Ciudad de México, noviembre 23, 2024 07:15
Revista Digital Abril 2022 Opinión

Ritual de bienvenida

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Contemplamos la perfecta primavera del entusiasmo que fusiona el entendimiento y la pasión mientras leíamos de cara a las ardillas los versos de Rosario Castellanos: debe haber otro modo ser … humano y libre… otro modo de ser

POR IVONNE MELGAR

Como hija de México por elección, porque llegamos desde el convulso El Salvador cuando las revoluciones de los 80, conocí la primavera al mismo tiempo que me deslumbraba la pluralidad republicana de la secundaria técnica 17 de Coyoacán, a donde nuestra madre consiguió que nos aceptaran, a golpe de ruegos a la directora, a quien esperó durante una semana en la banqueta de Avenida Hidalgo, hasta convencerla.

Era una escuela que contenía en sus alumnos la diversidad social, étnica y económica del sur de aquel Distrito Federal y desde el tercer piso de sus pasillos descubrí los colores que despuntan en marzo y la veneración cívica a Benito Juárez, con ese sincretismo con el que el régimen político consolidado entonces había hecho conciliar el nacimiento del benemérito de las Américas con el de la estación de la fecundidad y las flores.

La secundaria técnica 17 fue vencida por el sismo del 19 de septiembre de 2017, pero en aquellos años fue para mi hermana Gilda y para mi el enorme abrazo del tradicional cobijo mexicano a los desterrados.

Y fue ahí, en medio de la incesante emoción de quienes aprenden nuevas palabras, costumbres, tradiciones y formas de vivir y de convivir, que experimenté por primera vez la sensación térmica de saltar del frío –también inédito para nosotras— que nos partía los labios y enrojecía las manos, a la tibieza del solecito que se asoma con un golpe de calor que va y viene.

Acostumbradas a las altas temperaturas de San Salvador y a su paisaje de variados verdes y pétalos naranja rosa rojos, con el volcán al alcance de cualquier horizonte, y habiendo crecido con la lección escolar de que sólo teníamos dos estaciones, verano e invierno, experimentar en México ese giro del abrigo a las blusas sin mangas en el segundo trimestre del año fue nuestra inauguración al sol azteca, uno que calienta y se cuela de diferentes modos, pero nunca cesa.

Ese nacimiento a nuestra tardía primavera mexicana estuvo envuelto en pañales del cariño chilango que desborda apapachos y banquetes compartidos, como los de un sábado en que fuimos invitadas por mi amiga y compañera del salón de segunda de secundaria, Magdalena Lozano, y su preciosa madre doña Ofelia Zúñiga, a comer mole porque en la cuadra habría visita de la gente de la Delegación Coyoacán para agradecer los trámites que habían permitido regular aquellos terrenos por los rumbos del museo Diego Rivera-Anahuacalli.

Ellas eran michoacanas y sus fiestas resumían el candor purépecha y la chispa capitalina que en esa ocasión descubrimos boquiabiertas después de caminar sobre la avenida Xotepingo, cubierta de jacarandas y buganvilias, pétalos que caían de árboles de fuego, haciéndole honor al nombre de una de las calles de esa ruta que pronto se volvería la nuestra, porque nos mudamos a esa dirección en la colonia San Pedro Tepletlapa, cuando doña Ofelia le rentó a mis padres el departamento que había levantado anexo a su casa.

Aprendimos que la primavera era la ceremonia del indio zapoteca, mojarse el sábado de Gloria en Semana Santa, remar en domingo en Chapultepec, comer manzanas con chile y torta de romeritos, y organizar, tal vez, ojalá, entre amigas, una idea y vuelta a la ex Hacienda de Temixco en Morelos. Y, por supuesto, cantar la de Juanga con el regalo del ramo de rosas y muchas otras cosas más y ya en el plantel Sur del Colegio de Ciencias y Humanidades maldecir con Yuri en la balada italiana, que creíamos tan suya como nuestra, el volátil sentimiento de que bastaba una hora para enamorarme ahora y que qué importa si así era.

En las jardineras de ese pedazo de Universidad Nacional, acaso uno de los más generosos de la siempre bendita UNAM, contemplamos la perfecta primavera del entusiasmo que fusiona el entendimiento y la pasión mientras leíamos de cara a las ardillas los versos de Rosario Castellanos: “debe haber otro modo ser … humano y libre… otro modo de ser”.

¿Podía haber una alegría mayor que esa de ser una ceceachera privilegiada en un colegio público construido entre los pedregales?

Sí. Y la encontramos en una Facultad de Ciencias Políticas y Sociales que, en el antiguo edificio en el casco central de Ciudad Universitaria, donde cursé el primer año de la carrera, a un lado de las facultades de Economía y de Derecho, convirtió desde entonces al mes de abril en ese predilecto para llenarse los ojos de las flores moradas que trajo a esta ciudad el joven japonés que vino a buscar a su padre.

Creí que CU, donde Martín y yo pronunciamos las primeras sílabas de nuestra felicidad construida, era el destino que más árboles de jacarandas concentraba, hasta que el oficio de reportera me dio la oportunidad de sobrevolar cotidianamente la CDMX cuando los helicópteros de la Fuerza Aérea Mexicana eran parte de la logística de la cobertura de prensa de las actividades presidenciales y esperaba con ansía los brotes del morado primaveral coloreando la metrópoli.

También el tiempo y la maternidad elegida me hicieron saber que había un 21 de marzo todavía más íntimo e imborrable: el de nuestros hijos Santiago y Sebastián en el desfile de la primavera, disfrazados de conejos en las calles aledañas a la entrañable Guardería Gesell, mientras yo lloraba de gratitud diciéndoles adiós sobre Cerro del Agua.

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