EN AMORES CON LA MORENA / La biblioteca de Vicente Leñero
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Libros de la biblioteca de Leñero. Foto: Francisco Ortiz Pardo
“Me quedé mirando a la distancia la inmensidad de lomos hacia el lado sur del espacio, como cuando uno ve las montañas en lo que entra a los pulmones la bocanada de aire fresco que despierta una extraña sensación de ahogo placentero”.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Para Mariana Leñero, con agradecimiento.
De un sopetón, subiendo la escalera exterior frente a un rojo que domina toda la construcción, Mariana me hizo pasar a la biblioteca de su padre, Vicente Leñero. Dos días antes, el 3 de diciembre, el entrañable escritor y periodista había cumplido 10 años de haber partido al lugar de sus creencias religiosas.
Mi mirada se fijó de inmediato en una pequeña máquina de escribir Olivetti, con la que Leñero se resistió hasta el final a las imposturas de la tecnología. Así, colocada como él la dejó, sobre un escritorio rústico y amplio en el que también ha quedado la agenda telefónica, apenas tocada por la curiosidad de algunos como yo, que descubren en ella varios de los nombres célebres a los que él bajaba del pedestal con su sencillez.
“Sí, le cagaba ese ambiente”, me confirmó Mariana cuando yo le comenté su alergia a la petulancia prevaleciente en lo que él mismo llamaba “las mafias de los intelectuales”. Recuerdo cuando Vicente, por allá de 1990, me pidió que extrajera del archivo de foto de la revista Proceso fotografías de escritores con “la manita” puesta en sus barbillas; las metió en unos marquitos de plástico con garigoleados barrocos dorados y luego dispuso que fueran colocadas en la pared que dividía nuestra área con de la de la formación gráfica, que entonces todavía se realizaba recortando las galeras de tipografía. En las imágenes estaban Octavio Paz, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Fernando del Paso… La Galería de los Hombres Sencillos, le llamó divertidísimo, con su muy peculiar sentido del humor.
Tímido yo como era, apabullado por la admiración que le tenía y cautivado por sus charlas a las que me colaba como testigo mudo y privilegiado, a Vicente siempre le hablé de “tú”, sin embargo, seguramente por considerarlo parte de mi propia familia, dada la cercanía con mi padre pero también por sus modos sencillos de trato, joviales e incluso tiernos, que despertaban esa confianza. Me conoció desde niño, y por ello él nunca dejó de llamarme Paquito.
Me despertaba la pasión de unos segundos, que habría querido que duraran un poco más, cuando hablaba de forma muy cotidiana de sus vivencias –comúnmente chuscas– con los personajes del cine y del teatro. Creo que de él, más que de la filosofía, aprendí a ser un incorrecto, a cuestionar lo que se da por sentado, incluido lo de uno mismo. Para decir lo indecible y provocar la carcajada de los escuchas, como cuando preguntaba: ¿Qué le ven a las pirámides, si son un montón de piedras? Notaba cómo varios le lambisconeaban cuando él no necesitaba de eso para ser generoso.
Mientras yo acariciaba el escritorio de Vicente en su biblioteca como si esperase que se me pegara algo de la genialidad, mis ojos llegaron un poco más lejos, al estante que se aparece frente. Descubrí unas mesas de ajedrez con piezas desacomodadas, una foto con su esposa Estela dándose un beso absolutamente lleno de amor y una cajita con curiosidades decorada toda con piezas de dominó de diferentes tamaños. En esa parte de la biblioteca están las cosas sobre él, apuntes engargolados, revistas, libros en los que de una u otra forma participó, además de diversas ediciones de sus obras, algunas traducidas.
Seguramente en esos muebles de madera sólida hubo muchas más cosas que le regalaron o que fueron adquiridas por su curiosidad pero que por una forma desprendida de vida cedió a otras personas, incluso libros valiosos, primeras ediciones o firmados, que solía regalar siempre que tuviera la convicción de que serían bien leídos o bien intervenidos con anotaciones o marcas.
Me sentí como un intruso afortunado cuando Mariana abrió una bodeguita que para mí es la de los tesoros. Me mostró guiones originales hechos en máquina de escribir y con garabatos y dibujitos en los márgenes de las páginas, algunos que no han sido llevados –todavía— al cine. Luego me quedé mirando a la distancia la inmensidad de lomos hacia el lado sur del espacio, como cuando uno ve las montañas en lo que entra a los pulmones la bocanada de aire fresco que despierta una extraña sensación de ahogo placentero. Y justo en medio, una escalera como al cielo.
Me habría gustado que el polvo no me desmintiera de la idea de que a esos libros les habían faltado suficientes lectores los últimos 10 años. Por eso superé la falta de derecho propio para aceptar la generosidad de mi anfitriona que, como hacía su papá, me pidió elegir algo para llevarme a casa. Sin saber por dónde empezar a escudriñar, opté por el costado derecho, retacado de libros de teatro, desde las dramaturgias hasta manuales técnicos. No había tocado volumen alguno cuando Mariana me dijo que debía correr porque ya la esperaban para preparar el homenaje que Cultura UNAM le dedicaría a su padre ese jueves 5. “Quédate el tiempo que quieras”, me dijo. A mí me pareció un gesto invaluable.
Di un vistazo alrededor antes de sentarme como meditativo en el sillón acolchonado de piel donde el propio Leñero se sentaba a leer. Encontré una pelota de beisbol, el deporte al que, como yo, Vicente fue gran aficionado. Fotos familiares y las plaquitas conmemorativas de sus obras de teatro, me parecieron unas verdaderas reliquias. En el silencio se me agolparon los recuerdos. Noté que había muy pocos ejemplares de poesía pero al mismo tiempo sentí el espacio como la gran metáfora de la vida donde las personas se quedan cuando ya se fueron.
Me iba con dos libros bajo el brazo (una edición de bolsillo de Bodas de Sangre, de la editorial Rei, y la novela Papeles de Pandora, de Rosario Ferré), cuando me di cuenta que había olvidado algo. Así que regresé a la puerta y desde ahí torcí los labios para dibujar una sonrisa de esas con las que uno oculta la tristeza. Como si quisiera que esos segundos duraran un poco más.