Resueno de una primavera sin prisa
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Así llega la primavera prometiendo que cada día será más cálido que el anterior. Las calles se llenan de personas que llevan sus sombrillas, que se tapan del sol con el celular, con la gorra, con las manos.
POR MELISSA GARCÍA MERAZ
¿Y si el ocio no fuera un lujo, sino un derecho? ¿Y si la primavera no llegara con flores, sino con la tregua de un día lento?
Hay mañanas que no despiertan con el sonido estridente y no deseado del despertador, sino con una súbita tibieza en el aire. Un calor amable que se cuela entre las cobijas y anuncia, sin permiso, que ha llegado la primavera. No es que el mundo cambie de pronto, pero hay una promesa escondida en la luz, como si el tiempo —ese tirano del reloj y las agendas— por fin se distrajera un momento para dejarnos respirar. Pero esto es solo momentáneo, la promesa cálida pronto se vuelve una advertencia de un calor intenso. Ese calor que nos agota y nos agobia.
De hecho, despierta la mañana anunciando que el tiempo es más cálido que ayer, que la semana pasada, que el mes anterior. Despierta la mañana porque no hay otra opción. Para las almas que despiertan día a día para ir al trabajo, no hay otra elección. Qué absurdo es crecer.
Si me hubiesen preguntado, hubiese optado por permanecer en la vida vagabunda. Sí, me hubiese gustado aferrarme a un cuaderno de notas, pasar mis días acumulando experiencias que después hubiese vertido tranquilamente en una serie de escritos. Algunos dedicados a los amores perdidos; otros, a la tierra, al cielo, al mar, a la patria, a mi gato, a las bebidas fermentadas que dan un poco de felicidad efímera y, por qué no, a la comida.

Dedicaría mi vida a leer un poco de La tregua para el desayuno, un poco de Páramo para la noche, quizás para despertar con esperanza y dormir con su opuesto. Pero la vida es así, llena de ajetreos, tráfico, momentos efímeros de libertad a los que podemos aferrarnos.
Lo veo en los que salen del metro, presurosos por encender un cigarrillo, recargarse en algún macetón y fumar un poco.
Lo veo en quienes tomamos la bici y, al llegar a una calle inclinada, dejamos que la velocidad se apodere de nosotros.
Casi puedo sentir la emoción de todos por estirar los brazos, sentir el aire y pensar que no estamos ahí, que estamos en un cerro o en una montaña, y que vamos cuesta abajo desafiando a la velocidad misma.

Momentos efímeros de felicidad y libertad. ¿Dónde radica la felicidad? No, no es en el éxito, en el crecimiento, ni en la riqueza. Dicen los que saben —y desarrollan la prestigiosa medición de la felicidad— que es más una situación de confianza y conexión. ¿A qué se refiere esto? Bueno, parece simple: no son comunidades y economías fuertes solamente, sino vínculos. Compartir comidas con otros, tener a otro incondicional que nos brinde apoyo social e, incluso, el tamaño del hogar y cuántas personas viven ahí. Hasta la confianza de que alguien te regresará un objeto perdido, —una cartera, por ejemplo— incrementa la felicidad.
Pero ¿qué hay acerca del ocio? ¿Acaso esos momentos efímeros de libertad no podrían ser más grandes, más vívidos, más recurrentes? ¿No podrían también darnos felicidad? Esos momentos en los que tomo mi bici solo para escapar de los autos, del transporte público. Esos momentos en los que me siento en el sillón y, absorta, miro al infinito buscando la respuesta de una pregunta que no me he hecho. Esos momentos en los que no cuentan los recuerdos, ni los fantasmas, ni los dolores, ni corazones rotos, ni los sueños incumplidos. Ni los amores que desaparecieron como si se esfumara mi niñez, mi juventud, las risas, tu amor, tu silueta y mi esperanza.

Es el movimiento lento, el que propone Carl Honoré, el que se muestra como la pieza fundamental de la vida misma. Alejarnos del culto a la velocidad. Alejarnos de la vida rápida. Incluso las vacaciones se viven como un turismo que destroza todo a su paso, marcado por la rapidez, por la urgencia de recorrer ciudades y acumular fotos. En lugar de eso deberíamos recorrer las calles, mirar los barrios, comer los guisos diarios, mirar con lentitud, vivir pausadamente, escuchar los ruidos de los árboles de cada lugar o región y el crujir de la tierra. Reconocer cómo cada lugar canta, huele y vibra de forma distinta.
Con el grito revolucionario de Paul Lafargue, que cuestiona la ideología de amar el trabajo: como una ideología impuesta a los que menos tienen, que los hace pensar en el trabajo como una “virtud”, y que nos arrebata —nos roba— el derecho al ocio. Ese ocio que ha sido reservado para la clase dominante, para el burgués. Para quienes lo toman para ser artistas contemporáneos, intelectuales de escritorio. Aquella ideología que aliena el trabajo nos pide amar las cadenas y nos aleja del disfrute, del desarrollo personal y, sobre todo, del placer. Ese placer negado por la lógica de la sobreproducción capitalista.

Esos momentos en los que el gato llega a posarse en mi regazo y me dice, me pide, nos exige olvidar por un momento que tenemos cosas que terminar y proyectos que iniciar. Cuando me detengo, en una pausa, una tregua a la vida. En esos pequeños momentos que dan sentido a la vida. Como el día que te conocí, el tiempo que pasamos juntos y que hoy reconozco como la tregua del desamor que la vida me ofreció.
Frente a la idea incesante de que mi vida es absurda e insignificante, que por más capital que quiera guardar, por más trabajo que necesite enajenar, nunca será suficiente. El esfuerzo inútil e incesante, reflejado en el mito de Sísifo, me recuerda las palabras de Píndaro: “No te afanes, alma mía, por una vida inmortal pero agota el ámbito de lo posible”.
Así llega la primavera prometiendo que cada día será más cálido que el anterior. Las calles se llenan de personas que llevan sus sombrillas, que se tapan del sol con el celular, con la gorra, con las manos. Así, de pronto, recuerdo que es también mi estación favorita del año. Junto con las jacarandas y el tono violeta en las calles, se acerca mi cumpleaños. Pero no, este no será mi cumpleaños. Como dijo Bennedeti, los cumpliré más tarde. Este no, no será mi verdadero cumpleaños, los cumpliré más tarde por ahí de mayo o junio. Sí, los cumpliré más tarde… o mejor no los cumplo.
Cumpliré años cuando me regale tiempo.
Cuando el ocio no sea culpa ni lujo, sino rutina sagrada.
Cuando releer a Benedetti sea parte del desayuno, y dormir con Rulfo sea el descanso necesario.
Cumpliré años más tarde, cuando vuelva a encontrarme —tal vez— bajo la sombra violeta de una jacaranda, aunque esta sea sólo el recuerdo de mi memoria fragmentada, con el gato en el regazo y una pregunta sin responder inundando mis pensamientos.

Cuando nos miremos así, sin prisa, con nuestro derecho a la lentitud arropado en nuestras piernas, con ocio y con pereza. Así con la pereza en todo el cuerpo: en la cabeza, el corazón y los pies. Alzando nuestras miradas y encontrando tus ojos en los míos, y que podamos hacer cierta la frase de Octavio Paz:
“El mundo cambia cuando dos se miran y se reconocen”….
Entonces, será primavera.
Entonces, y solo entonces, será mi cumpleaños.