Ciudad de México, noviembre 24, 2024 07:19
Opinión Oswaldo Barrera Revista Digital Mayo 2024

Los mercados: privilegios mercantiles

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Los mercados son el centro de la existencia para muchos habitantes de la Benito Juárez. Casi todos podemos referirnos a uno en particular como si fuera nuestro, aunque, pensándolo mejor, nosotros somos quienes les pertenecemos.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

Camino unos cuantos pasos, menos de tres cuadras, para llegar a aquel lugar que desde temprano por la mañana y hasta casi el ocaso, todos los días, es un refugio para los hambrientos, los deportistas, los trabajadores de diversos oficios y quienes buscan surtir su despensa. Se trata del Mercado Santa Cruz Atoyac, pequeño pero bien ordenado, en comparación con el alegre caos de otros establecimientos similares, donde ir a desayunar los fines de semana o a comer cualquier otro día es lo que considero un privilegio.

Con casi seis décadas de existencia, cuyo aniversario se celebra cada año con música y jolgorio, así como una importante remodelación que está por cumplir 10 años, se trata de un rincón tradicional para los habitantes del barrio y de las colonias vecinas. En él puede verse desde el grupo de entusiastas oficinistas que aprovechan la comida corrida para escaparse de la rutina hasta el equipo de básquetbol que, satisfecho, almuerza los domingos después del partido.

Los comensales son variados y más de una vez los puestos de comida de este mercado han sido mencionados en guías gastronómicas y periódicos, al punto de que incluso puede verse a algunos intrépidos y despistados turistas sufrir por las salsas –aquí sí hay de las que pican–, desconcertarse por la estridencia de las bocinas de los cantantes ambulantes –hasta ahora no hay señales de música de banda que los haga huir– o sorprenderse los viernes de cuaresma con las diversas preparaciones marinas en un lugar a cientos de kilómetros de la costa más cercana.

Este mercado, de gran tradición y arraigo para los habitantes de Santa Cruz Atoyac, es uno de tantos que han persistido entre las calles de la alcaldía con mayor índice de desarrollo de la ciudad, según se presume, y en ellos no hay distingos de clase ni señales, aún, de una gentrificación descontrolada. Ya sea la Álamos, la San Simón o la Del Valle, esta demarcación presume sus mercados como centros de reunión y convivencia que trascienden los límites de barrios y colonias.

A ellos llegan vecinos de diferentes rumbos en busca de aquello que calme el antojo o remedie alguna descompostura en la casa. Hay de todo en ellos, pero se reconoce que algunos se especializan en diferentes campos o comidas, como el de Portales y todo lo que tenga que ver con plomería o el de San Pedro de los Pinos y sus famosos mariscos.

A ello me refiero al hablar de privilegios: vivo en una alcaldía de Ciudad de México, aunque sigo pensando en ella como una delegación del Distrito Federal, donde puedo encontrar lo que necesite caminando desde mi casa o tomando el transporte público, que me deja a unas cuadras de prácticamente cualquier mercado. Es algo que distingue esta alcaldía, la profusión de espacios de venta concentrados en pasillos a veces ruidosos, en ocasiones muy sugerentes y, rara vez, vacíos.

La gente, sin importar ascendencias, ve los mercados como un lugar propio y a la vez común, que comparte con sus marchantes de confianza y las dueñas de aquellas fondas que han sazonado sus días desde hace años. Tenemos en ellos nuestro local favorito para comer gorditas o beber un jugo, o el puesto donde, cada semana, compramos la fruta y verdura que se exhibe en un colorido y aromático despliegue que varía según la temporada. Sabemos dónde encontrar más barato algún artículo de limpieza o quién vende la crema de mejor calidad, y por ello regresamos una y otra vez.

Dicho esto, reitero mi privilegio de caminar sólo unos pasos para encontrarme con un vasto plato de chilaquiles acompañados de un pan dulce o un exquisito queso Oaxaca para mis quesadillas, adquirir la llave que estaba buscando para arreglar mi lavabo, comprar un arreglo de flores para mi pareja o aquel artículo de papelería que necesito y no puede esperar a una escapada hasta la papelería, todo sin salir del mismo lugar. Desde que pisé por primera vez el mercado del que ahora llamo mi barrio, sentí que había establecido un vínculo permanente y cercano con él. Hoy no puedo imaginarme pasar más de una semana sin recorrer sus pasillos y ver a los parroquianos y vendedores de costumbre, con los que comparto bromas y opiniones sobre cualquier tema.

Los mercados son el centro de la existencia para muchos habitantes de la Benito Juárez. Casi todos podemos referirnos a uno en particular como si fuera nuestro, aunque, pensándolo mejor, nosotros somos quienes les pertenecemos, los que ya formamos parte de sus dinámicas y hacemos que cobren vida. Y, hablando de ello, creo que es el momento de terminar de escribir estas líneas e irme al mercado para comer unas enchiladas o, si tengo suerte, unas tortas de carne en pasilla. Veremos qué sorpresa hay para mí en esta ocasión y quizá, si algún día tengo suerte, descubra que en mi mercado también hay un merendero oculto, mientras busco cualquier chuchería como pretexto para ir a cenar.

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