Ciudad de México, abril 27, 2024 11:38
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / El pirata Mundaca

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Mundaca en su locura talló puertas y bancas con su nombre en la hacienda y grabó en una piedra sepulcral con los símbolos del pirata, la calavera con los huesos cruzados, y acompañado de la frase: ‘Lo que tú eres yo fui… Lo que yo soy luego serás’

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Hay muchas formas de escribir una historia. La de mi bisabuelo materno Edilberto Sánchez Azueta, un criollo de ojos azules, empieza en un cuento de García Márquez y termina en una canción de Sabina. Como encargado de las aduanas, él navegó de una isla a otra por las aguas cristalinas y turquesa del inigualable Mar Caribe mexicano. Nació en Contoy, un lugar paradisíaco, supuestamente restringido a los turistas pues se trata de una zona de protección sobre todo de las aves exóticas. Aunque ahora se puede acceder por barquito desde Isla Mujeres, en uno de esos tours en que prevalece el negocio y la generación de empleos sobre el resguardo de la naturaleza. En aquellos tiempos (el último aliento del siglo 19) solo la familia suya de dos progenitores y 16 hijos habitaba en esa isla como de náufragos, pues su padre era el guardafaros. Cuentan que solo una vez al mes llegaba el barco con las provisiones, aunque ellos se alimentaban también de la pesca y los frutos del lugar.   

Ya de joven se convirtió en encargado de la oficina de la aduana en Cozumel, el más grande los archipiélagos a los que se les conoce como “las perlas del Caribe”, donde conoció a doña Pastora, su primera esposa. Ellos procrearon a mi abuela, Eusebia Socorro Sánchez Martín, que hoy afortunadamente vive a sus 97 años. Uno de los mitos atribuye tanto la longevidad de mi bisabuelo como de la que goza mi abuelita al consumo de pescado y la añadidura de unas cápsulas de aceite de hígado de bacalao con omega 3, ahora tan comunes pero que entonces eran de extraña existencia, pues solo se conseguía en esta zona que era un puerto libre a la que llegaban en embarcaciones por la vía de Cuba los productos extranjeros, incluido aquel queso “de bola” holandés que se fusionó a los manjares de la cocina yucateca.

El caso es que Eusebia Socorro sigue viva con la bendición del Señor al que siempre se encomendó, a pesar de que todo el tiempo que vivió en Cozumel, tal vez hasta los 14 años de edad, nunca hubo allí más que una capillita. Sucedió que quedándose mi abuela huérfana de madre, justo en el parto en el que nació su hermano Manuelito, cuatro años menor que ella, los niños fueron encomendados a su abuela. Pero durante una visita a la capital, ella murió atropellada al cruzar lo que hoy es la avenida Cuauhtémoc, por salvar la vida de Manuelito, que entonces tenía 10 años de edad y se le había chispado de la mano.

Edilberto había pasado ya por Holbox, otra isla que vive sus últimos días de virginidad, en la que también dejó huella. Hasta hace pocos años sobrevivió ahí una media hermana de Socorrito, llamada Tomasita Zetina. Cuando los niños quedaron otra vez huérfanos –ahora de abuela— su papá los recibió en Isla Mujeres, donde para entonces había tenido dos mujeres, una con la procreó a Dila (una familia que terminó en la pobreza) y otro, al que tuvo con su nueva esposa, Angela Ancona, el más pequeño de todos los hijos al que llamaron Edilberto, y que aún vive en Cancún.

Sucedió que quedándose mi abuela huérfana de madre, justo en el parto en el que nació su hermano Manuelito, cuatro años menor que ella, los niños fueron encomendados a su abuela, que durante una visita a la capital, murió atropellada al cruzar lo que hoy es la avenida Cuauhtémoc.

Unos años más tarde, mi abuelo José Pardo Zepeda, que trabajaba como radio técnico de Mexicana de Aviación, llegó a Cozumel para hacer unos arreglos de aeronaves, cuyos DC-3 aterrizaban sin ningún problema en una pista para aviones militares construida por el gobierno de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, periodo en el que nuestro país se sumó de manera marginal a la escalada contra Hitler. En ese momento, por azares del destino Socorrito, que ya tenía 19 años de edad, se encontraba allá, con sus primos y tíos. Así que fue ese mismo azar el que la encontró a ella con José.         

Tras pedir Pepe la mano de Socorrito, don Edilberto respondió a su futuro yerno, en una carta enviada a la capital el 2 de julio de 1945: “Muy señor mío: Correspondo su grata de fecha 18 de junio último, manifestándole lo siguiente. Estoy enterado que cuando estuvo trabajando una temporada en la Cía. Mex. De Aviación en la cuestión de radio conoció usted a mi hija Socorrito, que en esa época llegaron a tener relaciones amorosas, por lo que considerando que existe cariño entre ambos ha determinado casarse con mi citada hija y para el caso desea mi consentimiento; yo estoy muy conforme porque se realice el matrimonio de ustedes, pues aunque no he tenido el gusto de conocerle, creo y confío en extremo que todo lo asentado en su grata de referencia resulte positivo principalmente en lo relativo al trato que ofrece darle a mi hija, quien como usted dice, no pasará ninguna clase de sufrimientos y que procurará hacerla feliz. Mis deseos son de que ustedes, aunque fuera bajo pobreza, pasen la vida tranquila y feliz y que trate a mi hija tal como me ofrece. Estoy escribiéndole ahora mismo a Socorrito indicándole que pase a esta con el objeto se verifique en esta su casa, aunque fuera humildemente, de manera que les espero para la ceremonia. Sin otro asunto por el momento, me suscribo de usted como su amigo, Afmo. Atto. y S.S. Edilberto Sánchez A.

