Servicio público, ¿en serio?
Por María Luisa Rubio González
Son las dos de la tarde. La fila para esperar el trolebús es larga, pero la espera se hace amena mirando a los chavos de secundaria, escuchándolos bromear; aquí y allá, chicos de primaria con sus mamás, conversando. El trolebús va lleno; me subo apenas al último escalón, cuidando que no se atore la bolsa con la puerta que se cierra a mis espaldas. El chico de al lado no tiene tanta suerte: viaja dos estaciones con la mochila por afuera del camión.
En cada parada se repone con creces la cantidad de pasajeros: cinco bajan, suben ocho. El calor, el tráfico… una tarde cotidiana en la ciudad, pues. Ruido de claxon y mentadas de madre subrayan un desvío de tránsito sobre el eje. Nadie sabe por qué, nadie pregunta porque el trolebús continúa su marcha sobre el carril exclusivo.
Se aligera un poco la multitud. Se abre el pasillo para transitar al fondo del camión. Asientos son cedidos, otros se escatiman con el muelle cabecear de los durmientes. Circulan otra vez los autos al lado del camión. ¿Habrán abierto el tránsito, atrás? Nadie sabe, nadie pregunta. El trolebús sigue su marcha.
Se detiene varias paradas más adelante. La espera se alarga más allá del cambio de semáforo. Se abren las puertas; la gente comienza a abandonar el camión. “Que llega hasta aquí”, murmuran al bajarse. “¿No decía que iba hasta la Central?”. “Pues sí, pero que hasta aquí llega”. En orden, desconcertados pero en orden, todos bajan. “Pero ¿por qué?”, pregunta una niña. “No preguntes. Bájate.”, la orden perentoria de la mamá.
Pero la chica tiene razón: ¿Por qué nos bajan del transporte público sin una explicación, ya no digamos sin reembolso del pasaje?. Me dirijo hacia el frente del camión buscando hablar con el chofer. Un hombre mayor le está preguntando cómo llegar a su destino. “No sé, señor. En metro. O en un taxi”. El hombre se ajusta el pantalón; se rasca la cabeza, atribulado.
¿Por qué se suspendió el servicio?, le pregunto al chofer. Intercambia miradas con el supervisor, que acaba de subir a la unidad. El supervisor responde: “Porque hay un desvío de tránsito, mire allá la patrulla”. En efecto, tres cuadras más adelante, una patrulla obstruye el tráfico.
“Pero este es un transporte público. Atrás desviaban el tránsito también, y dejaron pasar el trolebús, ¿por qué ahora es diferente?”. No hay molestia en mis preguntas, sólo voluntad de saber. “No sé, señora, pero mire ahí la patrulla”. Pero… ¿no han preguntado si hay paso, o por qué no dejan pasar el transporte público?, insisto. “No…”, titubea el despachador. El asombro escapa de mi boca: “¿En serio? ¿No tendrían que enterarse ustedes si el desvío es temporal o definitivo antes de bajar a la gente?”, mi sorpresa es tan grande que ahora sí va convirtiéndose en enojo. “Uy, no. No nos dicen”.
Ya engallitada, me escucho decirle al despachador: “Por favor, vaya a preguntarle a la patrulla…”; mientras la señalo, el coche policial va liberando la circulación. Miro al despachador con cara de furia. Se defiende: “Usted vió que estaban reteniendo el tránsito”. Se baja.
La gente vuelve a subir al camión, buscando el asiento recién abandonado; me acomodo atontada en el primer espacio libre, con una sensación de incredulidad creciente. El trolebús continúa su marcha. ¿En serio el chofer nomás vio tapado adelante y decidió bajar al pasaje sin explicación? ¿En serio el despachador no se desplazó tres cuadras para averiguar, si no la razón, por lo menos la duración del desvío, para tomar una decisión? ¿En serio solo la niña, en su curiosidad, y el hombre mayor en su necesidad, cuestionaron el atropello? ¿En serio la policía hace cortes viales sin avisar al transporte público?.
Que las personas en la ciudad hemos dejado de comunicarnos, lo sabemos; ni las direccionales se usan, ni los semáforos se respetan (“Hay peatones que ya ni por su seguridad, seño”, me dijo un taxista; “se cruzan la calle mirando el semáforo, sin voltear a la calle para ver si no viene un coche pasándose un alto. Y luego pienso ¿son idiotas, o no piensan?”. Fin de la nota de color.)
“Servicio de Transporte Público”, leo en los letreros del trolebús. Servicio público, de transporte. ¿Sabrán el chofer y el despachador que eso representan, que no son individuos aislados y comunes, como el resto de nosotros, sino que prestan un servicio público, que representan una institución?.
¿Servicio público, en serio?