EN AMORES CON LA MORENA / Estatuas del Che y Fidel: memoria en disputa
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Banca vandalizada por defensores de la Revolución Cubana en el jardín Tabacalera. Fotos: Francisco Ortiz Pardo
Se trata de entender que el espacio público no es un lienzo para discursos personales ni un escaparate de ideologías con presupuesto. El bronce no hace pedagogía por sí solo.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Si en esta ciudad se pretende recordar, pero también cuestionar a través del pensamiento crítico, entonces hay que detenerse en la colonia Tabacalera, en ese breve circuito donde conviven la historia continental, el deterioro urbano y los intentos de imponer memoria a fuerza de bronce.
Todo empieza en el número 49 de José de Emparán, un edificio de arquitectura funcionalista racionalista de mediados del siglo XX, hoy clausurado y cubierto de escombros. En sus mejores días tuvo muros lisos, concreto expuesto y ventanas horizontales de herrería que repetían la estética sobria de una modernidad modesta. Allí, en julio de 1955, la exiliada cubana María Antonia González recibió a Fidel Castro y a Ernesto Guevara, en el que sería su primer encuentro. Según los relatos, hablaron por más de diez horas y sellaron una alianza que cambiaría la historia de Cuba… y de buena parte del siglo.
La antigua fábrica de tabacos que le dio nombre a la colonia se encontraba precisamente en el lugar donde hoy está el Museo Nacional de San Carlos. Frente a su entrada, desde 2017 y hasta hace apenas unos días, se levantaba la escultura en bronce de Fidel y el Che —obra del escultor Óscar Ponzanelli— colocada sin permiso del Comité de Monumentos Artísticos de la Ciudad de México, sin expediente alguno y con fondos públicos etiquetados para maquinaria —600 mil pesos del ramo 5000— durante la administración de Ricardo Monreal en la alcaldía Cuauhtémoc.
A trescientos metros de ahí, la Plaza de San Carlos —un jardín ordenado, de faroles clásicos, bancas sencillas, árboles maduros y senderos alineados— acompaña sin estorbar al edificio que le da nombre: el antiguo Palacio del Conde de Buenavista, construido entre 1798 y 1805 por Manuel Tolsá. Hoy convertido en museo, guarda obras de Rubens, Goya, Carreño de Miranda y Zurbarán. Su fachada simétrica, su reja de hierro forjado y su patio ovalado no sólo son un legado arquitectónico; son también una lección de proporción y equilibrio urbano.
Por eso, colocar justo frente a esa entrada principal la escultura en bronce de Fidel y el Che fue una decisión profundamente equivocada. No sólo por el peso simbólico de glorificar a dos figuras de la Revolución Cubana, sino por el efecto físico y visual de haber bloqueado la perspectiva frontal de uno de los edificios más valiosos del patrimonio mexicano. La escultura no estaba allí para acompañar: estaba para tapar. Para estorbar.
Y es necesario matizar: fue Fidel Castro quien terminó encabezando un régimen represivo que se prolongó durante décadas, caracterizado por la persecución a disidentes, la falta de libertades civiles y la perpetuación del poder sin contrapesos. En cuanto al Che Guevara, si bien no dirigió el régimen, se le adjudica responsabilidad en la implementación de juicios sumarios y fusilamientos durante los primeros años del nuevo orden revolucionario. No es una cuestión de debate ideológico, sino de rigor histórico.
La Revolución Cubana fue para mí un sueño de adolescente. Fui radical, casi fanático, como se conoce hoy a quienes todavía defienden —tantos años después— a los tiranos bajo cuyo sometimiento no les gustaría vivir. Había puesto tal expectativa en esos héroes que terminarían con las injusticias sociales, que incluso daba un tiempo —en mi inocencia— para que llegara la libertad. Pero esa libertad nunca llegó. Y terminé volviéndome el más crítico, incapaz de aceptar ninguna justificación a las incontables violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen. Con ello abandoné para siempre a embajadores culturales como Silvio Rodríguez, a quien tanto admiré. Rebelde se puede ser toda la vida, revolucionario no. Porque uno no puede defender lo que ya no existe.

Si lo que pretendía Alessandra Rojo de la Vega era llamar la atención y provocar un escándalo que llegara a otras partes del país, lo ha conseguido. Si no era su intención, habría sido muy ingenua: era absolutamente previsible que iba a dar en la médula de los dogmas de la parte más dogmática del grupo gobernante. La jueza involuntaria les ha dado una exposición en los medios como tal vez ni ella habría calculado: decenas de notas informativas, entrevistas radiofónicas y una tormenta en redes sociales.
Y algo más contradictorio aún: quienes se escandalizan por el retiro de las esculturas del Che y Fidel, son los mismos que promovieron —particularmente la hoy presidenta Claudia Sheinbaum— el retiro de la estatua de Cristóbal Colón en la glorieta que sigue llevando su nombre. Esa glorieta, con su ausencia convertida en símbolo, también es parte del debate sobre lo que recordamos, lo que cancelamos y lo que imponemos.
La Tabacalera, aunque golpeada, sigue siendo un enclave patrimonial. Basta caminar por sus calles para toparse con el Frontón México, joya Art Decó de 1929; el Monumento a la Revolución, coloso cívico de la posrevolución; o el Edificio El Moro, sede de la Lotería Nacional y primer rascacielos con cimentación sísmica del país. A unos pasos del jardín de la Tabacalera, sobre avenida Puente de Alvarado, se yergue el Hotel Carlton, inaugurado en 1932 y que, para cuando el Che y Fidel se conocieron, ya era parte del entorno urbano. En sus mejores tiempos fue punto de encuentro para diplomáticos, jugadores del frontón, viajeros del norte y la clase media que iba al centro con ambiciones de modernidad. Hoy es apenas una ruina detenida en el tiempo, símbolo involuntario de lo que Tabacalera fue… y de lo que algunos quieren volver a vender como “renovación”.

Porque eso también sucede aquí: la colonia atraviesa un proceso de gentrificación sigiloso pero constante. Nuevos edificios residenciales con balcones de vidrio se abren paso entre fachadas antiguas que resisten. Cafés boutique ocupan locales que antes fueron misceláneas. Y esculturas como la de Fidel y el Che llegan para disfrazar de cultura lo que muchas veces es simple imposición.
No se trata de borrar la historia. Se trata de entender que el espacio público no es un lienzo para discursos personales ni un escaparate de ideologías con presupuesto. El bronce no hace pedagogía por sí solo. Y la memoria, si pretende ser útil, no debería colocarse en el lugar equivocado, tapando aquello que la ciudad aún conserva con dignidad.
La historia puede contarse sin interrumpir la vista. Y la memoria, si es verdadera, no estorba. Ilumina.
En la fachada del edificio de José de Emparán 49, lo que sí permanece —implacable— es una placa de cerámica que fue colocada en 2014 por el entonces jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera. A falta de cuidados o de memoria crítica, los símbolos sobreviven por terquedad oficial.
De forma involuntaria o no, este nuevo escándalo mediático ocurre justo al cumplirse 70 años de aquel primer encuentro entre Fidel y el Che, en este rincón capitalino que aún intenta recordar.
Me planté con mis padres a contemplar el edificio, los tres alérgicos al autoritarismo cubano pero emocionados por estar en el lugar de un acontecimiento histórico. Tal vez por solo ese detalle aceptaron que les tomara una foto junto a la placa. O tal vez por la nostalgia de una ciudad que se ha desdibujado y que, cuando el encuentro del Che y Fidel, ellos apenas eran unos niños.