Cucarachas de cráneo
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La maldición de su presencia continuó por años. Arruiné más de una lavadora y secadora por uso excesivo; desgarré muñecos de peluche asfixiándolos en bolsas de plástico; sobrecargué la aspiradora y destrocé almohadas.
POR MARIANA LEÑERO
Tener piojos en mi casa fue como haber consumido hongos alucinógenos y no haber salido del viaje. Cualquier motivo de picazón, me trasporta a ese lugar amargo, psicodélico y peligroso. Con solo hablar de ellos, recreo la sensación de roña, asco y picoteo en brazos, cuello, cejas, axilas y hasta mis partes privadas. ¿Cómo es posible que estos animalejos diminutos tengan el poder de entrar por la cabeza para atacar el corazón y la salud mental?
La primera experiencia con ellos fue en Miami cuando Regina y Sofía entraron a preescolar. Con el deseo de ser una madre ejemplar iban a la escuela con pelo relamido, rayita derechita, cachetes engrasados y bien combinaditas. Si no entendían mi inglés, al menos se sorprenderían de mi pulcritud y buen gusto para peinar y vestir a mis pirinolas.
Un día me llamaron del colegio. Salí disparada, quería limpiarles el posible raspón, medirles la fiebre y sobarles la barriguita. Cuál fue mi sorpresa que al llegar ni tiempo me dieron de entrar a las instalaciones. Dos maestras, con cara de fuchi, me esperaban dispuestas a aventarlas a mi camioneta y salir disparadas. A lo lejos solo alcancé a escuchar.
—They got lice.
—Lice… ¿Qué? ¿Eso es varicela? ¿Tuberculosis?…. ¿Qué chingados es lice?
Sofía no podía ni hablar porque estaba rásquele que rásquele.
—Lice son piojos, me dijo con voz apenada Regina.
—Dicen que son como hormiguitas que caminan por la cabeza y por eso te dan ganas de rascarte.
-¿Hormiguitas?… ¡mis ovarios! Esos son seres pequeñitos que van dejando encapsulados, como en la película de Alien, diminutos huevos dispuestos a seguirse reproduciendo.
Mis pobres pequeñas de bien peinadas y coquetas, habían pasado a ser dos bultos rechazados con pelos de estropajo y con seguridad de trapeador.
Combatirlos fue un desastre. Cuando creía que ya me había deshecho de ellos, y las entregaba orgullosa en la puerta de la escuela, me llamaban de nuevo para recogerlas. Habían encontrado otro. Hasta que acabé esperándolas en el carro para ahorrarme el viaje.
La maldición de su presencia continuó por años. Arruiné más de una lavadora y secadora por uso excesivo; desgarré muñecos de peluche asfixiándolos en bolsas de plástico; sobrecargué la aspiradora y destrocé almohadas. Usé también peines que decían electrocutar piojos y compré ungüentos que seguro requerían receta para usarse. Las engrasé con vaselina, les puse ajo, té de menta y todo lo que pensé que los podía alterar pero no, eran cucarachas de cabeza, iban a sobrevivir cualquier bomba atómica.
A mí nunca me atacaron, quizás me tenían miedo o es cierto que les atrae la sangre dulce y yo de dulce no tengo nada.
Mis hijas me tenían pavor. Cuando sentían cualquier picor salían a esconderse para que yo no pudiera ver que se rascaban. Cuando lo supe, comencé a espiarlas. Tenía más miedo a los piojos que a los novios.
Cuando mi peine con picos les pasaba por todo el cráneo, aprendieron a girar la cabeza, como la actriz El Exorcista, sabían dividir el pelo, y lograron revisarse una a la otra.
No sé si puedo decir que agradezco el apoyo de Ricardo, pero se le ocurrió volver ese evento traumático en un pretexto para aprender. Compró un microscopio donde morbosamente los analizaba y así se dieron cuenta de su asquerosidad. Yo no necesitaba verlos tan de cerca, ellos vivían en mi mente y con eso era suficiente.
No puedo decir que en todos estos años encontré una técnica para combatirlos; sin embargo, sé que la única forma en la que pude deshacerme de ellos es porque cuando mis hijas se fueron a la universidad se los llevaron con ellas.