EN AMORES CON LA MORENA / Al fin regreso a clases

Imagen creada.
“Pese a que me interesaba más el bullicio de la escuela que las clases, había un momento del año que sí me ilusionaba: el ritual de ir con mis papás a las papelerías a comprar los útiles escolares”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
He tenido la impresión mil quinientas veces de no pasar las materias. Biología, física, matemáticas: el tormento era el mismo. Me despierto con la sensación de que sigo allí, atrapado en un examen que no termina, como si lo hubiera vivido tantas veces que ya no pudiera distinguir si ocurrió o solo lo repito de memoria.
Mucho antes de eso, en primero de primaria, había cursado en una escuela confesional: mi propio medioevo entre pasillos misteriosos de una casona en el centro de Tlalpan. La recuerdo con puertas pesadas, escaleras oscuras, un eco de pasos que quizá nunca existió. Aprendí que Dios podía disfrazarse de uniforme y regla de madera. Sufría el bullying de Mauricio y su hermano, al tiempo que debía aceptar resignado el aventón de su papá; el mío no podía llevarme. Todo aquello me resulta tan nítido que a veces pienso que lo inventé para darle forma a un miedo que todavía conservo.
Después vino la escuela bilingüe, otra mala experiencia autoritaria, donde las maestras exhibían a los chamacos incapaces de pronunciar el inglich. He creído ver a mi madre en esos tiempos forrando mis cuadernos en colores distintos: verde para ciencias naturales, azul para matemáticas, rojo para español. El diurex chirriaba al arrancarse y dejaba las puntas torcidas; puedo jurar que lo vi, aunque la escena se me disuelve cada vez que intento fijarla. El resultado era terso, brillante, como si cada cuaderno recién forrado hubiera prometido un año mejor… aunque quizá esa promesa tampoco existió.
Todo se me retrasaba en las manualidades: los regalos del Día de las Madres, aquel angelito navideño hecho con una revista de Selecciones del Reader’s Digest. Veo mis manos torpes doblando cartulinas arrugadas, pero no estoy seguro de que haya pasado: tal vez fue una excusa posterior para justificar mi falta de destreza. Al final, el obsequio para mi madre quedaba hecho en parte… por mi madre. Tal vez nunca fabriqué nada; tal vez inventé la escena para regalarme una película.
Y, por cierto, aquel festival del Día de las Madres que supuestamente abonó a mi pánico escénico: yo, con una camisa a cuadros y un sombrero ridículo, bailando —creo que lo soñé— el vals Sobre las olas, de Juventino Rosas. El auditorio del Deportivo de Xochimilco aparece en mi memoria con guirnaldas desteñidas y madres sonriendo entre la risa y la burla. Lo veo, pero sospecho que nunca ocurrió, que es una escena que alguien me prestó como para creerme un personaje de otros tiempos.
Pese a que me interesaba más el bullicio de la escuela que las clases, había un momento del año que sí me ilusionaba: el ritual de ir con mis papás a las papelerías a comprar los útiles escolares. Todavía cuando entro a las Lumen recuerdo el olor a papel nuevo mezclado con polvo viejo. Allí aparecían los frascos de resistol con su tapón naranja: promesa de manualidad y catástrofe asegurada en mis manos. Con la lista en mano recorríamos pasillos interminables, tachando lo encontrado y persiguiendo lo que faltaba. Yo me dejaba seducir por lo innecesario: plumas de colores, estuches que parecían cofres, crayolas de 24 que ofrecían un arcoíris que quizá nunca dibujé. Todo eso lo conservo como una felicidad doméstica… aunque sospecho que tampoco ocurrió, que es memoria prestada de otro niño.
Más tarde apareció esa escuela libertaria, donde me inculcaron el pensamiento crítico a pesar de sus propias contradicciones. Recuerdo las divisiones internas, los “populares” y los demás. Yo estaba del lado de los mundanos, sin acceso a las más hermosas, condenado a los amores platónicos. O quizá no: quizá todo fue un guion aprendido de las películas que veía en la televisión.
