EN AMORES CON LA MORENA / El oscuro secreto detrás de tu armario
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Foto: Francisco Ortiz Pardo
Al igual que el monje Guillermo de Baskerville, debemos ser capaces de desentrañar los misterios que se esconden detrás de las apariencias y las ropas que usamos.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
En este show de la moda, donde las tendencias son más volátiles que un influencer en busca de likes, nos hemos convertido en marionetas de un sistema que nos viste y desviste a su antojo. Detrás de cada etiqueta y cada pasarela se esconde un oscuro secreto, una madeja de hilos que nos lleva desde los talleres explotados de Bangladesh hasta las percheras de nuestras tiendas favoritas. La industria textil, ese leviatán que devora el planeta y escupe microplásticos, nos ha envuelto en una espiral de consumo desenfrenado, donde la novedad es la única religión y el armario nuestro templo.
Como buenos budistas occidentales, hemos sustituido la búsqueda de la iluminación por la de la prenda perfecta. Creemos que llenando nuestro vacío existencial con ropa nueva encontraremos la felicidad, pero lo único que conseguimos es alimentar a un monstruo que nos devora por dentro. La moda rápida, esa droga que nos inyectan a diario, nos promete una identidad que no existe, una felicidad efímera que se desvanece con la siguiente temporada.
Y qué decir de los precios. Las tiendas departamentales, esos templos del consumismo, nos venden sueños a precios de oro. Nos hacen creer que necesitamos la última colección para ser alguien, para encajar en un mundo que nos juzga por nuestra apariencia. Y claro, mientras tanto, los de la izquierda, tan preocupados por la justicia social, se pasean por ahí con sus camisetas orgánicas y sus zapatillas ecológicas, dándose golpes de pecho y criticando al sistema. ¡Hipócritas! ¿Acaso no se dan cuenta de que ellos también forman parte de este juego perverso?
Esta hipocresía es especialmente evidente entre las élites intelectuales, artísticas y académicos que se autoproclaman progresistas. Mientras discursan sobre la explotación infantil en las fábricas textiles de Bangladesh, lucen las últimas tendencias de las marcas de lujo, producidas en condiciones laborales similares a las que denuncian. Mientras critican el consumismo desenfrenado, acumulan armarios repletos de ropa que apenas usan. Y mientras defienden la igualdad de género, perpetúan los estereotipos de belleza impuestos por la industria de la moda. Ni siquiera son capaces de leer las muchas etiquetas de las marcas que venden en las plazas comerciales y que, de igual forma ponen “Made in China” o “Made in Pakistan”.
Las marcas de diseñador, el derroche ofensivo en un mundo con tanta pobreza; la fast fashion, la aspiración depredadora. ¿De veras no hay nada en medio? La industria textil, ese gran vampiro que succiona la vida al planeta, nos ha convertido en sus siervos, obligándonos a vestirnos de muertos vivientes. Pero hay esperanza, creo; podríamos levantarnos de nuestras tumbas y darles el bocado a ellos. Con cada prenda que elegimos conscientemente, les clavamos una estaca en el corazón: Al apoyar marcas sostenibles, comprando menos y mejor, dándole una segunda vida a nuestra ropa, exigiendo transparencia, educando y concientizando. Y por supuesto cuando demos la espalda al glamour y el estatus y seamos capaces de cautivar más con una sonrisa auténtica. Un vistazo por el mercado de Mixcalco y sus alrededores, en el centro, hará descubrir que mucho de lo que se vende en Liverpool y anexas es lo mismo… pero más barato.
La moda rápida, por otro lado, no solo es un problema de explotación laboral y daño ambiental, sino también una cuestión de desigualdad social. Mientras los trabajadores de las fábricas textiles ganan salarios miserables y trabajan en condiciones peligrosas, los consumidores de los países desarrollados acumulan montañas de ropa que desechan después de unos pocos usos. Esta brecha entre ricos y pobres se agranda cada vez más, creando una sociedad cada vez más polarizada. Detrás de la fachada brillante de la moda rápida se esconde una realidad mucho más sombría. Según un informe de Humanium, miles de niños, principalmente en países en desarrollo como Bangladesh y Camboya, trabajan en condiciones de esclavitud en las fábricas textiles. Estos niños, a menudo menores de 14 años, son sometidos a jornadas laborales excesivas, salarios ínfimos y un trato inhumano.
Además de la explotación infantil, la industria textil también tiene un impacto devastador en el medio ambiente. La producción de una sola camiseta de algodón requiere aproximadamente 2.700 litros de agua, una cantidad suficiente para satisfacer las necesidades de una persona durante dos años y medio. Greenpeace ha advertido que tanto la fabricación de ropa como su lavado continuo desembocan en un aproximado de 500 mil toneladas de microplásticos al año en los océanos. Si la producción continúa como se pronostica, para 2050 se triplicaría el consumo de petróleo para lograr su producción.
Las mujeres también son víctimas de la explotación en la industria textil. A menudo, son ellas quienes realizan las tareas más peligrosas y peor remuneradas, como el blanqueo y el teñido de las telas, que las exponen a sustancias químicas tóxicas.
Pero la hipocresía no se limita a los consumidores. Las grandes marcas de moda, conscientes del creciente interés de los consumidores por la sostenibilidad, han lanzado líneas de productos “eco-friendly” y “éticas”. Sin embargo, muchas de estas iniciativas son meros ejercicios de greenwashing, diseñados para mejorar la imagen de la marca y no para solucionar los problemas reales de la industria.
El greenwashing es una práctica común en el sector de la moda. Las marcas utilizan términos como “sostenible”, “orgánico” y “ético” para vender productos que, en realidad, no son muy diferentes de los convencionales. Por ejemplo, una camiseta puede ser fabricada con algodón orgánico, pero si se ha teñido con productos químicos tóxicos y se ha transportado miles de kilómetros, su impacto ambiental es considerable.
La industria de la moda rápida ha creado un sistema de consumo basado en la obsolescencia programada. Las prendas están diseñadas para desgastarse rápidamente, obligándonos a comprar nuevas cada temporada. Esta estrategia no solo es perjudicial para el medio ambiente, sino que también fomenta un consumismo desenfrenado que beneficia a las grandes corporaciones y perjudica a los trabajadores y al planeta.
¿Cómo podemos cambiar esta situación? La solución no es sencilla, pero cada uno de nosotros puede contribuir a construir un futuro más sostenible. Al elegir prendas de calidad, fabricadas con materiales naturales y producidas de manera ética, estamos apoyando a marcas que priorizan los derechos humanos y el cuidado del medio ambiente. Además, podemos reducir nuestro consumo de ropa, reparar las prendas dañadas y optar por el alquiler o la compra de segunda mano. Lo otro es simplemente dejar de tener existencia propia y ser parte la bola.
En este sistema de consumo desenfrenado, la moda se ha convertido en una especie de religión, donde las marcas actúan como nuevos dioses y las prendas como fetiches. Al igual que en la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde la búsqueda de un libro prohibido desencadena una serie de eventos trágicos, en el mundo de la moda la obsesión por la novedad y la perfección nos lleva a un callejón sin salida. La moda rápida, como el libro prohibido, nos promete un conocimiento prohibido, una felicidad inalcanzable.
Debemos recordar que la moda no es solo una cuestión de apariencia, sino también de valores y de conciencia. Al igual que el monje Guillermo de Baskerville, personaje central de la novela de Eco, debemos ser capaces de desentrañar los misterios que se esconden detrás de las apariencias y cuestionar las verdades establecidas. Solo así podremos construir un futuro más justo y sostenible.