Ciudad de México, noviembre 14, 2025 15:08
Vestigios

Café Equis: el aroma que La Merced no ha podido olvidar

La historia viva del café más antiguo de Ciudad de México.

Un expendio fundado hace 95 años, que que resiste entre lonas, diablitos y siglos de comercio.

STAFF / LIBRE EN EL SUR

En la calle de Roldán, donde el bullicio de La Merced parece no extinguirse nunca, sobrevive uno de los secretos más antiguos del Centro Histórico: el Café Equis. A primera vista es apenas una puerta entre lonas, diablitos y voceadores; una fachada amarilla con letras enormes que anuncian LA CASA DEL CAFÉ y dibujos de tazas humeantes, como si el edificio entero respirara cafeína. Detrás de ese umbral se abre una cápsula del tiempo donde todo huele a tostado, a molienda y a memoria.

La foto podría parecer la de un expendio cualquiera: una báscula metálica curtida por los años, una caja de cartón sin abrir, los letreros de colores que anuncian tome café Córdoba, pida café Uruapan, pida café Huatusco. Pero cada una de esas tipografías pintadas a mano cuenta un viaje: el del grano que bajó desde las montañas húmedas de Veracruz, Chiapas y Oaxaca hasta este barrio donde la vida se negocia al gramo y al sorbo.

El Café Equis abrió originalmente en 1920, en la calle de Corregidora. Diez años después, el español Gaspar González lo adquirió y decidió trasladarlo en 1930 a la calle de Roldán, donde ya operaba una tienda de abarrotes. Con ese movimiento, casi discreto, la historia del café en la Ciudad de México encontró su lugar definitivo. Para 1930, el expendio ya tenía una rutina firme: el tostador que arrancaba al amanecer, el burbujeo del molino, la fila de clientes que entraban con prisa pero salían con otra respiración.

Entre los años treinta y sesenta —cuando La Merced era el corazón absoluto del abastecimiento de la ciudad— el Café Equis llegó a vender hasta diez toneladas de café al mes. Había días en que el local quedaba chico. Fondas, hoteles, cantinas, amas de casa, oficinistas, cargadores que venían por un cuarto de mezcla y una palabra amable. Todos sabían que ahí, detrás de los anaqueles de madera y mica amarillenta, se tostaba un café honesto: sin espectáculo, sin moda, sin pretensión.

Nada en el local ha cedido a los años. Los rótulos pintados a mano —Chiapas, Márago, Coatepec, Córdoba, Uruapan— siguen ahí, tercos, desafiando a las barras minimalistas que colonizaron otras partes de la ciudad. No hay latte art, ni lámparas industriales, ni baristas tatuados. Aquí lo que manda es el golpe seco del molino, la báscula que respira como un animal viejo y fiel, y la bolsa de papel estraza que envuelve el café como si guardara un secreto.

La Merced ha cambiado hasta el cansancio. Vivió incendios, reubicaciones, desalojos, remodelaciones que no siempre fueron reconstrucción sino borradura. Pero el Café Equis, incrustado entre los puestos de semillas, las fondas y los pasillos que huelen a epazote, canela y jitomate recién descargado, permaneció como un punto fijo en una geografía que se mueve todos los días. Resistió la llegada de la Central de Abasto, el cierre de negocios históricos, los años en que el barrio se volvió un laberinto de lonas. Su aroma nunca se extinguió.

Hoy forma parte de programas patrimoniales y aparece en guías que lo describen como un lugar donde el tiempo se sirve en taza de peltre. Pero ninguna guía alcanza a captar esa sensación exacta: la de entrar ahí y sentir que uno pisa una frontera donde la ciudad deja de correr.

El café como testigo

Aquí se trabaja con café de altura proveniente principalmente de Veracruz, Chiapas y Oaxaca. El tostado se ajusta al método del cliente: claro, medio u oscuro, según si lo prepara en olla, prensa francesa, cafetera italiana, filtro o máquina de espresso. La molienda se hace frente al comprador, con un ritual que no ha cambiado en décadas: el peso justo, el sonido del grano partiéndose, el aroma que se expande como si invadiera la calle.

Desde el año 2000, el expendio sirve también café al momento: americanos, capuchinos, mokas, chocolate caliente, chai. Nada enloquecido. Nada “conceptual”. Solo una taza caliente que llega sin prisa. La peatonalización de Roldán permite ahora beberlo en la banqueta, mirando cómo el mercado sigue moviéndose en una coreografía que no necesita ser ensayada.

Hay lugares que venden un producto y hay lugares que venden un tiempo. El Café Equis pertenece a los segundos. Su mostrador no solo ofrece café: ofrece continuidad. Una respiración antigua en medio de una ciudad que todo lo devora.

Frente a la báscula, los rótulos viejos y los anaqueles que han visto pasar generaciones enteras, uno entiende que no es nostalgia lo que se compra aquí, sino algo más raro: la permanencia. Algo que se resiste a desaparecer incluso cuando todo alrededor cambia de piel.

El Café Equis sobrevivió guerras, crisis, expropiaciones, mudanzas, modas. Y sigue ahí, tostando su historia sin aspavientos. Por eso conmueve: porque en su mostrador se vende mucho más que café. Se vende la certeza —cada vez más escasa— de que aún existen rincones donde el tiempo no ha perdido su aroma.

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