Centro Histórico de Ciudad de México: Algarabía después de la muerte
Fotos: Francisco Ortiz Pardo
Del miedo solo queda el cubrebocas
En la fiesta del regreso, vendimia, música, calaveritas… y hasta conejos; la miseria, como el virus, permanece invisible.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
A las 17:35 horas del sábado 23 de octubre, el José Martí de bronce parece un “mudo testigo”, casi anulado, del ambulantaje a las afueras de la estación del Metro Hidalgo cercana a la Alameda Central. Justo al otro lado de la histórica arbolada, la muchedumbre vuelve a convertir el cruce de la avenida Juárez con el Eje Central en el mayor paso peatonal de América Latina.
Si no fuera por el uso del cubrebocas –tan desdeñado por las autoridades sanitarias federales a lo largo de 19 meses justos y unos 600 mil muertos reales, lapso en que terminó por ser considerado un accesorio de gente egoísta– se diría que, efectivamente, aquí no ha pasado nada.
Eso es lo único que queda de la prevención, mínima conciencia, responsabilidad, instinto de sobrevivencia, a pesar de las omisiones gubernamentales, de los desatinos. Tanto en los vagones del Metro como en las calles, nueve de cada 10 personas usan mascarillas, no siempre como se debe, la nariz de fuera y en algunos casos la tela como cobertura de la barbilla.
Por la calle 5 de Mayo retumba el reguetón. Ni el chubasco que ocurre una hora después amaina los ánimos del regreso a las calles, la luz verde que libera de culpas, euforia que forma una larga hilera de paseantes sobre la acera de lo que fue San Juan de Letrán en busca de una preciada bolsa de churros de El Moro, o que se manifiesta en los ecos que escapan a los callejones del Barrio Chino por las portezuelas de bares y cantinas tradicionales.
Allí, en Dolores, las personas se vuelven autos chocones debajo de los paraguas decorativos y la iluminación de foquitos, que además de esquivarse entre sí, deben sortear los puestos ambulantes y las improvisadas terrazas de restaurantes que se suponían temporales y ya se han quedado devorando el espacio público.
Una tenue luz ilumina desde lejos los rostros de una mujer y un hombre semi inconscientes, fantasmagóricos en la penumbra, encuevados en el borde de un local comercial a unos metros de la esquina de Bolívar y Uruguay para quedar a salvo de la intemperie en que se remojan sus zapatos viejos con sus aceites y con su miseria, invisibles a los ojos de los que pasan por ahí. ¿Qué tanto más puede valer la vida después de la pandemia?
Frente al Palacio de Bellas Artes, tres payasos con maquillajes mal trazados, léperos sin censura alguna ante decenas de niños que se concentran alrededor con sus familias, provocan risas más por la necesidad del público de reír que por su ingenio de comediantes. En la luna menguante formada por los espectadores, a un costado del monumento a Beethoven, no existe la distancia social y los codos se vuelven a estrechar.
Una extraña escena aparece entre mujeres personificando catrinas y policías montados en sus caballos con uniformes de charro: de un par de transportadoras salen dos conejos robustos a un breve prado, para ser acariciados por los pequeños.
En la Pastelería Ideal ha pasado ya la noche de los difuntos, este 23 de octubre, y en el sobrado inmueble con dorados candelabros garigoleados y su barra de despacho de mármol, resaltan las calaveritas de azúcar de todos tamaños y colores en las vitrinas por las mesas que han quedado con puras migajas después de que los clientes se llevaron todo el pan de muerto posible.
Es el Centro Histórico de Ciudad de México… después de la muerte.