. Pero eran fiestas que cuando muy tarde terminaban a las 10 de la noche, porque al otro día los adultos trabajan y los niños íbamos a la escuela.

Las posadas eran tan comunes en los setenta, que también las organizaba la primaria Estado de Michoacán, done yo estudiaba. Allí no se cantaba la letanía ni había peregrinos porque “la escuela es laica”: pero sí había colación, ponche y piñatas.

Y también las iglesias cercanas a mi casa organizaban Posadas: La Salud, Cristo Rey, San Juanita y San Felipe. Ahí los festejos eran a de las cinco de la tarde y, además de la letanía y el canto para pedir la posada, nos ponían a rezar el Ave María y el Padre Nuestro antes de romper la piñata.

Gracias a mi amada abuela, Esperanza, tuve una infancia con temporadas navideñas llenas de felicidad: de Posadas, bailes, dulces, limas, jícamas, cañas, porque mientras mi madre trabajaba, ella se encargó de que mis hermanos y yo fuéramos muy dichosos, en un Distrito Federal donde los vecinos en las colonias populares eran cómplices en sus afanes de hacer que sus niños tuviéremos los mejores recuerdos de la vida.

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