Lo he soñado una y otra vez: hacíamos que Estrellita nos corriera del salón para luego “tomar prestados” una cubeta y unas jergas, y montar la actuación del Canicas y el Coco bajo la dirección infalible de El Suave. Los cargábamos entre varios para que asomaran en la ventanita sobre la puerta del aula y provocara la carcajada de los demás, hasta que también ellos eran expulsados. Era nuestra manera de democratizar la indisciplina. O tal vez nunca sucedió: quizá fue solo una postal inventada para volver entrañable una sanción escolar que en realidad no tenía gracia.
Buen reflejo de esas contradicciones fue aquel mural efímero de nuestro compañero El Chamuco —hoy tan cotizado—, en el que un chavo banda aparecía grafiteando el propio mural sobre el encuentro entre Buñuel y Lázaro Cárdenas, con mirada rencorosa hacia el edificio de la escuela. Lo veo claro: la cultura y la política interrumpidas por la pintada de un marginal. Y sin embargo, nunca apareció una foto. Una sátira involuntaria de la narrativa romántica de algo que ni en la España actual de la opulencia y el turismo se recuerda. Quizá tampoco hubo mural. Quizá lo inventé para darme un aire de pertenencia a una época que se me escapó.
Soñé —o creo que lo soñé— con aquella muchacha de piel blanca y cabello oscuro, lacio y largo, y sonrisa sutil de modelo de cuadro; la que yo comparaba con Carolina de Mónaco, Carolina de muy joven, claro. Caminamos por Coyoacán y nos sentamos en una jardinera por donde pasaban los roedores. Pero la escena se me borra cada vez que vuelvo a ella: no sé si existió la jardinera, ni los roedores, ni ella misma. Quizá solo inventé la frustración para darme un pasado romántico.
Nuestra banda de rock: ¿se acuerdan, Adrián, Sergio, El Capi? Sáquenme del error. Ensayábamos en cualquier rincón, convencidos de que tres acordes bastaban para componer el futuro. Tal vez nunca tocamos nada: tal vez las guitarras eran de aire. Ay, y esa maestra argentina de la secu que, por más exiliada que fuera, parecía militar en las dictaduras que decía haber dejado atrás. Dictaba lecturas como castigo, como escarnio, nunca como gozo. Nos convenció de que la literatura debía doler, y hasta ahora no sé si fue verdad o si me lo inventé para justificar el tedio. Por cierto que un día soñé que en la misma secundaria me volví periodista crítico; que en un periódico al que llamamos El Chacal nos creíamos unos valientes desafiando lo mismo al PRI que a las autoridades escolares.
En aquel tiempo nos dejábamos el pelo largo como símbolo de libertad. Hoy la libertad parece significar poco, quizá porque los chavos no saben lo que costó soñarla. El rock que escuchábamos era reciente y ya era clásico, himno de rebeldías domésticas que quizá nunca existieron. Había fiestas de paga, tocadas clandestinas, alfombras mordisqueadas, ganancias robadas. Yo mismo juraría haber organizado una, convencido de que con lo recaudado financiaríamos una revista. Todavía busco la mitad del billete roto que me dio Héctor para sellar aquel pacto. El dinero voló, la alfombra desapareció, y la amistad… ¿existió? A veces pienso que fue un sueño de complicidad.
Me recuerdo con caireles largos, primero sueltos, después amarrados, y un morral artesanal que, como toda moda, murió antes de convertirse en contracultura. Aunque la contracultura, en realidad, nunca existió: solo fue ilusión. Hoy lo fresa se ha impuesto como la normalidad universal, un uniforme invisible donde ya nada interpela a la dominancia, los mandatos, los prejuicios.
Al menos entonces había sueños. O algo parecido a sueños. De aquellos años conservo apenas la impresión de haber estado viviendo una ilusión colectiva: libertades impostadas, rebeldías de utilería, romances condenados al silencio. Ahora, al borde de despertar otra vez, sospecho que tenían razón los budistas: todo es una ilusión.
El despertador sonará como amenaza cotidiana; de todas formas, hoy regresaré a la escuela.