Ciudad de México, febrero 5, 2025 02:48
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Mi vida con Joaquín Sabina

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“Uno no lo va a escuchar por su linda voz sino por las emociones que provocan esos versos rasposos y trabajados por el tequila. Igualmente habría acudido a Leonard Cohen con 124 años a cuestas”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Habré tenido 16, 17 años de edad. En mi recámara había un radio despertador sony en el que escuchaba Rock 101 cuando no era posible hacerlo en el amplificador que teníamos en la sala. Eran noches largas con algún sentimiento de soledad custodiada por la voz de Luis Gerardo Salas, el director de la estación, creador de la “idea musical” con la que sellaba las canciones que consideraba un referente artístico. Una de ellas era Juana la Loca, la única canción de Joaquín Sabina programada en la radio de esa época. Tempranamente, en una tardía democracia española, la rola reivindicaba con cierto humor y una voz muy grave, los derechos de la comunidad LGBT, particularmente la de un hombre que se fue a la calle “con zapatos y bolso”. La grabación pertenecía a un álbum de un concierto en vivo en un teatro de Madrid, con la banda Viceversa, que entonces le acompañaba. “Degenerado y mujeriego, con cierto aspecto de fakir, anda arrastrando su esqueleto por las entrañas de Madrid”, lo habría descrito en aquel concierto su amigo Luis Eduardo Aute.

De manera discreta, gota a gota, fue filtrándose entre chamacos de la generación X, sobre todo aquellos más enamorados de las revoluciones y los formados por exiliados españoles y sudamericanos, la humedad del culto a un personaje misterioso, como enmascarado. Cuando por fin se anunció una primera presentación suya en el viejo Auditorio Nacional, se reveló el fenómeno. Sus discos se habían copiado tan profusamente de manera doméstica, en casetes, que apenas unas horas después de anunciarse el concierto se agotaron las localidades. Mi tío Ricardo y yo fuimos de los pocos afortunados que conseguimos lugar. La demanda fue tal que llevó a un “portazo”, como se le llamaba entonces a la acción donde la chaviza entraba a la fuerza. Unos centenares de jóvenes alcanzaron a colarse y se quedaron en los pasillos. Otros muchos fueron retirados por la policía, que se mantuvo abajito del escenario durante todo el concierto.

Nada más simbólico de una rebeldía que unos jóvenes enfrentándose a la policía, cuando apenas despertaba un clamor por las libertades democráticas en México, el cantautor se solidarizó con los chavos y lamentó lo sucedido. Al coro de “mucha mucha policía..”, mientras cantaba Pacto entre caballeros —una historia parcialmente de la vida real en la que lo reconocieron quienes lo asaltaban–, Sabina señalaba a los uniformados que protegían el foro. Entonces él era un cronista de lo que pasaba en las calles, en los bares, con los marginados y las prostitutas. Fue el inició de un muy largo romance del músico con el público mexicano, del que ahora se va despidiendo en el mismo Auditorio Nacional, ya moderno con sus 10 mil butacas, en seis conciertos de su gira Hola y adiós.

El repertorio de sus últimas presentaciones en vivo, que comenzaron en México y pasarán por Argentina, Colombia, Perú, Uruguay, Costa Rica, Estados Unidos y por supuesto España, fue un tutifruti de varias épocas, incluidas las que el propio cantautor pretendía hacer olvidar. Hace demasiado tiempo que no cantaba por ejemplo Calle Melancolía ni Quién me ha robado el mes de abril. Yo seguidor, fan que digo que hay que ser de los rockstar para no serlo vergonzosamente de algún político, de la misma forma que prefiero ser un creyente religioso que confundir a un presidente con un Mesías, he militado en sus canciones por casi cuatro décadas; y como mi vida ha corrido en paralelo por su historia musical es difícil explicar por qué no puedo esclarecer cuál es el Sabina que me ha gustado más, porque sería algo así como traicionar a mi parte más joven o a la más vieja. A veces pienso que esa afiliación es mi única política, algo así como mi rechazo a los “ismos” de la ideología, la libertad individual que se opone a los coros y las consignas prefabricadas, como cuando Dylan regañó a los pacifistas que tomaron por himno “la respuesta está en el viento”.

Y es que Sabina no niega su placer al provocar a quienes caen en la tentación del lugar común. Heredero de los ideales de la Republica Española, le dio por usar más el bombín en la medida en que los antimonárquicos le recriminaban que eso les era una ofensa porque les recordaba a Franco. Buzo para no caer en las trampas, cuando un periodista le preguntó que a quién prefería, si a Fidel Castro o a Felipe González, él respondió: “Por mi se pueden ir los dos”. Enemigo de poner las canciones al servicio de la ideología, ha cuestionado el oportunismo de venta que ello le trae, por ejemplo,a Manú Chao.

Cuando invitó a los entonces Principes de Asturias a cenar a su pentahouse de la calle Relatores, y entonces provocó una controversia como tantas otras, él respondió que “yo invito a mi casa a quién me da la gana”. Tiempo después se supo que Felipe, el hoy rey, se puso furioso porque Sabina puso en la mesa una banderita de la República Española y además sacó a bailar a Letizia, que era su fan y por eso le había pedido a su esposo contactar a Sabina. Desde la primera parte de su vida pública, Sabina no le gustó a los comunistas porque lo consideraban anarquista y a los anarquistas tampoco, pues lo acusaban de comunista. Ha tenido amigos cercanos como los desaparecidos Gabriel García Márquez y Almudena Grandes, además de Eduardo Galeano. Admirador del uruguayo José Múgica, a cuyo homenaje se sumó recientemente, ha cuestionado severamente el régimen dictatorial en Venezuela. “Ya no soy tan de izquierdas –dijo hace unos meses–. Porque tengo ojos para ver y oídos para escuchar”.

