Ciudad de México, septiembre 16, 2024 13:48
Ivonne Melgar Opinión Revista Digital Agosto 2024

Viendo a los maratonistas pasar

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Cuando me di cuenta de aquel imperdonable abandono, resolví que siempre que me fuera posible estaría ahí, entre la porra”.

POR IVONNE MELGAR

La primera vez llegue literalmente en ayunas.

Era de madrugada. Martín y yo nos trasladamos del sur de la Ciudad a Paseo de la Reforma en taxi, sin ninguna restricción. Nos bajamos por la Iglesia de San Hipólito y caminamos felices hasta el Monumento a Colón.

Cuando digo en ayunas me refiero a mi ignorancia infinita entonces sobre el mundo de los corredores, aunque durante una docena de años escuché en los pasillos del gimnasio sobre las vicisitudes de quienes trotaban en la banda sin fin.

Incluso alguna vez intenté imitar a quienes correteaban esa máquina con disciplina, pero pronto el rebote en una rodilla me desanimó, acaso por los relatos de las mujeres que al tiempo que se regodeaban contando de sus buenos tiempos y distancias, lamentaban sus dolencias y programadas intervenciones quirúrgicas.

Pero ese domingo de un mes de julio o agosto, quizá de 2008, 2009, decidí que nunca más dejaría ir solo a mi amadísimo esposo cuando hiciera una carrera. Y menos tratándose del medio maratón de la CDMX.

Foto: Especial

Martín se había animado a correr cuando nuestro hijo Santiago comenzó a hacer lo propio en Ciudad Universitaria, los fines de semana, y posteriormente en la pista de Villa Olímpica. Pero lo que comenzó como una práctica de acompañamiento se tornó en un gozo.

Clavada en la adicción del reporteo al que me he dedicado, no dimensioné en un principio lo que significaba aquella nueva rutina familiar, al grado que en su generosidad de padre y pareja consentidora ni siquiera nos despertó el primer Día del Padre que hizo los 21 kilómetros con los corredores del bosque de Tlalpan.

Cuando me di cuenta de aquel imperdonable abandono, resolví que siempre que me fuera posible estaría ahí, entre la porra.

Vinieron a partir de entonces muchas carreras de 5, 10, 15, 16, 21 y 42 kilómetros, siendo mi preferida la de Las Estaciones, supongo que por la luz de la madrugada capitalina en el poniente chilango o quizá porque todavía se aleja -aunque cada vez menos- del carácter masivo que hoy tienen estas experiencias, al grado de que no hay manera de llegar en carro a la zona del arranque en el caso del Maratón CDMX.

Todavía recuerdo la angustia tonta de madre muégano que padecí la primera ocasión en que padre y ambos hijos corrieron una ruta que tiene su salida y su meta en el Museo de Antropología. Y me puse nerviosa porque, según yo, Santi tardaba mucho.

Aunque debo decir que hubo un par de sábados en que nos quedamos mi hermana Gilda y yo en casa, preparando las viandas, mientras nuestros galanes hacían una carrera nocturna en Ciudad Universitaria.

Pexels / Cottonbro Estudio.

Pero lo mejor estaba por venir. Porque en plena pandemia, Sebastián resolvió romper con aquel sedentarismo que había elevado nuestras ingestas de carbohidratos densos, saliendo a correr por la despejada CDMX de los días del confinamiento.

De modo que cuando volvimos a la normalidad, el medio y completo maratón de nuestra Ciudad se volvió parte de la familia.

Ahora pienso que debí desde aquellos días seguir un diario como acompañante de corredores, de esa plenitud que se transpira en sus rostros cuando van llenos de oxígeno, potencia y voluntad, y de esa inocultable tristeza cuando algún tropiezo descarriló las expectativas.

O más frustrante aun: pensar que grabaste el video en que gritas muchas felicidades amadísimo hijo Santiago y darte cuenta muy tarde que no le hiciste clic.

Y la lista de posibles contratiempos se agranda conforme una va acumulando la crónica de los kilometrajes ajenos: el empeine del pie derecho lastimado; una caída a unos pasos de la meta porque un corredor indolente hizo que su esposa doblemente indolente incorporara a sus dos niños pequeños en medio de los participantes para entregarle un papelito al papá; y, por supuesto, los calambres, infaltables, según cuentan ellos, pero a veces ligeros y en otras ocasiones tan persistentes como el deseo de terminar la carrera a pesar de todo.

Confieso que a mi se me salía el corazón la primera vez que Sebastián hizo el maratón capitalino porque a la altura del Ángel de la Independencia, por el kilómetro 35, esperándolo con nuestro globo gigante, Santiago y yo pudimos advertir ese rictus de que estaba padeciendo. Y la duda siempre de pánico: ¿será el muro?, como le llaman a esa pared física y mental que les impide seguir.

Lo esperamos en el Sanborns de Los Azulejos y fueron eternos los minutos mientras sabíamos de él que, claro, necesitó casi una hora para recuperarse. Pero ya juntos, todo fue besos, abrazos y ese consciente y emotivo instante en que una puede pedirle a la cámara fotográfica de la memoria que tome esa imagen para siempre como emblema de la felicidad construida, esa postal que necesitamos para comprender las veleidades de la vida.

Puedo presumir a estas alturas de mi registro como acompañante de corredores que ya sé distinguir cuándo todo ha empezado muy bien en el kilómetro 8; si el panorama pinta conforme a lo previsto en el 21; o si las zancadas en el 36 son un anuncio de que habrá que prepararse para la entendible desazón del corredor por haber realizado un tiempo mayor al del maratón anterior.

Ahora bien, para una esposa y madre de corredores, las preocupaciones y los disfrutes en torno al gran acontecimiento no se concentran ese día, porque inician y se manifiestan a lo largo de todo el entrenamiento disciplinado y extenuante, sobre todo en esos domingos en que les tocan las sesiones largas preparatorias de hasta 32 kilómetros y una está en casa esperando que lleguen con el Jesús en la boca.

O cuando salen a su rutina diaria a altas horas de la noche sobre Avenida Insurgentes. O si avisan: “Regreso como en cuatro horas porque no sé a dónde voy a terminar”.  Y una no puede hacer más que rogarle que se cuide y darles la tarjeta del transporte público.

Siendo justa, la cultura, usos y costumbres, sueños y aspiraciones de los corredores conlleva placeres inusitados: el banquete, una vez que se han recuperado, y en el que los miras devorar como náufragos los antojos esperados después de al menos una semana de restricciones alimenticias porque cuidado con las grasas, los picantes y el alcohol.

O la invitación de los competidores a ser una acompañante en Nueva York, Chicago o Boston, tres de las grandes sedes para los maratonistas, donde, como sucede en la CDMX, hay que marcar en el día previo cuáles serán los tres o dos puntos donde los veremos pasar.

Y eso sí que resulta estresante: tomar uno o dos trenes; o transbordar hasta en tres ocasiones para llegar a tiempo a los puntos acordados; y lo peor: bajarse antes o después. O más triste: perderse y ofuscarse mientras imaginas que te perderás el momento climático de decirles que los amas en el kilómetro 40 y, peor aún, no conseguir la grabación de esos instantes en que la gloria está con ellos y, por supuesto, contigo. Por eso, una de mis crónicas preferidas es esa en la que camino al punto de encuentro de los corredores en la Ciudad de Chicago, narrando el tiempo de sueño que hizo nuestro amadísimo Sebastián -2 horas con 37 minutos-, registrando las imágenes del Grant Park y de ese momento en que el maratonista luce fresco, contento, realizado, agradecido, y los cuatro nos fusionarnos en un abrazo de eternid

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