EN AMORES CON LA MORENA / Un solo árbol
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El laurel de la India de Tlaco, un árbol en peligro. Foto: Francisco Ortiz Pardo
Ahorcado de por sí por una maraña de cables, un enorme y frondosísimo laurel de la India, de belleza inaudita, expandido a sus anchas en la esquina de Miguel Laurent y Fresas, de tiempos en que Tlacoquemécatl era un pueblito, está en riesgo ahora mismo de ser cercenado por la vorágine inmobiliaria.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hace ya rato que me asumí como parte de un segmento de loquitos que piensan más en la sustentabilidad de la vida que en qué gastar el dinero. Ni modo, que no es que esto lo haga pasarla más cómoda a uno frente a los afanes competitivos y el individualismo del que lo que más sorprende es su propia autodestrucción.
Supongo que dichas inadapataciones sociales surgieron cuando de niño me deleitaba con la fragancia que soltaban con la lluvia los erguidos eucaliptos de un jardín en forma de dos grandes círculos frente a mi casa, que ya para entonces habían cobrado dimensiones de altura asombrosas. Remedio natural sus hojas para expandir el aire en los pulmones, se les culpaba en cambio de que sus raíces invasoras ¡levantaban las banquetas!
Es la hora en que no lo entiendo, pues de entonces a hoy solo ha empeorado la percepción de la gente, patrocinada por la publicidad de autos contaminantes y la enajenación que fija los ojos en un teléfono celular y no en el bosque. Si con el presupuesto público se debe invertir en la rehabilitación y mantenimiento obligados –y casi siempre incumplidos— de las banquetas, con el fin efectivamente de que las personas no corran peligro de caer, el valor de los árboles resulta en cambio incosteable. Con tal “razonamiento”, en 40 años han ido desapareciendo los eucaliptos, mismo lapso en que los niveles de contaminación se han vuelto alarmantes y nadie es capaz de poner remedio.
Las jacarandas en flor, reproductoras de amor al costo único de una inspiración, son para mí uno de los mayores homenajes a la vida, que se vive mejor si se camina sobre esos tapetes color lila que forman sus pétalos al caer. Y con todo lo que ellas significan, todavía hay vecinos que se quejan de que “ensucian” las calles o, peor aún, funcionarios que como sesudos arboristas afirman que se trata de una especie no apta para Ciudad de México… ¡porque levanta las banquetas! El punto es que a la mayoría ni le va ni le viene. La pérdida de jacarandas en BJ, a pesar de que prevalecen el túnel de Concepción Béistegui y el paseo de Amores, se mide en términos de tragedia. Debo agradecer que al menos el emblema de la estación Colonia Del Valle del Metrobús es todavía un arbolito.
Tuve muchas veces documentos firmados por encargados de parques y arbolado que argumentaban para justificar un derribo que el árbol “obstruye obra constructiva privada”.
A propósito de la lastimosa tala de 86 árboles en los márgenes del predio en que se construye la nueva embajada de los Estados Unidos, en la colonia Irrigación, la propia Secretaría del Medio Ambiente que permitió tal atrocidad, describió –no sé si de plano llamarle de manera cínica— los beneficios de los árboles, a través de un comunicado en que pretendió justificarse con que los permisos para tal destrucción fueron expedidos durante el gobierno capitalino que terminó ¡hace cuatro años!
“En Ciudad de México, los árboles juegan un papel importante en el mejoramiento de la calidad de vida de las personas ya que producen oxígeno, incrementan la humedad del ambiente, disminuyen los niveles de ruido, controlan la erosión del suelo, regulan la temperatura, capturan contaminantes y partículas suspendidas en el aire e incluso son utilizados como sitios de refugio y alimentación para fauna”. Así lo puso, de veritas.
A lo largo de dos décadas, Libre en el Sur ha dado testimonio en incontables ocasiones de la tala inmoderada en Benito Juárez y la ciudad. Vuelta una causa incómoda para no pocos detractores, puedo afirmar que hemos sido un brazo informativo de las luchas vecinales en defensa de cientos de ejemplares a lo largo y ancho de la hoy alcaldía, pero la mayoría de las veces ha ganado la depredación en aras del negocio. En mis manos tuve muchas veces documentos firmados por encargados de parques y arbolado que argumentaban para justificar un derribo que el árbol “obstruye obra constructiva privada”. Qué mala leche del árbol que no previó años atrás que ahí pondrían un acceso para los automóviles…
Ya en serio, la estupidez viene incluso de los arquitectos y empresarios, que no ven como una ventaja para sus desarrollos esa hermosa existencia. Pongo un ejemplo: Hace unos 10 años hubo un movimiento vecinal que impidió la tala de una palma canaria –como la que murió en Paseo de la Reforma— que supuestamente estorbaba al proyecto de un edificio de departamentos en la calle Pilares, cerquita del parque Tlacoquémécatl. Obligados a replantearse la arquitectura, terminaron por hacer el mercadeo del conjunto con el nombre de “Torre de la Palma”.
Cerca de ahí, ahorcado de por sí por una maraña de cables, cuya cantidad de hilos e interconexiones asombran aun cuando el insulto a la vista es de lo más común en nuestra demarcación, un enorme y frondosísimo laurel de la India (sí, sorpresa, ese mismo que se conoce desde la antigua Roma), de belleza inaudita, expandido a sus anchas en la esquina de Miguel Laurent y Fresas, en plena colonia Tlacoquemécatl Del Valle, está en riesgo ahora mismo de ser cercenado por la vorágine inmobiliaria, esa misma que atropella costumbres originarias, gentrifica (y con ello expulsa a las personas que no forman parte de una élite), encarece desproporcionadamente zonas con buena ubicación para una ciudad complicada y, lo peor, es depredadora.
Y es que alguien adquirió la casita roja abandonada frente al imponente ejemplar, cuyas enormes ramas se entrometen como grandes brazos en el terreno de 500 metros cuadrados, y es inminente su demolición para dar lugar, como en los predios aledaños, a un edificio de cuatro niveles y 10 departamentos, según el “aviso de publicitación” que se observa en una de las paredes. En los tiempos en que Tlacoquemécatl era todavía un pueblito, ese inmueble era centro de abastecimiento de la leche subsidiada por el gobierno. Y ya estaba el árbol. Para colmo, en el letrero de plano se advierte que “no se aplica ninguna norma de ordenación general”, y eso implica la desprotección del ejemplar por parte de cualquier autoridad.
El tronco del laurel de la India, cuyo nombre científico es ficus microcarpa, es recto aunque en algunos casos con anchísimas ramas estilizadas desde prácticamente su base, la corteza de color gris, y muy poco rugosa; su copa es muy frondosa. Se trata de una especie dioica, o sea que hay masculinos y femeninos. Sus hojas –muy apreciadas en la gastronomía– son perennes y los ejemplares llegan a medir hasta 10 metros de altura, como es el caso de nuestro árbol. Con los mismos argumentos que sostiene la incongruente Sedema, ese laurel, así sea un solo árbol y no 86, debe ser defendido por el vecindario. Si es que todavía nos queda un cachito de amor por nosotros mismos.