Ranuritas para poder respirar
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Estación del Metro Sol, en Madrid. Foto: Francisco Ortiz Pardo
“Madrid ha sido un golpe de realidad, me estampé con la adultez y con la desigualdad clasista y xenófoba de las ciudades capitalinas, pero también con la versión más pura y feliz de mí misma”.
POR ALEJANDRA OJEDA
Una vez ví un cuadro que había pintado mi abuelo hacía muchos años, cuando aún vivía. Era un autorretrato con su cara deformada y gritando para salir de una caja de cristal en la que le habían metido. No recuerdo si ese día, o tiempo después, pero le copié el dibujo. Era yo, dentro de la misma caja de cristal, tratando de empujar las paredes con manos y pies, mientras con la cabeza buscaba una ranura para poder respirar.
Los dos últimos años de instituto fueron para mí como tratar de llevar una bola gigante de piedra a ninguna parte. Realmente necesitaba irme a estudiar fuera y mis padres no eran lo suficientemente pobres como para que el estado me concediera la beca, ni lo suficientemente ricos como para poderme pagar la carrera fuera. Así que la única opción que me quedaba era conseguirlo siendo la mejor de clase, para sacar matrícula de honor, y que el ministerio de educación me pagase el primer año de universidad.
No es que odiase Gran Canaria, sino que creo que nunca supe encontrar en su suelo lo que me hacía falta para seguir creciendo. Ni siquiera estaba la carrera que me gustaba ni nada que se le pareciese. Parecía que el mundo se había olvidado de que en Canarias hay gente que quiere estudiar y nos regalan una serie de grados al azar por si a algún loco autóctono le apetece quedarse allí en su juventud.
Al final, sea por obligación o sea por gusto, sacrifiqué mucho en los últimos años de mi adolescencia. Era como los caballos a los que le ponen las anteojeras para que no miren a los lados, yo sólo veía las notas y cada décima significaba si iba o no a ser feliz el resto de mi vida.
El año de entrar a la universidad, fui con toda mi familia, por mi cumpleaños, a cenar a un restaurante. Ellos me estaban siguiendo de cerquita, apoyados en mi hombro como búhos y mirándome con unos ojos de admiración que jamás me dejaron ponerme triste. Cuando terminamos de comer, mi madre me trajo mi regalo, era una caja de cartón, forrada en papel de periódico con dos puertecitas hechas por ella. Al abrirla, en el fondo de la caja estaban pegados dos billetes para viajar a Madrid… a las puertas abiertas de la Universidad Carlos III. Me cogí una llantina tremenda, y mis tías y primas me abrazaron, y mi abuela me dió un beso en la cabeza que decía que me merecía todo lo bonito.
Madrid me fascinó, me imaginaba en las terrazas, en los antros, el teatro y las librerías. La Universidad tenía de todo, una biblioteca con uno de los mejores catálogos de España, estudios de radio, televisión, fotografía… Y luego estaban los estudiantes, que vestían diferente y tomaban apuntes a ordenador. Yo lo miraba todo y no me atrevía a tocarlo, como si no me perteneciese y fuese una infiltrada que los profesores y alumnos estaban apunto de descubrir.
Entonces mi madre me preguntó que qué me pasaba, y yo no quería responderle porque estaba enfadada con ella por haberme traído aquí sabiendo que era muy probable que nunca llegase a entrar. Hasta que se lo dije: “Es que yo sé que no voy a poder venir”, y ya la ví a ella con ojos llorosos diciéndome “no sé cómo lo vamos a hacer, lo tengo que hablar con tu padre, pero te aseguro que vienes pasé lo que pasé.”
Ahora han pasado 5 años de todo esto, y yo nunca llegué a conseguir el dinero por mis notas. Pero mi abuela, una noche, mientras cenábamos, me dio un sobre que ponía en letras grandes “Alejandra”. Lo abrí y dentro había un cheque con la cantidad exacta que teníamos que presentar en la universidad en menos de un mes. Entonces el corazón se me paró, no había suficiente aire en el mundo y mis pulmones estaban preparados para recogerlo todo.
Ahora recuerdo el primer día de clase, los primeros exámenes, los ensayos, todo me daba tanto miedo… Una cuerda me comprimía el pecho al pensar en defraudar, tanto a mi familia como a mí misma, de ninguna manera eso podía ser una posibilidad. En los siguientes años ya sí que pude recibir la beca del estado, pero sus requisitos me acompañaban como un bicho malo que me hace heridas en el cerebro.
Madrid ha sido un golpe de realidad, me estampé con la adultez y con la desigualdad clasista y xenófoba de las ciudades capitalinas, pero también con la versión más pura y feliz de mí misma. Conseguí lo que me propuse con 15 años y aunque me encantaría haberlo vivido en mi isla, aquí encontré el lugar donde nunca me faltan ranuritas por donde poder respirar.