Ciudad de México, diciembre 10, 2024 08:42
Opinión Oswaldo Barrera Revista Digital Noviembre 2024

Entre altares

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“En el pueblo, los altares están completos, la comida ha sido preparada con esmero y los caminos cubiertos de cempasúchil y terciopelo están listos para recibir tanto a las almas de los difuntos como a quienes se reúnan para recibirlos”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

El camino de tierra está adornado con flores de cempasúchil y terciopelo desde la entrada del predio hasta el fondo del cuarto común donde se guardan los enseres de cocina y algunas mazorcas aún por desgranar. Es la habitación mayor de aquella casa en la que ya se tienen listos los tamales elaborados con el maíz que se cosechó hacía apenas unas semanas. Al centro, en la pared del fondo y como remate justo frente a la entrada, luce con magnificencia aquel conjunto de flores, calabazas, velas, copal, múltiples platos con comida y demás agasajos para los muertos y vivos que en esos días volverán a encontrarse.

Es la víspera de la reunión anual entre las almas de los adultos fallecidos y aquellos que los esperan con ansias. Las almas de los difuntos pequeños, aquellos niños que a veces ni siquiera habían llegado a este mundo antes de abandonarlo, fueron recibidas ese mismo día y de eso era testigo alguna prenda diminuta que no había alcanzado a cubrir su frágil cuerpo ante su partida prematura.

Las veladoras prendidas, guías para las almas por arribar, son la señal inequívoca de aquellas pérdidas, algunas recientes y súbitas, cuyo recuerdo se hace más fuerte en esos días. Cada año, aquel altar puede tener una veladora más o un plato extra, con un tamal listo o un pan ya fuera dulce o salado para saciar el hambre de difuntos y familiares. Los adornos de flores se multiplican, acompañados por los retratos de los muertos más recientes. Hay también una botella de la bebida favorita de alguno de los difuntos, quien quizá falleció ahogado en el arroyo con las crecidas del último verano, cuando se dejó llevar por la última borrachera.

Aquel altar es tan solemne como pletórico, en una de las casas mejor conservadas del pueblo, de una familia de comerciantes, dueños de una de las tres tiendas en las que siempre venden lo que haga falta. También tienen sus terrenos para la milpa, a los que no suele faltarles agua, a pesar de que en el pueblo son pocos los que tienen ese privilegio. La cosecha ha sido buena, ya que se recolectó antes de las heladas que ahora se adelantaron. La familia se ve orgullosa frente al altar, del que comparte con vecinos y visitantes los panes y tamales que han sobrado.

En otra parte del pueblo, en una modesta casa que apenas destaca entre la hierba y el pienso a su alrededor, el humo sale por los huecos de una improvisada puerta. Al entrar en aquel único espacio, donde la luz que se filtra por las paredes y el techo alumbra un sucio piso de tierra en el que dos bancos y un petate son el único mobiliario, de inmediato se advierte el contraste con el altar anterior. Apenas una veladora con unos cuantos tamales a un lado se aprecia en un rincón. A diferencia de los tamales en la otra casa, preparados con carne y salsa, éstos son de manteca como único relleno y de un tamaño apenas de la mitad que los otros. Hubo que pedir prestado el maíz necesario para elaborarlos, ya que la cosecha se pudrió con las lluvias que ese año llegaron tarde.

La única habitante de aquella endeble casa está sola. El marido hace mucho que se marchó, dejándola con ese jacal como única pertenencia. Ella no espera más visitas que las de sus muertos, mientras contempla abstraída una olla de latón en la que puso a hervir agua para un café. No hay más familia que la acompañe, al menos no en vida. Se pregunta si con una sola veladora alcanzara para guiar a las almas que espera. También tiene la duda de quién le pondrá un altar cuando ella ya no esté, quién dejará unas flores en su tumba anónima cuando sus huesos yazcan ahí.

Los tamales de manteca apenas están envueltos por una sola hoja de maíz. No hay flores de cempasúchil ni de terciopelo a la entrada o junto a la veladora. Tampoco hay retratos ni platos, ni pan dulce o salado. Lo que sí hay es la vaga esperanza de que, al menos ese día, las almas de sus familiares que deambulen por ahí encuentren en la luz de esa única veladora el camino a su casa, para que ella no esté sola del todo, hasta que algún día pueda irse con ellos.

En el pueblo, los altares están completos, la comida ha sido preparada con esmero y los caminos cubiertos de cempasúchil y terciopelo están listos para recibir tanto a las almas de los difuntos como a quienes se reúnan para recibirlos y obsequiarlos, una vez más, como cuando sus familiares lo hacían en vida, con lo poco o mucho que hayan podido reunir. Es una ocasión al mismo tiempo alegre y melancólica, una que, como desde hace generaciones, se repite año con año, con invitados y participantes nuevos o recurrentes. La espera termina el 2 de noviembre. Al día siguiente, con el hambre del encuentro saciada, comienza otra, hasta el próximo año.

Por mi parte, esta ocasión es la primera en que el sencillo altar en la casa tiene una dedicación especial a mi padre, quien falleció hace menos de una año. Es la primera vez que coloco en un altar la foto de alguien tan cercano a mí y cuya ausencia es un recordatorio constante de la fragilidad y el valor de los vínculos que creamos en nuestro deambular por la vida. Desafortunadamente, no tengo tamales ni el mole que a mi padre tanto le gustaba para ofrecérselos en esta ocasión, sólo el recuerdo de su gentileza y ejemplo hasta el último de sus días. Bienvenido, papá.

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