Pelos en la cara y no en la lengua
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Cada vez que me subía a la camioneta, repetía para mis adentros las palabras de mi padre: “Es porque les gustas, Mayita”. Pero la ilusión se estrellaba con la verdad y lo imaginado se convertía en mentira.
POR MARIANA LEÑERO
Ricardo, mi esposo, y yo nos conocimos en la secundaria. Frase que enmarca una imagen supuestamente romántica. Pero de romántico tuvo poco. Éramos compañeros de viaje para ir a la escuela porque vivíamos cerca. Acuerdo que hicimos con mi bien querido amigo, Alejandro, primo de los hermanitos Solar: Ricardo y Javier.
Los hermanitos Solar durante el viaje se dedicaban hacer chistes disimulados cargados de burla que hacían reír a cualquiera, menos a mí. Principalmente las burlas hacían alusión a mis cejas tupidas a las que nombraron despiadadamente “cejas de azotador” y a mis bigotes rebeldes que para ellos se asemejaban a los de Pancho Villa.
–Déjame depilarme. Le imploraba a mi mamá.
Pero ella tenía la idea de que esto sólo lo podría hacer al cumplir los 15 años. Como si los vellos que se aferraban en el labio superior de mi boca y los vellos que se aglomeraban en el cruce de mis cejas se volvieran mansos a esa edad.
Confiada en que mi padre lo entendería busqué su ayuda.
–Es porque les gustas, Mayita. Me decía evasivamente.
Pero la que les gustaba era mi hermana Eugenia. Estoy segura de que no cayó en sus garras gracias a su belleza e imponente popularidad. No la molestaban porque se les atravesaba su mirada firme. Se comportaban con un aparente respeto que escondía el miedo que le tenían. Yo mientras tanto con cachete regordete, insegura y, por supuesto, con cejas de azotador y bigotes de Pancho Villa recibía los balazos que ella esquivaba.
Cuando mi madre me veía llegar con ojo lloroso y moco pegajoso, le pedía a mi hermana que me ayudara. Ella lo intentaba pero lo olvidaba rápidamente.
Luis, quién después se convirtió en mi suegro, me protegía de sus propios hijos. Me invitaba dulcemente a ocupar el asiento del copiloto mientras manejaba. Me protegió algunas veces, pero no fueron suficientes. Mis cejas y mis bigotes se incrustaban infaliblemente en la mirada de mis verdugos.
Cada vez que me subía a la camioneta, repetía para mis adentros las palabras de mi padre: “Es porque les gustas, Mayita”. Pero la ilusión se estrellaba con la verdad y lo imaginado se convertía en mentira.
Cejas de azotador, bigotes de Pancho Villa, malditos vellos cargados de hormonas de pubertad. Rebeldes, oscuros, cabrones se agarraban de mi cara burlándose de mi espera por cumplir 15 años para deshacerme de la maldición.
Después de dos años de viajes en camioneta y de hermanitos Solar, por fin me despedí de ellos con aire derrotado y jurando que no los volvería a ver.
Pasaron más de 7 años. Depilada, con cejas negras bien acomodadas y labios libres de vello, me encontré de nuevo con Ricardo. Parecía no acordarse de nada.
Con lente polarizado, pantalones de pincitas, cadenita de oro y camisa rosa, me sonrió. Su aire coqueto se enfrentaba a mis recuerdos de infancia quienes me imploraban que lo mandara a la chingada.
Estaba dispuesta a criticar su “look burgués” que contrastaba con mis intentos de ser “hippie”. Éramos tan diferentes como similares y en ese tiempo no sabíamos la diferencia. Ante sus invitaciones, prefería aventarle rencorosa unos cuantos “no”, “no sé si pueda”, “háblame en un ratito”… Quería que sufriera como sufrí yo. Pero Ricardo insistía. Mi padre tenía razón, le gustaba, aun cuando en el pasado él no lo sabía.
Este baile de perseverancia y desprecio duró unos cuantos meses para culminar en un enamoramiento bañado de estrellitas, corazoncitos y pasiones juveniles que se acentúan en esos años. Mis cejas de azotador y mis bigotes de Pancho Villa pasaron a la historia. Los recuerdos de esa época de burlas quedaron atrapados en la misma cera que embarro en mi cara al arrancar los vellos que un día me hicieron sufrir.