Así mi abuela y mi abuelo se vinieron a vivir a Ciudad de México, lejos del paraíso, donde tuvieron siete hijos y ocho nietos. Previsor como era Edilberto padre, se fue haciendo con el tiempo de hectáreas de cocotales, muchos de los que luego vendió al gobierno de Luis Echeverría a principios de los setenta para el desarrollo turístico de Cancún. Entonces se volvió empresario en Isla Mujeres, donde abrió un restaurante, justo frente al muelle.

Así que cada verano llegábamos mis papás, mi hermana Laura y yo a ese lugar de ensueño, con arena “de talco” que cubría hasta las estrechas calles por donde caminábamos desde la casa hasta la “punta norte”. Toneladas de esa arena fueron llevadas a Cancún para hacer playas artificiales. Mientras caminábamos, yo ponía mis pies sobre los de mi papá para que no me quemara las plantas. Ya de noche, volvíamos a transitar por esa misma callecita “principal”, que pasaba por el panteón municipal, entre palmeras que un día el huracán Gilberto se llevó. Había puestecitos donde vendían nanches. Pasábamos por una panadería cuyo olor he traído impregnado en la memoria de las fosas nasales toda la vida. Me compraba un delicioso pan con masa como de bísquet relleno de piña. Solo el restaurante Don Polo o los Bisquets de Obregón han logrado una mala imitación, donde sin embargo los disfruto hasta la fecha.   

La emoción comenzaba cuando, trepados en una barca de madera con motor que tomábamos en Puerto Juárez, para un viaje de 45 minutos, veíamos desde lejos la isla y cómo se iba dibujando en el horizonte el restaurante Villa del Mar de mi bisabuelo. El ritual comenzaba justo ahí, cuando un mesero yucateco llamado Pedrito nos recibía con un ceviche de caracol blanco que no he vuelto a comer en toda mi vida. Un día lo reservábamos especialmente para ir a un lugar llamado El Garrafón, al otro lado de la isla de apenas 8 kilómetros de longitud y 500 metros de ancho, donde literalmente nadábamos con tortugas. Infaltable el recuerdo de la imagen de mi madre en la playa de la punta norte, simplemente disfrutando ver el mar mientras comía unas papitas fritas por donde se formaba una especie de laguna, Zazil Ha, de aguas completamente transparentes.    

En mi cabeza de pequeñito vivió la leyenda del pirata Efraín Mundaca, un traficante de personas nacido en Vizcaya, España, que habitó al centro de la isla y dejó lista la tumba en la que nunca fue enterrado. La historia estaba aderezada por la historia de que Federico, hermano de mi mamá, fabricó en su juventud un detector de metales, supuestamente para encontrar el tesoro que todo pirata deja en algún lugar cercano al que habitó. Ahora encuentro en un sitio llamado www.capitanhook.com la breve historia del pirata que “enloqueció de amor”: Se cuenta que el pirata se refugió en Isla Mujeres después de haber enfrentado a sus varios adversarios en las costas del Caribe, cuando ya había conseguido una cuantiosa fortuna que le dio para construir una hacienda.

Su llegada a Isla Mujeres –cuenta esa versión— sería un parteaguas en su vida, pues sucumbió a los encantos de Martiniana Gómez Pantoja, a quien la llamó “La Trigueña”, una mujer de cabello largo y ondulado, esbelta, de ojos verdes y piel bronceada por el sol del Caribe. Mundaca vagaba por las playas de Isla Mujeres en las noches hasta el poblado donde vivía su amada, a quien contemplaba de lejos; muchos lo escuchaban llorar en el jardín que él mismo hizo para su Triqueña”. El pirata en su locura talló puertas y bancas con su nombre en la hacienda y grabó en una piedra sepulcral con los símbolos del pirata, la calavera con los huesos cruzados, y acompañado de la frase: “Lo que tú eres yo fui… Lo que yo soy luego serás”. Años después Mundaca abandonó la isla al ver que su amada se había casado con otro hombre en Isla Mujeres, con quien procreó varios hijos. Muchos creen que el pirata murió en Mérida en 1885, en donde incluso lo vieron deambular repitiendo “vivir sin amor no es vivir”.

Hoy aquella callecita rústica está pavimentada. Las viejas y simpáticas casitas del pueblo hechas con tablones de madera, con su portalito para refugiarse del sol en una hamaca, son tiendas de souvenirs y restaurantes de gusto americano, como alitas y hamburguesas, algunos bares improvisados. Y lo que fue el restaurante de mi bisabuelo Edilberto hoy lo ocupa… un banco. Vivir sin amor no es vivir, ya lo decía el pirata Mundaca.  

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