Ciudad de México, octubre 22, 2025 00:55
Francisco Ortiz Pardo Opinión Viajes

La estupidez de limitar Airbnb

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Los impuestos de hospedaje recaudados por Airbnb podrían estar etiquetados para eso: para beneficiar directamente a los estratos de bajos recursos, dignificando sus barrios.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Como en todo, a menor oferta, más caro. Es la primera regla de la economía, pero también la más desoída cuando la política busca popularidad instantánea. Limitar Airbnb por número de noches o imponer topes arbitrarios no hará más accesible la vivienda ni salvará a la Roma o a la Condesa del turismo de fin de semana. Hará, eso sí, que hospedarse sea más caro, que el turismo se vuelva más elitista y que el dinero deje de circular en los barrios para concentrarse, otra vez, en las cadenas hoteleras.

Las ciudades más visitadas del mundo ya lo probaron: Nueva York, Ámsterdam, Lisboa, Barcelona. Cuando los gobiernos redujeron la oferta de alojamientos de corto plazo, los precios de hospedaje subieron. El turista no desapareció; solo pagó más. En Ciudad de México ocurrirá lo mismo si se aprueban las restricciones que se discuten en el Congreso local: a menor oferta, mayor precio. Y con ello, una ciudad más cara, menos plural.

Un estudio de la Harvard Business Review, firmado por Chiara Farronato (Harvard Business School), Edward Fradkin (MIT) y Davide Proserpio (University of Southern California), demostró en 2023 que limitar las rentas de corto plazo encarece el hospedaje sin abaratar la vivienda (The Uneven Effects of Airbnb on Housing and Rent, HBS Working Paper N° 20-059, 2023). Analizando más de cien ciudades, los autores concluyen que las prohibiciones o límites estrictos a plataformas como Airbnb reducen la oferta de alojamiento turístico y elevan los precios del hospedaje en más de 8 %, mientras el efecto sobre las rentas residenciales es prácticamente nulo (apenas 0.02 %). Dicho de otro modo: las restricciones benefician a las cadenas hoteleras, pero no resuelven el problema habitacional.

Airbnb tiene hoy 26 582 espacios registrados en la capital. Solo Cuauhtémoc concentra 12 200, seguida de Miguel Hidalgo con 4 500, y después Benito Juárez, Coyoacán y Álvaro Obregón, según El Economista (agosto de 2025). El resto de la ciudad —Tlalpan, Azcapotzalco, Iztapalapa— apenas figura. Sin embargo, la regulación que se pretende es para toda la Ciudad de México, como si toda fuera Roma-Condesa. La lógica política es simple: contener la gentrificación. Pero el fenómeno que se quiere frenar no nació con Airbnb. La Roma, la Condesa y el Centro Histórico ya eran zonas “deseables” desde antes de la economía digital: su revalorización empezó con los cafés de autor, las galerías y la vida bohemia de la clase creativa. Airbnb no inventó ese proceso: lo capitalizó. Airbnb no gentrifica; acelera lo que el mercado ya encendió.

Y aun si así fuera, los datos lo contradicen: buena parte de los huéspedes que llegan a Airbnb en Ciudad de México son nacionales, no extranjeros. Lo que encarece y transforma los barrios no es una horda de turistas nórdicos, sino los propios visitantes del interior o de otras colonias, que pueden pagar algo fuera de escala para el promedio del país. A menor oferta, el hospedaje sube de precio. Pero no sólo eso: se elitiza. Al reducir la oferta de Airbnb, el visitante de presupuesto moderado desaparece y queda el de alto gasto, el que desayuna con flat white en lugar de café de olla. Así, el turismo se vuelve menos social, menos horizontal. Desaparece la economía compartida en la que un propietario de vivienda podía ayudarse rentando un cuarto y, a la vez, estimular la microeconomía del barrio: la tiendita, la lavandería, la señora de los tamales.

Por otra parte, también hay algo profundamente injusto en obligar al turista nacional a pagar más por hospedarse en su propia capital. Ciudad de México no es un destino extranjero: es la capital de todos los mexicanos. Encarecer su estancia equivale a restringir su derecho a conocerla, a visitarla o a disfrutarla. La ciudad que presume su diversidad no puede volverse un lujo solo para quien tiene tarjeta internacional.

