Ciudad de México, diciembre 8, 2024 16:40
Opinión Francisco Ortiz Pardo

EN AMORES CON LA MORENA / Diente por Diente

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Más de 30 años después, donde más prevalece la queja es donde menos se participa. No quiero soslayar importantes triunfos vecinales, sea para impedir violaciones al uso de suelo, talas ilegales, apropiación del espacio público… Pero en esas batallas ha participado una mínima parte, la de una muy inacabada democracia participativa.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Unos pocos años después de la aparición de El Chacal, la publicación de la secundaria que llevaba por lema “periodismo que aniquila”, y tras el sueño esfumado de una revista deportiva que iba a ser financiada inicialmente por lo ingresado en una fiesta que organizamos con Federico Campbell Peña en la casa de Héctor Tenorio, en Chimalistac, donde no solo hubo quien se “comió” un pedazo de la alfombra sino también el que se robó el dinero, realicé mi primer ejercicio de una publicación vecinal.

Juan Carlos Pantoja, Sergio Vergara, Francisco Sánchez Molina y quien esto escribe por haber seguido sus propios pasos en el reporterismo, tuvimos la ocurrencia, que no era propia de nuestra juventud, de formar un grupo de chavos que promovieran la participación ciudadana. La Asamblea Juvenil Organizada (AJO), le llamamos, y aunque tuvo una corta existencia a mí me dejó grandes experiencias de vida comunitaria, incluida la peor de todas: Darme cuenta del individualismo, el egoísmo, que ya asomaba fuerte en esos años ochenta, y percatarme a mi corta de edad de que cada quién veía para su santo.

A contra corriente, ante esa apatía y sin recursos, mientras nuestros congéneres andaban en conciertos y reventones, nosotros nos pusimos a plantar arbolitos y pintar macetones en Villa Coapa, donde vivíamos. Entre las cosas más bonitas estaba adornar los andadores cada temporada navideña, cuando como en ritaul anual teníamos que lidiar con los que no aportaban cooperación económica para comprar los artículos pero sí protestaban porque no les gustaba la forma en que decorábamos. En el caso de los arbolitos, recuerdo muy bien la queja de una vecina que, francamente grosera, una vez que le arreglamos el jardín –otrora páramo de las tristezas– se quejó de que habíamos dejado nuestro “cochinero”.

Así que AJO tenía su medio “oficial” de comunicación, que aludiendo a la fundamental especie culinaria y a la rebeldía que en este caso solo consistía en sacudir un poco el conservadurismo de la inacción, se llamó Diente por Diente.  Su hechura era sumamente rústica, sobre todo al prinicipo, donde nosotros mismos armábamos las galeras. Las “cabezas” siempre incluian algo relativo a la gastronomía y planeábamos los temas tomando café en El Toks, donde remojábamos los sueños de un mundo mejor que comenzaba por hacer algo en nuestro pequeño terruño. Como las otras publicaciones que realicé, antes y después, incluido El Pinolillo Democrático, tenía acentos de crítica social. Y era feo. No se vendía ni tenía publicidad, así que se sostenía de cooperaciones voluntarias, del “boteo” casa por casa.

“Para desgracia de todos –explicamos– esta alimentación se parace a la otra en una cosa: también cuesta. Sin embargo, no tiene un costo establecido. En este caso, el precio lo pone usted (el que sea su voluntad)”.

Algunos comentarios editoriales publicados allí sorprenden al redescubrirlos. El del primer número, cuyo titular fue “Entremés del pájaro contaminado (con mucho ajo-onjolí)”, publicado en febrero de 1989, ponía:

En los tiempos de Luis Echeverría, el pintor Rufino Tamayo propuso que a todos los automovilistas de la Ciudad de México se les obligara a dejar su coche en casa un día a la semana. Era necesario y nadie escuchó. Y ahora es cuando nos damos cuenta que el tiempo sí habla. Para nadie es difícil observar a distancias normales la invencible capa gris de la contaminación o, por lo menos, distinguir rápidamente el desagradable olor que emana de ella. Ya pocos son los días de estrellas, los pájaros ya no cantan igual; algunos mueren. Si por suerte algún día se logran ver las montañas que rodean nuestro valle, la gente exclama: “¡Hace cuánto que no veíamos un día como éste!”.

Por si fuera poco, ya nos resulta muy extraño encontrar una calle en donde no habite la basura. El ruido de los camiones en la madrugada ya es parte del tic-tac del reloj y de nuestros sueños. Nos hemos ido acostumbrando a vivir en la tortura de las enfermedades respiratorias. Y viene la pregunta repetida: ¿A dónde queremos llegar? Y la gente, al no encontrar la respuesta, solo espera a que las circunstancias se la den.       

El primer número de Diente por Diente

Lo que de los recuerdos se deriva es que no hemos cambiado nada, o que cambiamos para no cambiar, llamamos modernidad a lo que habla igual pero viste de otra forma. Más de treinta años después, donde más prevalece la queja es donde menos se participa. No quiero soslayar importantes triunfos vecinales, sea para impedir violaciones al uso de suelo, talas ilegales, apropiación del espacio público… Pero en esas batallas ha participado una mínima parte de ciudadanos, la de una muy inacabada democracia participativa; la real democracia participativa, no las consultas fomentadas desde el poder público para regar la sociedad civil en cachitos de colores. Unos cuantos loquitos, como fuimos nosotros en aquellos tiempos.

Me gusta pensar en aquel cabezal, Diente por Diente, no porque crea en la literalidad del revanchismo sino porque, efectivamente, la gente goza de lo que construye o sufre por lo que destruye.

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