Que se le olvide, que se le olvide
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De por atrás salió una mujer quien la tomaba de la mano. La había encontrado solita en la calle. Asustada dije gracias. Se la arrebaté y la intercambié por mi susto y vergüenza.
POR MARIANA LEÑERO
Tuve un año en mi vida en que temía que no me recogieran al finalizar la escuela. Cuando sonaba la campana sentía malestar por todo mi cuerpo. Mi hermana Isabel, quien se encargaba de recogerme, me aseguraba que no tenía por qué llorar, que pasaría por mí, como siempre lo hacía. Pero hay razones que el miedo no conoce y sentada en las escaleras de mi escuela, aguantaba el llanto mientras veía a los otros niños jugar felices esperando que sus padres los recogieran. Ese primer año no la pasé bien pero el tiempo todo lo cambia y un día el miedo desapareció.
Cuando tuve a mis hijas, quise protegerlas del mismo problema, pero rápidamente me di cuenta que los miedos no se heredan. Ellas eran como esos niños en las escaleras de la escuela; castillo: tranquilos y felices esperando que sus padres los recogieran. La escuela para ellas era una delicia. En las mañanas llevaba primero a Regina y unas horas más tarde, por ser más pequeña, a Sofía.
Una mañana después de dejar a Regina, regresamos a casa. Apagué el carro y me dispuse a sacar a Sofía de su sillita. Al abrir la puerta de la camioneta había desaparecido. Pero como no creía en magia, inmediatamente me di cuenta que la había abandonado en la calle en el lugar donde estacioné el carro. A través de Sofía, el miedo de mi infancia se había hecho realidad. Esta vez, no había escaleritas, donde esperar. Esta vez, había postes de luz, carros feroces y banquetas vacías donde mi hija se encontraba desvalida. Salí corriendo, la encontré chupándose el dedo.
-Jamás me volverá a querer. Pensaba.
De por atrás salió una mujer quien la tomaba de la mano. La había encontrado solita en la calle. Asustada dije gracias. Se la arrebaté y la intercambié por mi susto y vergüenza.
A Sofía rápidamente se le olvidó el evento. En cambio a mí, por largo tiempo, cada vez que nos subíamos al carro comprobaba obsesivamente que Sofía estuviera en su sillita y al manejar la miraba por el retrovisor asegurándome de su presencia.
La vergüenza y la culpa me persiguieron por años. Para mi desgracia la amable samaritana que había salvado a Sofía, era mamá de uno de sus compañeros de escuela. De solo verla el recuerdo se me embarraba en la cara. En festivales, en entrega de premios, en el desfile de Halloween, en el concierto de diciembre. Cuando la veía acercarse, la evitaba. Inclinaba la cabeza como niño regañado. Y al compás de mis pasos repetía
-Qué se le olvide, qué se le olvide.
Así pasaron seis largos años. Cada vez que me la encontraba, alejándome discretamente de ella y al compás de mis pasos con cabeza agachada me repetía:
-Qué se le olvide, qué se le olvide.
Cambiamos de escuela y la vergüenza desapareció. Me había liberado de esa mujer y de ese recuerdo. Por fin, pensé, a ella también se le olvidaría.
Cuando mis hijas adolescentes me abandonaban ahora a mí, me invitaron a una fiesta. Llegué feliz con una botella de vino en la mano y unas flores en la otra. En la sala se encontraban seis mujeres. Cuál fue mi sorpresa que una de ella era la buena samaritana. Salí corriendo hacia la cocina, pero no me podía esconder. Tenía que enfrentarme con el miedo que me provocaba el recuerdo. Regresé repitiendo al compás de mis pasos:
-Que se le haya olvidado, que se le haya olvidado.
Al sentarme lo primero que oí fue:
-Yo te conozco. Tú eres esa señora que un día dejó a su hija en la calle, ¿verdad?… Lo dijo con voz amable y sin juzgar.
-Pobre de ti. Te veías tan asustada.
No lo había olvidado. Pero para mí, la vergüenza, el susto y la culpa regresaron a mí y parecía que se quedarían al menos por el resto de la noche.