EN AMORES CON LA MORENA / El salmón de San Pedro
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Hay en este barrio donde viven artistas y escritores un kiosco de hierro, una iglesia centenaria… y un restaurante japonés… ¡con sabor mexicano!
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay en el barrio que eligieron para vivir los dramaturgos Vicente Leñero y Emilio Carballido una plazoleta central con un kiosco que evoca el pueblo que fue en otros tiempos. Además de que de los pinos que le dieron su nombre prácticamente ya solo existen un par en un parque llamado Miraflores, en San Pedro de los Pinos prácticamente fueron destruidos los vestigios prehispánicos dedicados al culto de Mixcóatl, que tuvo una de sus más representativas expresiones arquitectónicas en el ojo de agua con águila de piedra donde, como recientemente dio a conocer Libre en el Sur, se bañaban las hijas de Moctezuma.
Pero el kiosco del Parque Pombo (o “del Pombo” que le llaman de manera indistinta) es una joya que ha sobrevivido por más de 100 años, en medio de una gentrificación en que viejas casas pueblerinas dieron lugar a modernos edificios, aunque a diferencia de otros daños patrimoniales en la demarcación juarense, en San Pedro prevalece ese ambiente un tanto provinciano, en donde destacan, entre muchas otras cosas, una vieja panadería de auténticos bizcochos y una paletería.
Resulta que Joaquín Flores es un contador de profesión, oriundo de Tacubaya, que descubrió la comida japonesa en Guadalajara en 1992, cuando todavía no era una moda sino de los restaurantes como el recientemente trágico Suntory de la colonia Del Valle, que además eran muy caros
Aunque ha sido remodelado en diferentes ocasiones, algunas con mejor fortuna que otras, el kiosco se mantiene básicamente con su aspecto original. Fue realizado entre 1906 y 1907 con hierro fundido y el techo es de zinc, un material durable y disipador de sonido; el piso es de madera y por la forma del techo tipo pabellón es una verdadera caja de sonido, que bien podría ser aprovechado mayormente para dar conciertos. El kiosco está ubicado en terrenos que fueron donados a principios del siglo 20 por Luis Pombo, un abogado de origen jalisciense, cuando se planeó la expansión de la colonia. La plaza que lleva su nombre se ubica entre las dos principales avenidas de la colonia, la Dos y la Tres; hacia el lado por la Avenida 2, se encuentra el magnífico templo de San Vicente Ferrer, que aunque es del siglo 20 (1922) su arquitectura neobarroca hace pensar a quien lo visita que es mucho más antigua. Recientemente han hecho una asombrosa restauración de todo el laminado en oro de sus retablos, justamente con motivo de su centenario.
Al sur del kiosco se encuentra el mercado, que también fue recientemente remodelado con más acertado tino que algunas malas copias anteriores donde se pretendió hacer la réplica del mercado madrileño de San Miguel, en Madrid, sin considerar por un lado los propios estilos de los pueblos y barrios originarios mexicanos y por el otro su funcionalidad. El arreglo del mercado de San Pedro me parece valioso porque incorpora ciertas reminiscencias del galerón madrileño en la parte de la herrería con la que se identifican los diferentes locales según los productos que se venden mientras las lucen sobrios mosaicos intercalados en triángulos azules y blancos. Por lo demás, el mercado de San Pedro no deja de ser un mercado típico: su pollería, su carnicería, sus locales de frutas y verduras, sus tiendas de abarrotes y de productos para el hogar y una gama diversa de locales dedicados a los placeres culinarios, que cuentan con la enorme ventaja de carecer de la pretensión, algunos muy curiosos, como uno de cortes argentinos donde incluso ofrecen vino. Y por supuesto están las clásicas fondas de “comida corrida”, donde son infaltables el mole, los chiles rellenos y las tortitas de papa. De muy especial fama y concurrencia es la zona de los restaurantes de pescados y mariscos.
