Ciudad de México, diciembre 17, 2024 23:58
Mariana Leñero Opinión

Gabriel: Un invitado especial

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

“En su primera mordida enjundiosa, el chocolatito reventó y soltó un licor espeso y asqueroso. El líquido salpicó su camisa blanca, la nariz de Sofía y el techo recién pintado del comedor”.

POR MARIANA LEÑERO

Conocí a Gabriel en Miami tan solo a unas semanas que nos mudamos de México para vivir allá. Rodeada de cajas de mudanza, cagada de miedo e intentando acostumbrarme al eco de una casa que no sentía mía, Gabriel fue nuestro primer invitado.

Entre el abrir cajas, el sube-baja, el abre-cierra, el limpia mocos, el cuelga ropa, limpiar baño y todo lo que uno hace al llegar a una casa nueva sin más compañía que tus dos pequeñitas, Ricardo me llamó de la oficina:

—Invité a Gabriel a cenar hoy.

—¿A quién? —le dije con tono tembloroso, pero casual, para no confesarle mi miedo al pensar que tenía que cocinar algo.

—A Gabriel, un amigo de Mattel. Es el nuevo CEO de las oficinas de México.

—¿CEO qué? —me quedé pensando. Ante mi silencio, Ricardo agregó:

—Sí, sí, Chief Executive Officer, o sea, General Manager.

—¿Chief qué? —Eso sonaba demasiado elaborado, como título de realeza que mi cerebro y mis inseguridades de recién mudada a “gringolandia” no podían procesar.

—Gabriel viene de Venezuela, era el VP de la Andean Region.

—V… —y ya no quise preguntar más.

—Haz algo sencillito. Llegamos a las 6:00 pm. —remató Ricardo.

—Sencillito… tu descaro… —alcancé a murmurar al mismo tiempo que mi corazón comenzaba a latir más rápido de lo normal.

Ricardo con la intención de tranquilizarme se apresuró añadir:

—Gabriel es poca madre. Te va a encantar. Es un tipo, como dicen aquí, chévere—.

Y aunque luego comprobé que chévere y poca madre eran apenas dos de las tantas palabras que podían describir a Gabriel, yo seguía preocupada pensando en la Ch de Chief, y la V y la P de Vice-President. Todo me sonaba como nombres de realeza; era como si un católico escuchara que va a cenar a su casa el “Papa”, o un político, el “presidente”, o un jovencito enamorado, los “suegros”.

Sé que ahora parece absurdo, pero en ese momento, esos títulos me impresionaban. Cuando uno es joven e inseguro, o sólo inseguro, o sólo joven, le da importancia a cosas como esas que hacen perder, innecesariamente, el tiempo.

Analicé la situación: tenía cinco horas para preparar la “sencillita” cena y lidiar con mis hijas que parecían torbellinos después de todo un día de mudanza.

“Pastel azteca”. Ese sería el platillo. Quizás, entre tanto título profesional en inglés, la palabra “azteca” trataba de regresarme la confianza. 

Subí a las niñas al carro y, mientras abrochaba el cinturón de seguridad y le daba un beso en la nariz a Regina, que insistentemente me lo pedía, le marqué a mi suegra:

—Lucy, ¿cómo hago un pastel azteca rápido?

Con  típica voz de cocinera experta (que sólo reconocemos los que no lo somos), respondió:

—No te compliques. Compra lata de jitomate, le echas cebolla y ajo, y listo.

—¿Y el pollo? ¿Cómo chingados hago el pollo? —le lloré como si fuera la última pregunta de mi examen profesional.

—Cómprate un pollo frito y lo desmenuzas.

Llegué al supermercado, compré los ingredientes regulares y descubrí una triste realidad: el queso que presumía ser “mexicano” estaba más blanco que un huevo, las tortillas se veían duras como platillo volador, y la crema, para mi desilusión, era agria y no dulce como la de México.

Llegando a la casa, me percaté de que se me había olvidado el postre.

—¡Trae el postre! —le marqué a Ricardo histérica.

Pero para Ricardo, lo “sencillito” también aplicaba al postre. Llegó con una bolsa de chocolatitos pinchurrientos que tuve que acompañar de otros duros y pegajosos, traídos de una piñata de México y que estaban perdidos en las cajas de la mudanza.

Se abrió la puerta, que interrumpió el silencio con un aire festivo.

—¡Epa, Marianita! —se apresuró a decir antes de saludar—. Disculpa, no te traje nada, vale, ni me dio chance de comprar. Acto seguido, me plantó un beso en el cachete y un abrazo de oso, difícil de olvidar.

Gabriel no traía colgando los títulos de CEO, de VP, ni nada por el estilo. Era simplemente Gabriel, quien de forma instantánea conquistó nuestros corazones con su interés por cualquier tema, su peculiar manera de debatir —incluso cuando uno estaba de acuerdo con él—, sus preguntas inteligentes y poco comunes, y esa facilidad con la que terminaba siendo la figura central de cualquier grupo. Confieso que terminé de rendirme ante su encanto en el instante en que comentó que sabía jugar dominó.

La noche resultaba un éxito; desde luego, no por el pastel azteca, seco como el desierto, sino porque Gabriel, además, traía a su familia tatuada en la lengua y en el corazón. Mientras compartía sus anécdotas, sentó a la mesa a María Gabriela —su esposa, quien unos años después sería una de mis mejores amigas— y a sus hijos, Juliana y Emilio. Hablaba de ellos con tanto orgullo que era imposible distraerse.

A la hora del postre, aquellos chocolatitos pinchurrientos hicieron su debut. Él fue el primero en probarlos, agradeciendo con sinceridad por tan “delicioso” y “exquisito” manjar. Sin embargo, en su primera mordida enjundiosa, el chocolatito reventó y soltó un licor espeso y asqueroso. El líquido salpicó su camisa blanca, la nariz de Sofía —quien lo miraba azorada, sin poder articular palabra— y el techo recién pintado del comedor.

Por un instante, un profundo silencio se adueñó de la habitación.  Silencio que desapareció con la carcajada característica de Gabriel. Aquella risa aniquiló cualquier referencia a esos títulos gringos que nunca entendí y, con ella, desapareció la quietud de nuestro impecable  y nuevo hogar.

Fue así como nuestro primer invitado en aquella casa terminó convirtiéndose en un miembro más de la familia durante los años que vivimos allí. La mancha en el techo de la cocina jamás pudimos limpiarla… ni su recuerdo. La memoria de ese día nos arrancó varias sonrisas.

Algunos años después, nos reencontramos en Los Ángeles y nos volvimos hermanos inseparables: los “Southbay Amiguos”.  Sin embargo, para mis hijas y para mí,  todo comenzó aquel día cuando Ricardo lo llevó a cenar a la casa de Miami. Gabriel, nuestro primer invitado especial para siempre y por siempre; que llegó para quedarse y nunca jamás irse.

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