Yo me puedo contar entre los pocos o los muchos que han asistido a todas y cada una de las giras de Joaquín Sabina en Ciudad de México. Además de una muy especial en la que apareció con Chavela Vargas, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, durante un festival Cervantino; en aquella ocasión, coincidí con él en el hotel San Gabriel de Barreda, donde se hospedaba con sus músicos, que anduvieron de fiesta toda la noche junto a la alberca. No me importa demasiado si a sus casi 76 años se le desgarra la voz o camina lento cuando se levanta por unos cuantos momentos de la silla alta desde donde canta. O si ya no es más el que brincoteaba como un niño cuando “igual sigo de flaco, igual de calavera, igual que antes de loco por cantar el blues de lo que pasa en mi escalera”. Uno no lo va a escuchar por su linda voz sino por las emociones que provocan esos versos rasposos y trabajados por el tequila. De igualita forma habría ido a ver a Leonard Cohen aunque tuviese 124 años a cuestas.

Un día ya muy lejano nos enteramos Juan Carlos, Sergio y yo que el juglar se presentaría en el programa en vivo que conducía Ricardo Rocha en la televisión. El periodista, ya fallecido, tuvo el mérito de abrir la televión a la música alternativa, especialmente el rock, y se hizo muy amigo de Joaquín. Así de locos nos fuimos en mi vochito verde hasta Televisa Chapultepec, y ya ni recuerdo cómo es que pudimos entrar. El caso es que al terminar la presentación lo alcanzamos en la calle, donde Juan Carlos espontáneamente le confesó que su tesis de licenciatura en Psicología sobre la soledad estaba plagada de citas de sus canciones. Sabina, al que mi amigo siempre se refiere como “el gurú”, le respondió bromeando sobre la posible reacción que habría tenido el sinodal. Estupefactos los tres con tal sencillez, todavía lo seguimos hasta el hotel en que se hospedaba, el Imperial de Paseo de la Reforma, donde ingenuamente pensábamos que aceptaría tomarse un güisqui con nosotros. Después de soltar una risita pícara como diciendo “¿otra vez ustedes?”, actuó con histriónica seriedad para desairarnos amablemente alegando que al día siguiente viajaba muy temprano a Guadalajara.

Para ese tiempo Sabina había compuesto, justo en Guadalajara, su primera canción intimista, Corre dijo la tortuga (Julieta Venegas ha hecho una versión maravillosa), un espejo psicoanalítico que nunca ha cantado en vivo a pesar de ser una de sus canciones favoritas, me imagino que por una superstición como si fuera uno de esos toreros a los que tanto admira. Hasta ahora el español ha grabado 17 discos de estudio y siete en directo; a la vez que sus composiciones se fueron haciendo más íntimas se dejó emborrachar por las letras de José Alfredo Jiménez. México lo flechó al punto de que Y nos dieron las diez se ha desdibujado en mi corazón como se desdibuja cualquier cliché. De todas formas el mariachi nunca ha sido mi fuerte.

Sabina ha dicho que formó parte de su propia impostura cuando grabó su primer disco, Inventario, unos poemas que había musicalizado con el estilo del canto nuevo. Arrepentido se desprendió de ello para adaptar muchos ritmos y estilos en su “yo” rocanrolero, descubierto en su autoexilio en Londres, en la primera mitad de los setenta, donde conoció la música de Bob Dylan y los Rolling Stones. Tal vez en ello está la clave de su vigencia entre diferentes generaciones y también de su propia reinvención, si bien al final de su carrera se ha vuelto un genial nostálgico de sí mismo. Yo pienso que efectivamente Joaquín Sabina se volvió mejor poeta después de ser cantante.    

Recuerdo aquella vez que como novato reportero fui a cubrir la conferencia de prensa que el nacido el 12 de febrero de 1949 en Úbeda, Jaén, Andalucía, dio en la cantina La Ópera, en el Centro Histórico, con motivo de la presentación del disco Mentiras piadosas, cuyo sencillo del mismo nombre también cantó recientemente en sus conciertos de despedida en el Auditorio Nacional. Sentado en la barra del bar me firmó el kit de prensa, que siempre he lamentado haber extraviado en alguna mudanza.

Dos veces he estado afuera de su casa, en la Plaza Tirso de Molina. La primera fui solo, cuando una mujer mayor que atendía un pequeño bar conde me comí unos boquerones fue mi guía después de lamentarse que la identidad mestiza del barrio de Lavapiés había perdido su identidad mestiza a manos de los migrantes. Sabina ha dicho que al contrario, que eso ha enriquecido culturalmente el entorno. La segunda vez llegué con aquella a la que, divertida con el ritual, le dije que yo sabía cómo hacer asomarse a Sabina, que simplemente había que gritar fuerte el nombre de Jimena, su todavía no esposa. Podría mentir y decir que me disponía a hacerlo cuando llegaron unos argentinos y nos preguntaron si allí vivía efectivamente su ídolo. Habíamos llegado a través de las mismas estaciones del Metro de la canción Caballo de cartón: “Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal… ¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?” Así es que nada se borra, todo se transforma, aunque las canciones ya no sonarán en vivo. Ni la primera ni la última. No es que un amanecer sea mejor que un atardecer. Es simplemente que son cosa distinta.         

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