Pero entre todos ellos hay un restaurante muy singular, El Salmón Dorado, de gran calidad y precios accesibles, donde se sirve comida japonesa… con sazón mexicano. Si el lector conoce algo similar, que lo cuente. Resulta que Joaquín Flores es un contador de profesión, oriundo de Tacubaya, que descubrió la comida japonesa en Guadalajara en 1992, cuando todavía no era una moda sino de los restaurantes como el recientemente trágico Suntory de la colonia Del Valle, que además eran muy caros. Ocurrió que por un viaje de trabajo, descubrió a un costado de la glorieta de La Minerva de la ciudad del mariachi algo que le llamaban así, “comida japonesa”, que se reducía prácticamente a los rollos de arroz con verduras y alguna porción pequeña de pescado, pollo o res. Eso le daba a ese alimento una característica sana y bien equilibrada: carbohidratos, verduras y proteínas. Harto de la contaduría, don Joaquín –alguien que no hacía ni la sopa de su casa— estaba consciente en ese momento que se acercaba el final de aquel trabajo Y tenía razón. Pero antes de su regreso a Ciudad de México imprimió en su cabeza algunas ideas que lo fueron entusiasmando para abrir su propio negocio.
De su trabajo lo liquidaron, efectivamente, unos meses después. Pero para ese momento él ya se había puesto a leer sobre la comida japonesa y a recorrer lugarcitos, raros para entonces, de la ciudad de México. Lo hizo durante cuatro años. Sabía que requería de algunas claves secretas de la gastronomía nipona de mayor fama, así que pensó en sonsacar a un par de cocineros del Suntory utilizando parte de su liquidación laboral que tenía reservada para su negocio. Faltaba encontrar un local, que en principio no pensó que fuese en un mercado, habida cuenta de que se trataba de una rareza como para ofrecer ahí sushi y otras delicias orientales. Buscó aquí y allá y pues nada. Hasta que un día llegó con su esposa a comer mariscos al mercado de San Pedro, lugar que por su cercanía con Tacubaya ya conocía de tiempo atrás. Mientras mordía una pescadilla se le vino la idea loca: ¿Y por qué aquí no?, preguntó a su esposa, a manera de comentario de esos que ya incluyen la respuesta. Y resultó que el local 80 del sitio estaba desocupado. Y con la misma suerte, pudo hablar con la dueña y llegar rápidamente y con decisión a un acuerdo para comprarlo.
El comienzo, como es usual, no fue fácil. Y además resultaba costoso por el sueldo que debía pagar a los cocineros que se llevó del Suntory. El problema, cuenta ahora con notoria paciencia y amabilidad, es que tales chefs se reservaban algunos “secretos” para cotizarse más, y eso ni era costeable ni le permitía hacer algo que realmente se distinguiera del resto de los restaurantes o changarros de comida japonesa. Así que decidió ir por cuenta propia acompañándose de una idea genial y sus propias manos con las que él mismo cocinaría: Ponerle el sazón mexicano. Y así incorporó las especias, los chiles… ¡y el ajo! “Ese –revela enfatizando con el índice hacia abajo— es el ingrediente principal de todo esto”.
Hoy cuenta con ocho locales integrados –que fue adquiriendo uno por uno— en lo que es un restaurante japonés al estilo mexicano en un mercado típico. Sus platos fuertes: El arroz frito, por supuesto, como base principal de la comida japonesa. Pero también sus rollos y los tepanyakis, que quien llegue ahí y no los pruebe estará cometiendo un error. Celebridades han llegado ahí a lo largo de sus ya 26 años de existencia: que Gabriela Roel, Silvia Pasquel, Jesús Ochoa (que por cierto es vecino de San Pedro), Paco Huidrobo (Molotov), Natalia Lafourcade… En un sábado o domingo puede llegar a tener hasta 300 clientes.
Vamos que ni la pandemia pudo con él: el verdadero poder que da la creatividad –y las ganas para volver a empezar— de un chilango honrado.