Ciudad de México, abril 28, 2024 04:24
Revista Digital Noviembre 2022 Vestigios

Adiós a David Huerta

Cuando tenía apenas nueve meses de haber nacido, su padre, el también enorme poeta Efraín Huerta, un hermoso poema llamado “Pequeñas palabras para el pequeño David”.

POR CARLOS ULISES MATA

El lunes de la semana en que festejaría su aniversario septuagésimo tercero, y apenas al día siguiente del domingo en que fue recordado el año quincuagésimo cuarto de la tragedia de Tlatelolco vivida en carne propia por él, el amigo impar e inmenso poeta David Huerta cambió drásticamente de costumbres y comenzó a habitar, a la vez, el poblado territorio de la memoria amistosa y el numinoso universo de su posteridad.

El espacio impersonal de una funeraria situada en la calle de Félix Cuevas se llenó de pronto de vida y terminó fungiendo como el umbral de acceso a la nueva ciudad del poeta, la que López Velarde soñó sumergida dentro “del más bien muerto de los mares muertos”, y Huerta —quizá rectificando a su maestro– lúcidamente vio como “un lugar habitable”, “una ciudad implacable, musical, prosódica, aguda, filosa: sharp as a razor blade”. La ciudad de la poesía, que no la ciudad poética.

Cuando tenía apenas nueve meses de haber nacido, su padre, el también enorme poeta Efraín Huerta, le escribió desde Praga, o Berlín o Lisboa (da igual, estaba lejos y los separaba un Atlántico de deseos) un hermoso poema llamado “Pequeñas palabras para el pequeño David”, en el que acaso presagió el destino “del gran Telémaco que buscaba a su padre”.

Le dijo entonces Efraín a David: “Te saludan: / los árboles y las banderas triunfales, / los pájaros y los ríos del pueblo, / las ágiles canciones del pionero, / las películas a colores y las fotografías. / Ludmila te sonríe desde el fondo / de su impecable belleza de soberbia señora. / Marina y Boris, Leonid Kosmatov, / Tania y Susana me preguntan por tus ojos. / Y yo les digo que miren al cielo / y solamente escuchen / metales y maderas del heraldo del día / y a todas horas de la ciudad sin horas”.

Como si de un destino se tratara, al paso de los años David Huerta compuso con sus actos verbales y sus andares “en el paisaje de los nombres” los rasgos que se ajustaron con precisión al retrato profético de Efraín.

De esa manera, con el tiempo y los libros que caían de su alforja inagotable, David Huerta se hizo el poeta explorador del aire y las raíces del idioma; el poeta de las aguas translúcidas y los jardines de la luz; el que no sólo oía y modulaba el lenguaje, sino que fatalmente lo atravesaba con los ojos, aquejado como estuvo desde joven de “una curiosa enfermedad”, “también un don: un poder mágico”, llamado “logoscopía” (léase el poema con ese nombre en La música de lo que pasa, de 1997).

Para decirlo en menos palabras: entre los poemas primeros de 1967 o 1968 y los ahora inéditos de 2022, se realizó David Huerta como el pionero y el heraldo del día que adelantó las banderas de lo decible hasta puestos de frontera nunca antes pisados por quienes han tenido como instrumento expresivo la lengua española, de donde se sigue que sean justas también las otras denominaciones que su padre le dedicó en el poema que vengo citando, firmado el 28 de julio de 1950: “pequeño gigante”, “capitán que duerme su milagro”, “varón que acaba de llegar del otro territorio”, “dulce cabeza”.

David Huerta se hizo el poeta explorador del aire y las raíces del idioma; el poeta de las aguas translúcidas y los jardines de la luz; el que no sólo oía y modulaba el lenguaje, sino que fatalmente lo atravesaba con los ojos.

En frase feliz que le escuché enunciar más de una vez a David, Octavio Paz dijo alguna vez que “los poetas no tienen biografía: su biografía está en sus poemas”. Siguiendo esa intuición, dejo aquí, y así me despido del maestro, apenas uno de los incontables autorretratos suyos que pueden espigarse en sus poemas; seguro estoy que el rudo ruido musical de sus palabras reconfortará a quienes lo quisieron, y leyeron y servirá de oriente a quienes en las décadas venideras se pongan a buscar a David Huerta:

Otras veces soy fuerte, un perro feroz en la resistencia del esfuerzo, una bacteria corpulenta en el organismo social,

un cuerpo de ciervo joven que abraza la vida inmensamente,

un cisne con genitales de hierro, un cerdo vigoroso con un aliento fétido y reconfortante,

un elefante de cálido plumaje, un león de alas tenues, un catoblepas que sueña que es un osezno

y al despertar no sabe si es un osezno que soñaba que era un catoblepas o viceversa/etcétera,

un hombre de 27,000 años que trae una ciudad colgada de la cintura, por el lado derecho,

y por el lado izquierdo una cantimplora con agua cósmica para saciar su sed de cíclope y lavar asimismo el monumento de sus escrituras momentáneas, de sus bibliotecas portátiles.

[de Incurable, 1987]

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