EN AMORES CON LA MORENA / Amor en el cine
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Del cartél de "Anora".
En la vida real, la imposible definición del amor vuelve más probables las canalladas, pues no se condena lo que no se puede nombrar.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
He querido inventar mi propia forma de amor. Y es que una de dos: O el amor romántico no existe o para existir siempre tiene que serlo con su destino que es el desamor. A quien se pille en la farsa de un “te amo” como mentira habría que advertirle que está expresando una sentencia para sí mismo: ser descubierto. Y es que es fácil decirlo, lo difícil es sostenerlo. Porque al “te amo” le puede suceder al día siguiente una desaparición sin explicaciones de quien lo dijo, esa desnudez que no es hermosa y que deja secuelas imborrables de dolor.
Por eso de amor saben más las víctimas de los autoritarismos y las dictaduras, que reconocen y defienden la bondad de su pareja –una reciprocidad– porque padecen el desprecio del represor, como aparece tan crudamente en Aún estoy aquí, una coproducción franco-brasileña dirigida por Walter Salles y que compite con películas como La sustancia, Emilia Pérez, Anora o Un completo desconocido por el Oscar a la mejor producción del año 2024.
De acuerdo con una historia verdadera, una mujer, Maria Lucrécia Eunice Facciolla Paiva (7 de noviembre de 1929 – 13 de diciembre de 2018), que en la peli es interpretada tanto por Fernanda Torres como por Fernanda Montenegro, debe hacerse cargo de cuatro hijas y un hijo luchando contra el tremendo dolor de haber perdido a su marido, el ex diputado Rubens Paiva, secuestrado hace 54 años, en enero de 1971, por la dictadura brasileña. Las estrujantes escenas ponen en vilo al espectador en un contraste entre la tragedia y el amor: tan inexpugnable como conmovedora esa dicotomía que va del amor por el desaparecido, que es lo que mantiene valiente a Eunice, al alivio que se produce 25 años después, cuando al fin obtiene una certeza.
Sobre ese verso es sumamente complejo entender el derroche de cosas positivas por parte de quienes tienen en presencia, de carne y hueso, a quien los ama y los defiende, y terminan en su propia farsa al participar en la cultura despiadada del descarte. Es como aquella idea que se tiene de que los mexicanos no apreciamos la libertad por no saber realmente lo que es perderla a manos de militares, como sucedió en aquellos países centroamericanos y del cono sur. Pasarían siglos para entender esa miseria humana, que hace más valeroso el haber perdido que el haber ganado. César Augusto Sandino decía que “nuestra causa triunfará porque es la causa del amor”; el problema es comprender qué es realmente el amor, ya no digamos definirlo. Y por eso resulta que un día se descubre al verdadero Daniel Ortega, el exlíder revolucionario de Nicaragua, que hoy es un dictador peor que el que derrocó.
Los farsantes del amor también vienen a cuento en una historia muy diferente, la de Anora. La protagonista es una estríper que, como es común, también se prostituye. En la realidad nació derrotada y nunca ganará una. Pero es de preguntarse si no, pese a toda la tragedia de la chica, será su depredador (que lleva al extremo de la locura engañar con palabras de amor) el que ineludiblemente pierda más en un tercer acto que ya no se ve en la película. Anora (estelarizada por la californiana Mikey Madison, con excepcional manejo de la fotografía y una muy fina edición) es una cinta estadounidense independiente dirigida por Sean Baker que ya obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Llevado de la mano por el humor negro, el espectador experimenta una montaña de emociones cuyo centro es el drama de una chica ingenua pero plantada con dignidad ante su desventura.
La peor consejera para Anora es su ilusión. ¿Pero qué es el amor si no una ilusión, y más frente a tanta depredación cotidiana? Para la Inteligencia Artificial “una historia de amor es un relato que narra el encuentro entre dos personas y las emociones que se viven en ese encuentro”. ¡Bingo!, como diría Emilia Pérez. Pero hay varios que piensan que en realidad es el relato el que antecede el amor, lo que lo vuelve una especie de mentira. Y aunque dicen que el arte se nutre de la realidad, es difícil desvelar cuál es la parte real del amor. Por eso es tan fácil que alguien llegue a poner un “te amo” con palabras huecas, sea por deseo de “querer quererte” o, peor, la hipocresía de quien es un utilitarista. El desamor es un dementido del amor.
El amor en el cine es como un espejismo que nos hace creer en la posibilidad de un amor perfecto. Y sin embargo, ¿no es acaso ese espejismo más verdadero que la realidad misma? Yuxtapuesto en las filosofías orientales, nuestros ojos y nuestra razón describen a Maya, algo que no existe. En la gran pantalla, los amantes se besan bajo la lluvia, se juran eterno amor y se lanzan a la aventura con una pasión que nos deja sin aliento. Y no pocas veces se trata de un amor trágico. Pero en la vida real, el amor a menudo se reduce a una rutina de compromisos y renuncias. Y eso sí que es un culebrón.
En la vida, la imposible definición del amor vuelve más probables las canalladas, pues no se condena lo que no se puede nombrar. Y aunque sus efectos son reales, el dolor consecuente es visto como una exageración. El amor es en ese sentido el espacio de una impunidad, que en el cine –como en la literatura–, al menos no pasa desapercibida y, curiosamente, queda como un testimonio de la realidad, la absurda realidad. El espectador se sacude frente a historias ajenas con las que se identifica.
En todo caso, ¿quién puede sostener que la realidad sea más auténtica que la ficción? El cine nos ofrece una versión idealizada del amor, pero también nos permite soñar y creer en la posibilidad de algo más. Y al fin y al cabo, ¿no es el amor mismo una forma de ficción, una historia que nos contamos a nosotros mismos para dar sentido a nuestras vidas? En ese sentido, el amor del cine puede ser más verdadero que el amor real.
En El amor es imposible (ed Ariel 2023), Darío Sztajnsrajber establece que el amor es una experiencia mística o trascendental que se encuentra más allá de los límites del lenguaje y la razón. “Es una defensa irrestricta de que sí hay amor, pero no tiene nada que ver con las formas instituidas en las que vivimos el amor a diario. Habla de la existencia del amor en demasía, tan virulenta y pletórica que de alguna manera ninguno de sus formatos mundanos parecería bastar”, explicó el filósofo argentino en una entrevista. “Hay un ideal romántico del amor que oficia de un modo religioso, hasta farmacológico, que te tranquiliza y ordena. Hay otra forma de pensar el amor que puede vivirse de manera exactamente opuesta. No hay una definición unívoca del amor”.
Así que en lo que pasan algunos siglos para desenredar la duda, demos al cine la oportunidad de despertarnos emociones más ciertas que las de un falso amor.