EN AMORES CON LA MORENA / Sonsacadores de la vida
Amigos. Foto: Especial
“Es misión imposible retener en mi cabecita los incontables momentos que me han regalado mis amigos, unos de a veces, otros de siempre”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Adelanto este relato lo suficiente del Día de San Valentín que, paradójicamente, da motivo a la portada de nuestra revista digital de febrero. Y es que, amores y desamores aparte –donde no sean las calles vallesinas que dan nombre a esta columna—: ¿Cuántas flores de esas que aumentan repentinamente de precio tendría que entregarle a ella para reconocer su incondicionalidad trazada en torno de Coyoacán? ¿Cuántos chocolates finos con licor debo adquirir para demostrar mi agradecimiento a quien me ha acompañado con su cariño, invaluable contención durante tres décadas de mi existencia? ¿Con cuántos sorbos podría decir a tres “hermanos” lo que quiere decir que una amistad trasciende el Duero y su vino verde? ¿Y a la que sabe que de aquí a Segovia no hay distancia que pueda acabar con lo que somos?
Mi amigo cirquero que acude con sus redes para que caiga desde mis trapecios, no me aceptaría menos de una copa de vino. Y qué le digo al hermano-primo imbatible, que me enseñó que la vida es teatro… Serían insuficientes los emoticones de los chats para repartir entre quienes aceptan seguir viviendo conmigo los tiempos de la prepa como remedio contra el envejecimiento; camaraderías que han cantado conmigo –y a veces bailado– tantas canciones. La fotógrafa y el fotógrafo que descubren el mejor ángulo de mis tristezas y de mis alegrías. Dos pintoras y un pintor que me ayudan a poner con pincel lo que quiero comunicar. El guía al que de repente me le olvido, la prima de los mantras y los yoguis que me ayudan a que no me venza el ruido.
Es misión imposible retener en mi cabecita los muchos, incontables momentos que me han regalado mis amigos, unos de a veces, otros de siempre. El que me regaña para que no me enoje, la que me apapacha con palabras tan lindas sobre lo que dice que (no) soy. La mentada de madre de su voz contra quien me hace daño. Los parientes con los que festejo los olés de la vida y los jonrones de la pasión. El aplauso sincero a un incipiente autor de rolas sin música, la frase que me hace llorar. Y el panquecito que me dejan a mi puerta para endulzarme la vida. Los viajes al interior donde la única droga son las frases de Sartre y Simone. La ternura más parecida a la de una ardilla. Las bocas que han escuchado de mis labios las sílabas que intento articular. Y la euforia al grito de una moda pasada de moda en un concierto. Los del teatro, los del cine. Las del teatro, las del cine. Quienes han caminado al lado de todas mis causas perdidas.
Por decisión tomé de Sartre la locura
De Simone aprendí amamantar en la vida
De cada árbol escrutado en los Viveros,
que nada vale tanto que existir en la ternura.
He vuelto donde suma la hojarasca
los todos en el uno con el cielo.
Las copas que protejo desde abajo por decretar
que aquí no se muere aunque se muera.
Imagino su voz cuando me reta
a que escriba los versos en amor bemol.
Que por cómplice eterna en todo el mundo,
suelta la orden contundente: ¡vení a la vida, vení!
Así que aquí estoy con lo que soy.
Sin condiciones al amor propio por retarme ella.
Pero no es ella la ella que suponen
Sino la adorada amiga que me sonsaca al sentimiento.
Los largos y oscuros risos de quien acompaña mi novela mientras caen sobre un islote descubierto. Los incontables cafés con dos originarios. Con uno he remojado el rock ando roll y los recuerdos que ya tienen algunas piezas perdidas. Con el otro ahogado mis penas tras múltiples refiles de la psicología que nunca deja de rodar. La huella indeleble de la adolescencia, la rebeldía de los chavos que dieron más tiempo a plantar arbolitos que a tender su cama. Los colegas de todos los tiempos, mis maestros y mis chacales, las periodistas tan admiradas de las que aprendo mientras soy su editor por accidente. Las nostalgias que se vierten en todos los que me las leen y me las comentan. La complicidad que ellos no rompen ni por coyunturas ni por ideologías.
Lealtad sin cubierta de chocolate, sinceridad bien aceitada con oliva, conocimiento de causa, negación de la avaricia, la amistad es para mí la consignación de la existencia, el referente del yo –el espejo con marco, no nuestro reflejo–, reinterpretación de uno por el otro. Las ideas, los gustos, las modas que se nos meten sin querer. Las frases copiadas, el corazón plagiado y las muecas sin disimulo. El oído que escucha mi capricho de niño y mi terquedad de viejito.
La amistad no cabe en un día ni tampoco en 365 días. Hay que sembrarla y alimentarla y sin embargo no exige saciedad, sino paciencia y comprensión. Es lo único que nos pertenece sin estar presente todo el tiempo, porque el amor romántico cuando no es imposible, acaba; y, de a veces, solo se sostiene de la amistad misma. Así que de San Valentín hay que tomar más la amistad que el amor, si es que no queremos perecer en el consumismo que pregona.
Yo llevo la amistad puesta a todas partes, con frío o con calor, mientras piso y rompo las hojas secas que caen con el viento. La convierto en una cursilería muy personal para poder decir que me es esencial para vivir, pero sin paletita de corazón. Que es lo único por lo que no prefiero guardar silencio. De su generosidad me siento un afortunado, de su protección un bendecido. Soy un fácil porque la necesito. No sé qué haría sin ti, me dice ella. Yo tampoco sé que haría sin ella.