Ciudad de México, noviembre 21, 2024 12:22
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Los títeres, el teatro y la infancia

“Los espectáculos de títeres no sólo me parecían fascinantes, sino que tenían una función didáctica. A pesar de que han estado presentes por siglos, en casi todas las civilizaciones, son divertimientos desplazados por la adicción de las nuevas generaciones a los dispositivos móviles”.

POR ESTELA ALCÁNTARA

Estos últimos días he vuelto con frecuencia a Cuajimalpa para rehabilitar el departamento que me heredó mi mamá, donde pienso pasar algunos fines de semana para recuperar las caminatas por el bosque y pasar tiempo con la familia. Con este proceso han regresado también los recuerdos de la infancia en la montaña. Esos años en los que perseguía luciérnagas, coleccionaba coleópteros a los que les llamábamos toritos y atrapaba renacuajos en los charcos. Los días de las lluvias torrenciales, de las mañanas frescas en el bosque, del olor a vacas, a ovejas, a pino y a tierra mojada.

Esas tardes de juegos interminables en la ladera de las barrancas o en medio de campos verdes. Esa infancia maravillosa en la que caminaba descalza en el lodo sin miedo a nada. Todo ese universo que nos robó el crecimiento desmedido de los conjuntos residenciales que comenzaron a restar tramos y tramos de bosque y barrancas para levantar enormes edificios de departamentos y plazas comerciales. 

Eran los años 70 y yo apenas estaba descubriendo el mundo más allá de la montaña. Bajar a Tacubaya era toda una experiencia agobiante. Había que tomar un autobús al que le llamaban “guajolotero” o un “pesero”, nombre que se le daba a los taxis colectivos que inicialmente cobraran un peso por pasajero. Vivir en la periferia del poniente de la ciudad era un privilegio, pero también tenía sus desventajas. Los servicios de salud eran escasos, de modo que las campañas de vacunación eran ambulatorias. Había jornadas de salud y servicios sociales en el centro comunitario de lo que entonces se llamaba IMPI y luego DIF. En ese lugar las personas iban a resolver muchas de sus necesidades, desde lavar y bañarse hasta tomar cursos de distintos oficios.  

Recuerdo perfectamente la llegada del tráiler que transportaba los desayunos escolares. Venían en bolsas que contenían un cono de tetrapak de leche de soya, un pan delicioso con sabor a naranja, una naranja y una palanqueta de cacahuate. Tampoco se borra de mi memoria el reparto de juguetes por el día de reyes, que era más generoso durante las campañas electorales. Y, sobre todo, las jornadas de vacunación que llegaban acompañadas de una función de títeres.

Yo estaba dispuesta a que me pusieran todas las vacunas con tal de permanecer sentada en el piso frente a un tinglado donde esos muñecos de trapo y madera se movían a través de hilos que me conectaban con mundos fantásticos. Por cierto, no recuerdo que, en esos días, alguien desconfiara de las vacunas. Las mamás querían que sus hijos estuvieran protegidos contra la polio, la rubeola, el sarampión, la varicela, la tosferina y todas aquellas enfermedades que entonces amenazaban a los niños. Recuerdo que a la tienda de mis padres solían ir a comprar un muchacho con una deformación en una mano y otro con un problema en los pies. Le preguntaba a mi mamá que les había pasado a esos niños y me decía contundente: les atacó la polio, porque sus papás no los vacunaron.

En esa época tomé conciencia de la importancia de las vacunas y estoy segura que mi gusto por los títeres y el teatro de sombras, así como el teatro clásico y contemporáneo comenzó también en aquellos días. Décadas después, cuando pude ingresar a la UNAM y trabajar en Gaceta UNAM y en Difusión Cultural escribí decenas de reseñas sobre teatro y algunas sobre grandes espectáculos de títeres para niños o para jóvenes y adultos, por los que sigo teniendo un gran interés.

 Los espectáculos de títeres no sólo me parecían fascinantes, sino que tenían una función didáctica. A pesar de que han estado presentes por siglos, en casi todas la civilizaciones, son divertimientos desplazados por la adicción de las nuevas generaciones a los dispositivos móviles.

No sé si tuve una infancia afortunada porque pude jugar con cosas concretas: saltar la cuerda, brincar entre cuadro y cuadro del avión, construir castillos de lodo, trepar árboles, perseguir luciérnagas, atrapar sapos, correr tras una pelota, jugar con canicas, yoyos y baleros. Las niñas y los niños de mi generación tuvimos una infancia de mucha actividad física e imaginación que nos permitió desarrollar habilidades y jugar con todos los sentidos. Es lamentable que toda esa diversión se reduzca cada vez más al mundo digital y, al mismo tiempo, es loable la preservación de la tradición titiritera que realizan las instituciones culturales y las familias que por generaciones se han dedicado a la práctica de estos espectáculos, como los Rosete Aranda. 

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