CARTAS A LOS REYES MAGOS / Sin mirra, sin incienso, sin oro y sin violín
El encuentro con "el rey". Foto: Especial
“Pasada la noche el rey comenzó a transformarse en el invitado incómodo e impertinente con quien nadie quería hablar, no solo por borracho sino por famoso”.
POR MARIANA LEÑERO
En mi infancia la tradición de recibir regalos de los Reyes Magos, finalizó pronto. Para mis padres, mantener la ilusión, por no decir la mentira, resultaba complicado. Por ser la más chica de mis hermanas les resultó más fácil elegir hacerme crecer pronto que seguir con el numerito. Para añadirle más a la desilusión, este día no recibíamos juguetes sino la ropa que necesitábamos para todo el año. Abastecida de camisetitas, calcetines y calzones y mientras mi madre aplaudía gustosa por las sorpresas que nos habían traído, yo buscaba entre los escombros los dulcecitos que mi padre escondía culposo para aminorar la evidente desilusión.
Definitivamente este fue uno de los eventos que evité repetir con mis hijas. No recibirían ni ropa, ni regalos. La fábrica de ilusiones terminaba el 25 de diciembre. Por suerte, vivir en Estados Unidos nos permitía pasar desapercibida esta tradición que parecía ser propia de América Latina.
Por nuestra parte, Ricardo y yo decidimos compartir con nuestros amigos de acá nuestra famosa tradición. Adornábamos la casa con curiosidades mexicanas y ofrecíamos chocolate caliente junto con una rosca de reyes enorme. Al mismo tiempo celebrábamos la Candelaria. No importaba si al cortar un pedazo de rosca, te encontrabas con el muñequito de plástico de un niño Jesús deformado y multiplicado cientos de veces. Ese día podíamos disfrutar de tamales de distintos sabores acompañados de frijoles de olla.
Cada año el número de invitados crecía. Nuestro establo, perdón nuestra casa, se volvió más popular.
La última celebración antes de COVID resultó peculiar. Todo comenzó unas semanas antes cuando Ricardo y yo salimos a cenar a Venice Beach, una de las zonas más populares por donde vivimos. Como es común, se nos olvidó hacer reservación y pasamos varias horas buscando un lugar que tuviera una mesa disponible.
Cansados y hambrientos y a punto de iniciar con un absurdo drama matrimonial llegamos a un restaurante que parecía bastante popular. Dispuestos a pedir posada Ricardo me mandó a rogarles para que nos hicieran un huequito. Si bien no cargaba un bebé en el vientre, cargaba una pinche hambre que me incitaba a estar dispuesta a todo. ¡Milagro! La buena samaritana con su faldita cortita y maquillada hasta los pies atendió mis súplicas. Nos ofrecía una pequeñísima mesa en el lugar más remoto del restaurante. Aceptamos alegres y corrimos presurosos: “entre santos peregrinos, peregrinos, te venimos a cantar…”
Apretados, casi como en el metrobús, nos sentamos en medio de otras dos mesas. Podíamos escuchar el masticar de los vecinos sentados a nuestro lado derecho y las palabras de amor de los enamorados de nuestro lado izquierdo.
Con marcado acento alemán y con actitud de rey, nuestro vecino de la derecha nos interrumpió para recomendarnos o más bien obligarnos a elegir uno de los vinos especiales de la casa. Resultó que efectivamente nuestro vecino tenía razones para sentirse rey. Era un violinista famoso que había regresado de su último concierto con la Filarmónica de Viena y ahora participaría en un concierto en el Disney Concert Hall. Su esposa, quien más bien actuaba como su lacayo, mostraba tal sencillez que rayaba en lo mamón, pero al final ambos resultaron agradables.
Parecía pertinente invitarlos a nuestra celebración de Rosca de Reyes. A cambio, el rey nos deleitaría con un pequeño concierto. Les mostramos la estrella a seguir a través de Google maps y prometieron llegar a primera hora.
El día de la fiesta llegaron, tarde, pero llegaron. Sin mirra, sin incienso, sin oro, y tampoco sin violín. A diferencia de la noche en la que los conocimos nuestro famoso rey y su esposa apenas se soportaban. Tan solo al poner un pie en la sala cada uno salió disparado. La esposa platicaba con quien se dejaba, amable, pero un poco metiche. Mientras tanto el rey chupaba lo que se le atravesaba enfrente. Primero vino, luego tequila, vodka y por no dejar, ron… Pasada la noche el rey comenzó a transformarse en el invitado incomodo e impertinente con quien nadie quería hablar, no solo por borracho sino por famoso. Supuestamente había venido a tocar el violín, pero lo que no dejaba de intentar tocar era a mi pobre amiga que discretamente lo evitaba escondiéndose entre los invitados.
La celebración continuó como las de los otros años: riendo alrededor de la mesa y cortando pedazos de rosca atiborrados de niñitos Jesús que en un inicio causaban sorpresa para luego provocarnos risa. Casi al finalizar la celebración nuestro invitado especial, como buen rey levantó su copa y pidió silencio para decir unas palabras. Resultó ser un orador insoportable. Además de lo difícil que era entender su marcado acento alemán entorpecido por el alcohol, su discurso resultaba bastante incómodo. Comentó que aun cuando no le interesaban las tradiciones mexicanas estaba con nosotros porque sabía que habría alcohol y hermosas mujeres con las que deleitar su vista. Su discurso olía a establo, un desastre.
Por ningún lado aparecía la esposa, me imagino que estaba acostumbrada a ese tipo de “conciertos” y optaba por huir. Ricardo intentó varias veces cortarlo, pero resultaba imposible. Nuestros invitados se fueron despidiendo poco a poco. Fue el concierto de palabras más largo de la noche.
Al poco rato apareció su mujer y sin decir palabra lo tomó del brazo y se dirigieron hacia la puerta. La visita había terminado. Desde el silencio incómodo que dejaba su presencia, el rey anunció que tenía un regalo para nosotros: no era mirra, no era incienso y menos oro, solo nos entregó su último CD con su autógrafo. Era seguro que no los volveríamos a ver, pero siempre recordaríamos su extraña visita.