Las autoridades parecen ignorar que Airbnb ya recauda impuestos: 16 % de IVA, 3 % de impuesto sobre hospedaje y retiene ISR entre 1.92 % y 35 %. Solo en la Ciudad de México, la plataforma ha entregado más de 650 millones de pesos en impuestos locales desde 2017, según datos oficiales del convenio entre la Secretaría de Administración y Finanzas capitalina y Airbnb. A esto hay que sumar el gasto inducido: de acuerdo con reportes de la propia empresa (Airbnb Newsroom México, 2025), sus huéspedes generan más de 15 mil millones de pesos de derrama económica anual en la capital. El problema no es fiscal: es político. Se legisla con la lupa del prejuicio, no con la evidencia.

Los anfitriones —las personas que abren su casa o rentan un espacio— ya comenzaron a movilizarse. Han organizado colectivos, conferencias de prensa y manifestaciones pacíficas frente al Congreso capitalino. Afirman que las restricciones los convierten en víctimas de un problema que no causaron. La mayoría no vive del hospedaje; lo usa como ingreso complementario. Muchos aseguran que gracias a ello pueden mantener su vivienda o costear sus servicios básicos. “No somos corporaciones, somos familias”, dicen en comunicados. “Si se limita nuestra actividad, se destruye una economía local que no depende de subsidios.”

Y es verdad: la mayoría de los anfitriones no son millonarios ni dueños de varios departamentos, sino familias, jubilados o parejas jóvenes que rentan una habitación en la misma vivienda donde viven. En muchos casos se trata de adultos mayores que aprovechan un cuarto vacío después de que sus hijos se fueron, o de trabajadores que buscan equilibrar la inflación con un ingreso adicional. No siempre se renta la casa completa, ni se trata de especulación inmobiliaria: es sobrevivencia urbana.

Al imponer restricciones indiscriminadas, el gobierno los coloca en el mismo saco que a los grandes arrendadores profesionales y borra las diferencias sociales dentro del fenómeno. Se castiga a quienes democratizaron el hospedaje sin poner un solo ladrillo, y se libera de responsabilidad a quienes lucran con la vivienda vacía.

Mientras tanto, la verdadera gentrificación —la que no sale en los discursos— ocurre a ras de suelo. No en las hipotecas, sino en las aceras. Las fondas y tlapalerías han sido reemplazadas por panaderías artesanales y restaurantes donde un desayuno cuesta lo que antes un día de salario mínimo. El cambio de vecinos importa, pero más aún el cambio de menú.

Airbnb puede alojar al visitante, pero el tipo de visitante dicta el tipo de ciudad. Y cuando el visitante promedio puede pagar el doble que un residente, el barrio se adapta a su bolsillo: suben los precios, cambian los giros y lo que fue un vecindario se vuelve un escaparate. La gentrificación comercial va de la mano con la turística: no necesariamente expulsa a los habitantes, pero expulsa las costumbres. El barrio se queda sin sus tacos, sin su ferretería, sin su alma.

El gobierno busca acelerar supuestas medidas mágicas, como si el fenómeno de la gentrificación no fuese multifactorial. Clara Brugada inició su mandato presumiendo que la Ciudad de México está de moda, pero al reventarle las protestas contra la gentrificación innegable buscó salidas discursivas fáciles. El problema, que es complejo, requiere soluciones complejas. Por ejemplo, inyectar recursos en ciertas zonas y comprometer al capital privado a incluir como empleados a las mismas personas que viven en ellas. Así su vida puede mejorar, no solo por tener una vivienda más digna, sino también por la posibilidad de contar con mayores ingresos. En una virtud circular se defenderán las identidades, las costumbres y se evitará un mayor desplazamiento de personasa sus centros de trabajo.

Los impuestos de hospedaje recaudados por Airbnb podrían estar etiquetados para eso: para beneficiar directamente a los estratos de bajos recursos, dignificando sus barrios. Si ese dinero se reinvirtiera en vivienda popular, en microcréditos o en infraestructura básica, el turismo dejaría de ser un enemigo y se volvería un aliado del arraigo.

A su vez, los impuestos federales que genera Airbnb —el IVA del 16 % y el ISR que se retiene a los anfitriones— podrían alimentar un fondo nacional para la construcción de vivienda social. El turismo digital produce una recaudación millonaria que hoy se disuelve en la contabilidad general del Estado. Bastaría con etiquetar una fracción para financiar proyectos de vivienda digna en las ciudades donde más se concentra la demanda. Así se cerraría un ciclo virtuoso: el viajero paga por dormir en la ciudad y su aportación termina por darle techo a quien la habita.

Porque no se trata solo de que la gente pueda pagar una renta, sino de que el lugar donde vive sea digno y con la elemental calidad de vida. Solo así el turismo podría reconciliarse con la ciudad, y la ciudad consigo misma.

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